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Reflexiones sobre la política mediterránea de España: necesidad de un propósito de enmienda

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(Para Papeles de Cuestiones Internacionales)
Por mínimo que sea, cualquier balance sobre la política exterior española debe incorporar un análisis de lo realizado en el ámbito mediterráneo. Así lo exige la propia identificación de esta región como una de las cuatro prioridades de nuestra actuación exterior, junto con la Unión Europea, los Estados Unidos y América Latina (a la espera de que en algún momento acabe tomando cuerpo la pretensión, hasta ahora poco exitosa, de incluir a Asia en esa misma categoría). Cabe constatar, en primera instancia, que ya desde la anterior legislatura, pero de forma mucho más evidente en ésta que ahora acaba de finalizar, el esfuerzo de la diplomacia española en el Mediterráneo ha sufrido un apreciable retroceso. Puede tratar de justificarse este hecho por la necesidad de concentrar el grueso de nuestras exiguas capacidades en otras áreas (la escasez de los recursos humanos y financieros de nuestra política exterior no se corresponde en absoluto con las pretensiones de una potencia media afortunadamente instalada en el club de los países más desarrollados). El lógico interés por formar parte desde el principio de la unión monetaria, asumiendo el reto para estar entre los países del euro, y, de manera cada vez más acusada, la inclinación atlantista de nuestro gobierno han podido forzar en cierta medida una orientación de este tipo. Sin embargo, no puede ocultarse que la reasignación de prioridades realizada ha provocado una peor defensa de nuestros propios intereses nacionales y, al mismo tiempo, ha reducido nuestra capacidad de interlocución con el conjunto del mundo árabe, como si no fuera éste precisamente uno de nuestros principales activos en las instancias internacionales, comenzando por Bruselas.

España no está hoy mejor situada y considerada por parte de nuestros vecinos del Sur, tanto por desaciertos propios como por la percepción que genera en los países de la zona el evidente seguidismo de las directrices emanadas desde Washington en el marco de su guerra contra el terror. A efectos de comparación es conveniente recordar la positiva labor realizada por anteriores gobiernos para tratar de llamar la atención de nuestros socios europeos sobre los problemas que viene sufriendo la región, así como para poner en marcha e impulsar mecanismos de diálogo y de negociación bilateral y multilateral. Buena prueba de ello es, en primer lugar, la celebración de la Conferencia de Paz (Madrid, Oct-91), que inició el Proceso de Paz con el objetivo de poner fin al todavía inconcluso conflicto entre árabes e israelíes. En esa misma línea hay que citar la iniciativa del Diálogo entre la OTAN y algunos países de la orilla Sur del Mediterráneo, que arrancó en una reunión informal de ministros de asuntos exteriores celebrada en Sevilla en 1994 y que terminó oficializándose a partir de febrero del siguiente año. Una actuación de vanguardia, reconocida por nuestros socios comunitarios, que tuvo su culminación en el lanzamiento del Proceso de Barcelona (27/28 de noviembre de 1995), por el que se puso en pie la actual Asociación Euro-Mediterránea que define el marco de las relaciones entre la UE y la práctica totalidad de nuestros vecinos de región, con la excepción temporal de Libia. Todos estos hitos están muy ligados a la vocación mediterránea de nuestro país y a una visión inteligente sobre el mejor modo de defender los intereses nacionales y asociar el nombre de España a los asuntos de la región en cualquier ámbito multilateral. En su planteamiento global se pretendía poner fin a la tradicional debilidad de una política mediterránea que, hasta mediados de los años ochenta, había estado casi exclusivamente volcada en Marruecos y Argelia, en un juego de compensaciones constantes para evitar que cada uno pudiera sentirse marginado frente a su vecino, procurando evitar cualquier avance en la integración magrebí, que se percibía como contraria a los intereses nacionales, y sin prestar atención al resto de los países de la región.
Cuando cabía pensar que esa primera etapa de construcción de una política mediterránea sería seguida de nuevos esfuerzos por rentabilizar lo logrado y mejorarlo, lo que nos deja como balance estos últimos años es una sensación de parálisis, cuando no de abandono o de retroceso. Analizado con cierta perspectiva histórica es obligado concluir que, desde 1996, no se ha logrado aumentar nuestra presencia y capacidad de actuación política en la zona, ni en el marco bilateral ni en el multilateral. En todo caso, la labor desarrollada se ha limitado a gestionar lo ya existente, sin movilizar más medios humanos ni financieros, y aún en ese caso de manera no siempre afortunada.
Muy por el contrario, la esfera comercial no se ha visto afortunadamente contaminada por esa falta de iniciativa política, de forma que las estadísticas registran un notable crecimiento de nuestros intercambios con la región. A modo de ejemplo, es interesante recordar que ya en el año 2002 las exportaciones españolas a los cinco países magrebíes (3.103 millones de euros) superaban a las realizadas al conjunto de los países suramericanos(3.097), cuando el PIB magrebí únicamente equivale al de un país como Venezuela.

