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OTAN-Rusia: tensión sí, choque no

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Para El País

Afganistán se acaba y la OTAN vuelve a encontrarse en la misma necesidad que ya vivió con la desaparición de su tradicional enemigo soviético, buscando desesperadamente una nueva razón de ser. Durante estos veinte últimos años, alineada primero con el supuesto choque de civilizaciones y luego con la nefasta «guerra contra el terror», creyó encontrar en el islam el nuevo enemigo a batir. Para ello se transformó en una especie de imperfecto policía mundial, rompiendo los límites geográficos de su propio tratado y haciéndose pasar por una organización de seguridad mientras debilitaba su capacidad militar para la defensa colectiva. Hoy, sumida en una nueva crisis de identidad, parece tentada de aprovechar la crisis ucrania para recrear un forzado back to basics con Rusia como recuperado demonio familiar.

Así cabe interpretar el despliegue adelantado de cazas daneses, británicos, franceses y estadounidenses en la vecindad rusa y, más aparatoso aún, las palabras de Obama, con ocasión de la reciente cumbre UE-EE UU, reclamando mayor esfuerzo presupuestario a los aliados europeos. Sin embargo, nada indica que los otros 27 miembros de la Alianza se vayan a dejar impresionar por el rapapolvo. En realidad, el burden sharing (reparto de la carga) ya es un debate clásico en el seno de la OTAN, con Washington recriminando a sus aliados europeos que no asumen su parte de la tarea (Libia ha sido el último ejemplo empleado por Washington para volver a hurgar en la herida de la estructural minoría de edad de la defensa europea).

En la actual situación de grave crisis económica no es realista imaginar que la diatriba de Obama vaya a movilizar a los aliados europeos para cumplir con el compromiso de dedicar el 2% del PIB a la defensa (la media de los países de la UE ronda el 1,6% y, además de EE UU, solo Gran Bretaña y Grecia lo superan). En el terreno político no hay consenso sobre la identidad aliada; unos (sobre todo los países del Este) prefieren recuperar su carácter de defensa colectiva (precisamente ante Rusia) y otros han comenzado a relativizar su importancia (para Washington, sobre todo tras el 11-S, apenas es un cajón de sastre de categoría secundaria), mientras que entre todos han ido cargando su agenda con tareas que no le son esencialmente propias (como la lucha contraterrorista). En el campo militar interesa recordar que, aun siendo la organización más poderosa del planeta, no cuenta con medios de combate propios, sino que estos son aportados (comprometidos) por cada uno de sus miembros. Todo se fundamenta, pues, en el nivel de la apuesta que cada gobierno decida realizar. Y si ni siquiera en tiempo de bonanza económica se han cumplido los planes de capacidades formulados en las cumbres atlánticas, mucho menos puede darse eso por supuesto en plena crisis. Lo único que podría revertir a corto plazo la tendencia de recortes en defensa sería la percepción real de una amenaza directa a los intereses vitales de la Alianza. Dado que eso no existe hoy, por más que Crimea haya alterado momentáneamente los pasillos de la OTAN, seguiremos enfrascados en los plúmbeos discursos que demandan «hacer más con menos», como si el llamativo concepto de smart defense fuese un remedio creíble.

Pero es que tampoco, salvo para quienes padecen nostalgia de la Guerra Fría, Rusia está en rumbo de colisión. Por el contrario, de la mano de un Putin férreamente instalado en la racionalidad dictada por la defensa de los intereses de una potencia venida a menos, queda claro que Rusia no ha invadido (ni lo hará) un solo país OTAN. Antes bien, el empuje aliado hacia el Este —en lo que los rusos consideran un incumplimiento de la Carta de París (1990), vista como la conferencia de paz de la Guerra Fría—, ocupando el vacío de poder dejado por la implosión de la URSS, ha acrecentado el sentimiento de creciente asedio que percibe Moscú. Pero por significativo que sea el esfuerzo militarista en el que está empeñado Putin, es bien consciente de que sus propias debilidades internas (caída demográfica, monocultivo energético económico, corrupción e ineficiencia de su estructura productiva…) le impiden adoptar una estrategia que pueda retar directamente a la superpotencia estadounidense —a la que solo puede compararse en el terreno nuclear— e incluso a una Unión Europea que, si actuase al servicio de una sola causa, sería una potencia militar muy superior.

En consecuencia, y dando por sentado que la tensión permanente entre la OTAN y Rusia seguirá existiendo durante largo tiempo (lo que puede incluir la paralización puntual del Consejo bilateral creado en 2002), podemos suponer que ninguno de ellos irá más allá de lo que el guión exige en estos casos: reubicación de algunas unidades terrestres más cerca de la zona de fricción, «mostrar la bandera» tanto por aire como por mar, alguna declaración altisonante para consumo interno… y poco más. O, lo que es lo mismo, movimientos disuasorios cuidadosamente calculados para no traspasar ninguna línea que pueda suponer una indeseable escalada. A fin de cuentas, tanto unos como otros son viejos conocidos en un juego de apariencias que solo busca evitar el choque y preservar sus respectivas zonas de influencia.

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