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Pascua militar, felicitaciones y algo más

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(Para El País)
El ceremonial instituido con ocasión de la Pascua Militar suele imponer un orden del día escasamente dotado de contenido sustantivo. La efeméride suele servir para hacer un balance agradable del ejercicio precedente, para rendir homenaje a los caídos en alguna de las operaciones de paz en las que España está implicada y para remarcar que las fuerzas armadas (FAS) siempre están listas. Es tiempo de felicitaciones por la tarea realizada por nuestros militares, aunque ya quede muy lejos su motivación originaria (la reconquista de Menorca, en 1782, de manos de los británicos), pero también puede ser, a la vista inmediata de unas elecciones que se plantean reñidas, una buena ocasión para reclamar una mayor atención de los principales partidos políticos hacia los temas de seguridad y defensa.

No se trata solamente de apelar a la necesaria, y no lograda, consideración de estas materias como política de Estado, sino de recordar que en este año se dedicarán (siguiendo los criterios OTAN) más de 18.000 millones de euros a defensa y que, sin embargo, el tema viene ocupando, incomprensiblemente, posiciones muy secundarias en las agendas de los distintos partidos y en el debate nacional. Ahora, cuando el nuevo Tratado de Reforma de la UE apunta a una cooperación estructurada permanente en el marco de la PESC/PESD, que va a suponer nuevas exigencias para España y cuando, en clave nacional, la legislatura que termina ha logrado sentar las bases de un modelo realista y, en principio, adecuado a nuestras capacidades y obligaciones, parece aconsejable dar los pasos necesarios para consolidarlo y para mejorarlo.

En esta línea, y a modo de simples ejemplos, cabe insistir en primer lugar que la creación del reciente Consejo de Defensa Nacional, escasamente definido en cuanto a sus funciones reales, no resuelve plenamente el tratamiento de las amenazas a las que nos enfrentamos. Hoy la respuesta debe ser eminentemente preventiva, multidimensional y colectiva y esto exige, en el orden institucional, contar con un Consejo Nacional de Seguridad que integre todas las capacidades y actores bajo las directrices de la Presidencia del Gobierno. El enfoque integral, que debe presidir la planificación y ejecución de la defensa de nuestros intereses, sólo se logrará cuando asumamos que ésta queda englobada en el plano más amplio de la seguridad. Aunque esto suponga una posible pérdida del protagonismo tradicional de las fuerzas armadas en favor de instancias civiles, es imprescindible romper los rígidos moldes que, en España, han preferido establecer compartimentos estancos que pudieron servir en otros contextos, pero que hoy son contraproducentes (la actual amenaza terrorista muestra nítidamente que ya hace mucho que ha dejado de tener sentido la idea de que los temas de seguridad son de Interior y los de defensa de Defensa).

La ley de Defensa Nacional, la de Tropa y Marinería y la de la Carrera Militar son hitos positivos que conviene valorar en su justa medida. Por un lado, han actualizado las misiones de las FAS, han logrado invertir la tendencia a la baja de la plantilla efectiva de los ejércitos y han ampliado notablemente el carácter civil-militar de la formación de unos soldados que operan en entornos crecientemente complejos. Pero, por otro, también han incrementado la confusión al utilizar mensajes inadecuados (ni los militares ni los ejércitos son actores humanitarios, aunque puedan realizar ciertas actividades de este tipo; ni la Unidad Militar de Emergencias (UME) puede considerarse un acierto, sino más bien la renuncia del Estado a contar con una Protección Civil digna de tal nombre).

Si se entiende que España- por defensa de sus propios intereses, por solidaridad y por prestigio internacional- debe estar cada vez más presente en las operaciones de paz emanadas de la ONU, habrá que volver nuevamente sobre la autolimitación, renovada recientemente por el Gobierno, de no superar la barrera de los 3.000 efectivos desplegados en el exterior. Una de las mejoras logradas en esta legislatura es, precisamente, el reforzamiento del papel del Congreso como instancia principal para determinar el grado de implicación de nuestras tropas fuera del territorio nacional. Esto exige que cada propuesta del Ejecutivo tenga que ser debatida en el Parlamento y, por tanto, no resulta fácilmente comprensible (no sirve, como suele aducirse, con apelar a los constreñimientos que impone el Ministerio de Hacienda) que el Gobierno se empeñe en atenerse a un límite que no viene justificado por nuestras capacidades reales (sino más bien por un empeño trasnochado en seguir mirando hacia atrás, para evitar las críticas de quienes antes se empeñaron en aventuras militaristas sin suficiente respaldo legal). Si realmente éste fuera, como debe ser, un tema de Estado, y si se quisiera verdaderamente potenciar el papel del Legislativo, parecería más lógico dejar que el propio debate parlamentario fije en cada caso hasta dónde se puede llegar.

Por último, y sin ánimo alguno de exhaustividad, interesa asimismo recordar que en el horizonte legislativo inmediato queda por regular la creación del prometido Observatorio Permanente de la Vida Militar y la ley orgánica sobre Derechos y Deberes de los Militares. El primero es una necesidad básica para despejar cualquier zona de sombra que pudiera quedar sobre el interés de la propia institución castrense por respetar los derechos humanos de sus miembros y porque éstos los hagan respetar en todas sus actuaciones. La segunda es una pieza llamada a mejorar sustancialmente lo que se recogía en las Reales Ordenanzas, aprobadas ya hace treinta años. Un elemento delicado, pero inesquivable, es el del asociacionismo del personal militar. Si los partidos logran no convertir este asunto en un arma arrojadiza en su pelea diaria, y se excluye con claridad la acción sindical, se habrá dado un paso positivo para que los profesionales de los ejércitos puedan defender por cauces transparentes sus demandas y sus derechos. ¿Estamos preparados para asumir estas tareas?

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