Marco bilateral
Sin ánimo de exhaustividad, imposible por otro lado en el espacio aquí disponible, y por lo que respecta al ámbito bilateral, la primera y más próxima referencia llevaría a Gibraltar, para constatar el absoluto bloqueo al que se ha llegado en la permanente reclamación sobre su soberanía. Si bien es cierto que esa situación tiene claros precedentes históricos, sin que ningún gobierno español haya logrado hasta ahora ningún avance sustancial en la recuperación de la Roca, también lo es que las expectativas que el mismo gobierno había generado, pretendiendo que su oferta de co-soberanía (criticada por círculos que demandan la simple retrocesión a España) permitiría una inmediata solución del contencioso, se han vuelto en su contra, una vez que se ha demostrado que no basta con apostar por una implicación personalista de los máximos responsables gubernamentales de España y el Reino Unido. La voluntad de los gibraltareños, más allá de que Londres no haya actuado de la misma manera en otros casos de cesión de soberanía, sigue siendo la clave para facilitar una futura solución. En ese terreno, las señales de fuerza se han demostrado, como tantas otras veces en el pasado, contraproducentes.

Magreb
En el Magreb, Marruecos sigue constituyendo, para bien o para mal, el centro de la atención de nuestra política exterior mediterránea. El marco definido en anteriores etapas de gobierno- creación en todos los ámbitos de un «colchón de intereses» con los cinco países de la Unión del Magreb Árabe para reforzar los lazos entre las dos orillas del Mediterráneo Occidental, evitar posibles crisis y defender los intereses nacionales en la zona, al tiempo que se trataba de fomentar la integración magrebí- no ha sido sustituido por ningún otro y, por tanto, cabe entender acertadamente que sigue siendo plenamente asumido por los actuales responsables del área. En estos últimos años, sin embargo, apenas se han producido avances sustanciales, en tanto que incluso el tratado de amistad, buena vecindad y cooperación firmado con Argelia el 8 de octubre de 2002 (que se añade al firmado con Marruecos en 1991), único dato destacado en este terreno, no es más que un objetivo ya diseñado previamente en ese mismo marco, simplemente a la espera de la situación interna en ese país lo permitiera. Es paradójico que incluso ese acuerdo, que debería haber servido para reforzar los objetivos de la política española en la zona, haya acabado convirtiéndose en una nueva fuente de controversias. En el contexto de una crisis con Marruecos, abierta por otro lado durante la práctica totalidad de la legislatura, el acuerdo fue presentado por los responsables políticos españoles como una señal de preferencia por Argelia, país al que repentinamente se ponía como ejemplo de afán colaborador, sin que pareciera entenderse que de ello sólo podrían derivarse gestos de crítica y, cuando menos, de ralentización de las relaciones bilaterales con Rabat.

