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Referéndum constitucional en Marruecos: gana el régimen, no la democracia

mohamediv

(Para Radio Nederland)

Cuando uno quiere, siempre puede encontrar argumentos para justificar que la botella está medio llena o medio vacía.

Lo mismo ocurre al enjuiciar los resultados del referéndum constitucional celebrado en Marruecos el 1 de julio, dado que junto a algunas señales positivas- que posibilitan que algún día Marruecos pueda llegar a ser definido como una auténtica democracia parlamentaria- son innegables otras de carácter negativo- que muestran el temor del régimen a la modificación real de un modelo que ha garantizado hasta ahora los privilegios de unos pocos frente a las demandas insatisfechas de la inmensa mayoría.

Los datos difundidos por el ministro de interior, Taieb Charkaoui, parecen incontestables. La participación ha superado el 72,65%- el porcentaje más alto en cualquiera de las convocatorias electorales desarrolladas desde que Mohamed VI llegó al poder en 1999- y los votos favorables han llegado al 98,49% de todos los emitidos. Visto así, parece obligado concluir que los votantes marroquíes- 13,1 millones de una población total que supera los 32; aunque interesa recordar que unos ocho millones han quedado excluidos del censo electoral- han dictado sentencia favorable a los intereses de su rey. Por el camino se ha quedado desautorizado el llamamiento al boicot propiciado por los jóvenes del Movimiento 20 de Febrero, algunos pequeños partidos de izquierdas e incluso las principales formaciones de perfil islamista. Para el régimen, la percepción de lo ocurrido puede resumirse en la idea expresada por el líder socialista Mohamed El Yazghi de que «esta Constitución es la culminación de nuestra lucha».

Es difícil, a la luz de los claroscuros que presenta el texto ahora refrendado, coincidir con esa opinión. Es cierto que la que se convertirá en la sexta Constitución desde la independencia de Marruecos en 1956, sustituyendo a la de 1996, concede más relevancia al jefe de gobierno, avanza parcialmente en la descentralización del poder a las regiones, consolida la preeminencia del derecho internacional sobre el nacional y sitúa formalmente a las señas de identidad saharauis y bereberes al mismo nivel de las árabo-islámicas. Pero también lo es que sigue siendo una norma suprema otorgada al pueblo por el monarca- que conserva los principales poderes ejecutivos, legislativos y judiciales y que sigue siendo el líder religioso de la nación. El análisis del texto permite comprobar cómo cada posible concesión o apertura viene acompañada de una contramedida que la anula o al menos la limita. Así cabe pensar del hecho de que el monarca presida instancias como el Consejo de Ministros, el Consejo Supremo del Poder Judicial, el Consejo Supremo de Ulemas y el Consejo Superior de Seguridad, al tiempo que mantiene la potestad de nombrar a unos walis (gobernadores regionales que actúan en nombre del rey) que, a buen seguro, procurarán colocarse por encima de los presidentes regionales que se supone que van a ser elegidos democráticamente. Tampoco se garantiza la libertad de conciencia, lo que solo cabe interpretar como un deseo del monarca de no incomodar a las fuerzas islamistas que habían hecho de esa cuestión un casus belli.

En síntesis, desde su discurso del pasado 9 de marzo, Mohamed VI ha procurado capitalizar el proceso de cambios en el que está sumido el país, intentando imponer una agenda que responde mucho más a sus intereses que a los de la población movilizada desde principios de año. Ya en aquel momento pretendió presentar su oferta de reforma como una consecuencia derivada directamente del proceso de regionalización en marcha, solo para que no se pudiera interpretar como una obligada respuesta a las demandas de la calle. Desde entonces, quien ha pasado de ser «sagrado» a ser «inviolable» ha utilizado todas las ventajas de su cargo para evitar una explosión social como la producida en Túnez o Egipto. Para cualquier observador interesado en la región magrebí es sobradamente conocido que, a pesar de sus imperfecciones, en términos relativos el sistema marroquí es más avanzado que el del resto de la región y, por tanto, sus autoridades cuentan con más y mejores instrumentos para gestionar la presión social desatada en estos últimos meses.

Con estos resultados en la mano, el régimen puede considerar que ha superado la prueba a la que se ha visto sometido por el Movimiento 20 de Febrero. Seguramente su lectura del referéndum le llevará a pensar que la tormenta ya ha pasado y que, aunque se mantengan algunos rescoldos de crítica y movilización, no es previsible que se produzca una convulsión que ponga en peligro el actual statu quo. De ese modo, lo más probable es que Marruecos siga adelante con su homeopático proceso de reforma política, pero sin atreverse a atravesar la línea que lo convertiría definitivamente en una democracia merecedora de tal nombre. El problema es que ese previsible modo de actuar no garantiza la estabilidad estructural del país ni, mucho menos, la satisfacción de las demandas socioeconómicas y políticas de una población que hoy ha validado las decisiones de su monarca, pero que mañana tendrá que seguir enfrentándose a unas condiciones de vida que el modelo actual no está en condiciones de mejorar.

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