Argelia interesa a España como un creciente suministrador de materias primas energéticas (al gasoducto Magreb-Europa se le unirá otro a finales de 2006 que, sin atravesar territorio marroquí, conectará directamente las costas de ambos países), como un actor relevante en la resolución del conflicto del Sahara Occidental y como aspirante al liderazgo regional, en clara competencia con Marruecos. Pero España no puede encontrar un beneficio claro en que se mantengan los desencuentros entre Argel y Rabat (cuyas fronteras permanecen cerradas desde 1994), con el consiguiente bloqueo del proceso de integración regional, y, por ello, no debería contribuir a ahondar las divergencias con gestos que puedan ser interpretados como desplantes un tanto gratuitos.

Por lo que respecta a nuestras relaciones con Marruecos, está en juego no sólo gran parte del futuro de Ceuta y Melilla como ciudades españolas viables, sino también la estabilidad de unas zonas marítimas fundamentales para el mantenimiento de nuestro modelo económico y el de nuestros socios occidentales (basta recordar los 70.000 buques que atraviesan el Estrecho de Gibraltar cada año). Está en nuestro interés la estabilidad y el desarrollo de nuestros vecinos del Sur, con Marruecos en lugar preferente, y, en consecuencia, deberíamos centrar nuestra actuación en colaborar decididamente a que lleven a cabo las reformas económicas, sociales y políticas que demandan una población mayoritariamente sumida en el subdesarrollo.

En lugar de ello, se han crispado las relaciones hasta niveles inauditos que desembocaron finalmente en el triste episodio del islote de Perejil, en julio de 2002. Nada bueno podía esperarse de unas declaraciones desafortunadas del presidente de gobierno español, considerando que la negativa marroquí en marzo de 2001 a la firma de un nuevo acuerdo pesquero con Bruselas (del que dependía la actividad de más de 400 barcos españoles) tendría consecuencias para Maruecos. Esa apenas velada amenaza no hizo más que exacerbar la sensibilidad de Rabat forzando la situación hasta desencadenar una crisis bilateral, todavía no cerrada plenamente por mucho que al menos se haya logrado celebrar finalmente la reiteradamente pospuesta cumbre ministerial los pasados días 8 y 9 de diciembre. Muchos son los temas en los que se concretan las diferencias, desde el de las relaciones comerciales, al de la emigración o el narcotráfico, pasando por la delimitación de las aguas territoriales o el del Sahara Occidental, sin que la pretensión marroquí de añadir Ceuta y Melilla a la lista haya sido en ningún momento aceptada por Madrid.

La crisis de Perejil ha sido un error compartido y debería constituir un buen ejemplo de lo que no debe repetirse nunca entre los dos países. Marruecos, por mucho que trate de tensar la situación para obtener compensaciones a cambio de su comprensión y de jugar con el apoyo de Francia, sabe que España es un socio vital para su proyección exterior. Por su parte, España dispone de activos muy importantes con los que convencer a Marruecos de la conveniencia de buscar el entendimiento. En esas circunstancias, una crisis militar como la de Perejil no redunda en beneficio de ninguna de las dos partes y deja un poso que dificulta aún más la necesaria convivencia pacífica entre vecinos. Ahora, aunque se ha logrado establecer un proceso de diálogo en diferentes grupos mixtos encargados de cada uno de los temas en discusión, no cabe dar por superadas las suspicacias. Por lo que respecta a los gobernantes españoles, y a diferencia de lo realizado en estos últimos tiempos, su esfuerzo debería centrarse en una labor pedagógica hacia la opinión pública española que enfatizara los intereses comunes en juego y el interés de España por un Marruecos más desarrollado y estable, al tiempo que debería promover mecanismos de generación de confianza que garanticen el diálogo permanente e incrementar su implicación como donante, inversor y socio comercial.

En el problema del Sahara Occidental el gobierno español sigue tratando de mantener una tradicional neutralidad, limitándose a aportar un relativo apoyo técnico a los esfuerzos internacionales por resolver el conflicto en el marco de las Naciones Unidas y a realizar una labor humanitaria para facilitar la liberación de prisioneros marroquíes en manos del Frente Polisario. Marruecos no sólo ha logrado paralizar el plan de paz original de 1991, que incluía la celebración de un referéndum de autodeterminación, sino que sigue sumando crecientes apoyos internacionales a sus tesis soberanistas. Francia y Estados Unidos, por diferentes motivos, apoyan a su aliado en el Norte de África, y todo indica que España (actualmente miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la ONU) está preparando un cambio de posición para terminar aceptando asimismo las tesis marroquíes. Si esto no se ha producido de manera abierta todavía, cabe pensar que no es tanto debido a una falta de convencimiento propio sino, más bien, a su interés por manejar esa carta como una futura baza de negociación en sus relaciones con Rabat, esperando lograr algo sustancial a cambio (¿tal vez un abandono de las presiones marroquíes sobre Ceuta y Melilla?).

Quedaría por reseñar, en lo que concierne al Magreb, el intento por aprovechar el giro adoptado por el régimen libio para lograr su reintegración en la comunidad internacional, con nuevas visitas gubernamentales (la última del propio presidente del gobierno español el pasado mes de septiembre) y con misiones empresariales interesadas en participar en proyectos ligados, fundamentalmente, a la explotación de sus importantes recursos energéticos (relanzados ya desde enero de 2001, con una misión de 22 empresarios encabezada por el entonces secretario de Estado de Exteriores). Tal vez sea el enfoque dado a Libia el que muestra más claramente el pragmatismo que se ha pretendido adoptar en las relaciones con la zona. En ningún caso se han manifestado críticas contra las notables imperfecciones de unos modelos políticos excluyentes y represivos por naturaleza; se ha aceptado la nueva imagen que han querido transmitir estos líderes (sin que nada haya cambiado en Libia, ha bastado el gesto de Gadaffi, pagando al contado por su normalización, para despertar la atracción de sus vecinos del Norte); se ha producido una competencia para adelantarse a los socios (Italia, España, Reino Unido, Estados Unidos) en el intento por rentabilizar la aparente apertura del régimen; …Todo ello dejando de lado cualquier consideración que tenga en cuenta los valores o principios que formalmente informan nuestra política exterior. Una vez más, los intereses a corto plazo han prevalecido por encima de cualquier otra consideración.

Oriente Próximo y Golfo Pérsico
En Oriente Próximo el balance no es mucho más alentador, sobre todo en la medida en que el principal asunto de preocupación regional, el conflicto árabe-israelí, está atravesando uno de sus peores momentos desde el inicio de la actual Intifada en septiembre de 2000. Tampoco en este caso ha habido iniciativas relevantes de España, limitándose a adoptar un perfil de gestor de políticas diseñadas anteriormente. Se ha mantenido el ritmo de visitas y de implicación económica con la región, con especial atención a los Territorios Palestinos, pero también a Israel, en un intento por seguir conservando la imagen de interlocutor válido para las dos partes y por lograr, sin éxito, movilizar a la comunidad internacional interesada en el tema para reunirse nuevamente en España, como sede de una renovada Conferencia de Paz.

Como única nota novedosa y acertada de la actuación en el Mediterráneo Oriental merece destacarse el apoyo brindado a las aspiraciones de Turquía para lograr su plena integración en la Unión Europea. No sólo se trata de un socio comercial emergente, sino que el apoyo a su candidatura envía una clara señal de compromiso con un país clave para la estabilidad de la región y para el suministro futuro de hidrocarburos que lleguen a sus puertos desde el mar Caspio y el Golfo Pérsico, sin olvidar que, en el futuro, su presencia en Bruselas contribuirá a incrementar el peso político de los países mediterráneos en el club comunitario.

Mención aparte debe hacerse de la actuación gubernamental en la crisis que todavía sigue afectando a Iraq. Su controvertido alineamiento con Washington y su implicación militar en la campaña han generado unas consecuencias negativas que van mucho más allá del escenario mediterráneo. Por una parte, y sin atender a un sentir social mayoritariamente contrario a la implicación directa en el conflicto, ha contribuido a romper el marco de la seguridad internacional definido desde hace décadas, con el apoyo a un concepto como el de la guerra preventiva, claramente ilegal y desestabilizador. Por otra, no sólo ha puesto en cuestión la prioridad europeista de la política exterior española, sino que ha sido un instrumento directo en el intento por retardar la creación de una unión política europea, referencia fundamental para nuestro futuro. Además, ha dejado mal situada a España en la Europa ampliada que de manera inminente se pone en marcha, alejándose del núcleo duro de los países que deben marcar el ritmo del proceso de integración.

En lo que respecta más directamente a nuestras relaciones con el mundo árabo-musulmán, la actitud adoptada, percibida en numerosas ocasiones como la de un mensajero de Washington, no ha servido para fortalecer nuestros lazos con países cuyo futuro nos interesa muy directamente. Algunos de los gestos, visitas incluidas, realizados en este último año parecen haber estado orientados a mostrar a los críticos con la opción decidida por el gobierno que no ha habido ningún perjuicio real para nuestra imagen en esos países, olvidando, quizás, que los anfitriones de esas visitas son dirigentes muy necesitados de respaldo internacional y, por tanto, abiertos a participar en el juego mediático de las imágenes de diálogo, vengan de donde vengan. En este caso- y al margen de que el alineamiento con la ultraderechista administración Bush en sus aventuras imperiales no permitirá a España defender mejor sus intereses, lucha contra el terrorismo incluido, ni jugar un papel más importante que el que le corresponde en el concierto internacional que si optara más decididamente por integrarse en el núcleo-motor de la UE- la línea elegida es contraria a nuestros valores y a nuestros intereses. España pasa a convertirse, de forma más evidente, en objetivo para quienes se oponen a los gobiernos occidentales alineados con Washington en esta desventura. Al mismo tiempo nada indica, en función de los datos conocidos hasta ahora, que esté siendo privilegiada con apreciables beneficios en el proceso de reconstrucción iraquí (difícil de imaginar en la medida que se mantenga el actual estado de creciente inseguridad). Y, por último, es bien perceptible que su postura no está siendo bien recibida ni por la calle árabe ni por unos gobiernos que apreciaban el equilibrado comportamiento español en sus relaciones con la zona.

Marco multilateral
La actuación española en los marcos de relaciones multilaterales que afectan al área mediterránea presenta, asimismo, un perfil bajo. En este caso el pobre balance resulta aún más llamativo al ser España uno de los principales promotores de iniciativas para la región en etapas anteriores, por lo que cabría esperar que, como mínimo, se hubiera mantenido el nivel alcanzado. Bien es cierto que las circunstancias internacionales no han facilitado grandes avances y que, por lo tanto, la responsabilidad es compartida con otros muchos actores, pero no deja de resultar decepcionante esa falta de garra por seguir impulsando al menos ideas en el marco de la Asociación Euro-Mediterránea o en el del Diálogo OTAN-Mediterráneo. No es ajeno a este hecho que, incluso, desde el punto de vista administrativo los departamentos encargados de cuestiones mediterráneas hayan perdido identidad para asumir tareas correspondientes a otras áreas geográficas, como si el Mediterráneo no fuera, por definición, un campo en el que nuestro esfuerzo tendría que estar mucho más reforzado personal y financieramente.

En cualquier caso, no puede dejar de mencionarse que, al menos con ocasión de la V Conferencia Euro-Mediterránea de Valencia en abril de 2002, se pretendió impulsar, junto con otros gobiernos, la creación de un banco de desarrollo para la región (objetivo todavía no alcanzado) o la puesta en marcha de una asamblea parlamentaria y una fundación euro-mediterránea (que ya han sido formalmente aprobadas). En el caso del diálogo entre la OTAN y algunos de nuestros vecinos apenas se ha pasado de la designación de embajadas, como la española, como puntos de contacto e información sobre la Alianza en el territorio de esos socios y la aspiración, totalmente fuera de la agenda hasta ahora, de llegar a elevar la fórmula actual a un esquema similar al de la Asociación para la Paz, que la OTAN ha puesto en marcha hace ya unos años con otros países de la Europa Central y Oriental. Nada puede añadirse, desafortunadamente, en este contexto multilateral en relación con el conflicto árabe-israelí, en el que España se limita a asumir la línea dominante (que no unánime) de Bruselas de apostar por el diálogo y el apoyo al Cuarteto, pero sin implicarse más directamente en la búsqueda de soluciones definitivas, aceptando con excesiva sumisión la marginación de la que es objeto por parte de Tel Aviv.

¿Propósito de enmienda?
Más allá de lo que el guión oficial obligue a manifestar se percibe, incluso entre sus responsables, una evidente insatisfacción en el rendimiento de la política exterior española con la región mediterránea. Ni nuestros intereses están hoy mejor defendidos que ayer, ni la región está logrando superar sus básicos y graves desequilibrios sociales, políticos, económicos y de seguridad. Hasta ahora, y con un comportamiento desafortunadamente compartido con gobiernos anteriores y con nuestros socios de Bruselas, se ha optado preferentemente por apoyar a los líderes de la zona, con el objetivo de mantener el actual statu quo, ante el temor que supone la emergencia de los grupos islamistas radicales o reformistas, en procesos que a buen seguro generarían cierta inestabilidad transitoria. La defensa de los interlocutores tradicionales, por imperfecta que siga siendo su labor en términos de desarrollo de sus propios países, ha prevalecido sobre cualquier otra consideración, entendiendo equivocadamente que su mantenimiento en el poder es una garantía de estabilidad y de mejor defensa de nuestros intereses. En esa línea se han realizados gestos, como la visita realizada a Mauritania por la ministra de exteriores tras el intento de golpe de Estado del pasado 9 de junio, que transmiten un apoyo tan interesado a corto plazo (para ganar posiciones frente a otros posibles socios comunitarios) como contraproducente a largo (en la medida en que contribuyen a asentar a unos líderes que no están realmente interesados en promover reformas reales de sus regímenes).

En esta última legislatura se ha mantenido, en definitiva, una aproximación a los asuntos de la región que en ningún momento ha pretendido cuestionar el orden imperante sino, en todo caso, acercarse más a unos líderes (argelinos) que a otros (marroquíes), volviendo a etapas que parecían ya superadas.

En esas circunstancias, la necesidad de un cambio de orientación parece clara. Existe un conocimiento suficiente de los problemas que aquejan a la región, con una brecha que se sigue ampliando entre las dos orillas y que supone un riesgo desestabilizador de proporciones muy relevantes. Existe un instrumental adecuado-combinando activos diplomáticos, políticos, económicos y de seguridad- para lograr una reducción significativa de los problemas que caracterizan el área. Lo que falta, tanto en el ámbito de la política exterior española como en la comunitaria, es una voluntad política decidida para asumir la necesidad de modificar nuestra estrategia regional, superando la idea de apostar por un statu quo que no sirve ni a nuestros intereses ni a los de la mayoría de la población de nuestros vecinos del Sur. Un mayor esfuerzo económico, una aplicación de normas de condicionalidad política para promover la defensa de valores y principios propios de sociedades abiertas, una apuesta sólida por incorporar a esos países en la dinámica de construcción comunitaria, un compromiso por desarrollar realmente lo que recogen los acuerdos de Asociación Euro-Mediterránea (tanto en el terreno comercial, asumiendo un verdadero libre comercio que incluya a los productos agrícolas, como en el financiero, por propuestas realistas de tratamiento de la deuda externa),… El camino está definido en gran medida; falta por saber si hay voluntad para entrar en él con un propósito de enmienda que obligaría a modificar enfoques muy asentados en estas últimas décadas. El Mediterráneo y sus problemas no permiten esperar más tiempo.

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