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Oriente Medio en mitad de la nada

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(Para Radio Nederland)
Un año es mucho tiempo en Oriente Medio. Sobre todo cuando se acumulan los problemas, sin que ninguno de ellos apunte a una solución a corto plazo, y cuando los conflictos violentos ya abiertos se resisten a cerrarse. Baste para comprobarlo con atender a lo que ha deparado este 2008 para los tres principales focos de tensión y violencia: Palestina, Iraq y Afganistán.

En el primer caso, el año se inició con la falsa creencia de que con Annapolis (noviembre de 2007) se iniciaba el fin del conflicto palestino-israelí y de que la paz en la región estaba al alcance de la mano. Hoy, un año después, los que entonces prometieron (con la administración de George W. Bush a la cabeza) que se alcanzaría el acuerdo, se ven obligados a reconocer el fracaso. Esto no causaría más problemas que los que suele acarrear una promesa electoral incumplida (nulos, en la inmensa mayoría de los casos), si no fuera porque mientras tanto el panorama se ha oscurecido todavía más para los habitantes del área, tanto en términos de bienestar como de seguridad.

Hamas acaba de celebrar su 21º aniversario, con una multitudinaria demostración de su popularidad y su fuerza en la asediada Franja de Gaza, reiterando su intención de mantener la resistencia al ocupante israelí. Por su parte, la Autoridad Palestina sigue paralizada entre la indiferencia de una población que poco espera de Abu Mazen, el desprecio de Israel y la constante presión de Hamas. Israel, por su parte, ha arruinado, una vez más, sus posibilidades de resolver un problema que nunca logrará eliminar por la fuerza. Sumido en una crisis económica y política, que ha llevado a la convocatoria anticipada de elecciones (para el próximo 10 de febrero), no parece en condiciones de romper la dinámica de violencia que viene arrastrando desde que en 2000 Ariel Sharon creyó, equivocándose nuevamente, que estaba en condiciones de laminar toda oposición palestina a su plan de dominio prácticamente total de la Palestina histórica.

El año se cierra con un balance negativo y unas perspectivas que aún lo son más. Todos los protagonistas de esta historia se encuentran atrapados en unos discursos de fuerza que hacen que cualquier posible intento de abrir canales de diálogo sea visto como una derrota. Al mismo tiempo, quienes deberían impulsar el acercamiento de posiciones desde el exterior, han mostrado su falta de voluntad por implicarse decisivamente en el envite, sea por su debilidad intrínseca (la Unión Europea) o por su inclinación manifiesta hacia una de las partes (Estados Unidos). En cuanto a las perspectivas, todos los indicios apuntan a una próxima victoria de Benjamín Netanyahu en las elecciones israelíes, lo que supondría un mayor alejamiento de toda opción de negociación y una mayor inclinación a opciones de fuerza. Mientras tanto, en el frente israelí-libanés, Hezbolá ha triplicado su arsenal de cohetes y misiles y las fuerzas armadas israelíes siguen esperando su oportunidad para restablecer su dañada imagen de invulnerabilidad (perdida tras su enfrentamiento con Hezbolá en el verano de 2006).

Por lo que respecta a Iraq, el tan cacareado alivio de la tensión no debe confundirse ni con la solución de los problemas que plantea este fragmentado país, ni mucho menos con el final de la violencia. Más que por efecto de la surge militar, la relativa reducción de la violencia es el resultado combinado de la rectificación de errores pasados (recuperando, a golpe de talón, a los marginados suníes en la lucha contra los terroristas) y, sobre todo, de la actitud de un Irán que espera sacar tajada (en términos de seguridad propia y de mayor peso político en la región) de su actual moderación en el apoyo a sus aliados chiíes iraquíes. En Iraq no se ha logrado la normalización de la vida en las calles, ni la reconstrucción del país, ni, menos aún, la seguridad para sus atribulados habitantes.

No cabe malinterpretar la aprobación por el parlamento iraquí de un plan de retirada de tropas extranjeras del país, a partir del 1 de enero de 2012, como una victoria de su primer ministro o del pueblo iraquí. En primer lugar, se puede afirmar ya desde ahora que no se producirá tal retirada (salvo que demos ese nombre a la permanencia de no menos de 50.000 soldados estadounidenses en Iraq a partir de esa fecha). Además, hay que entender que ese movimiento de repliegue obedece, más que a la presión iraquí, al deseo estadounidense de recuperar una cierta libertad de maniobra para atender otras necesidades no menos urgentes, especialmente en lo que hace referencia a Afganistán y a una emergente Rusia que está aprovechando el empantanamiento militar del hegemón mundial para recuperar posiciones e influencia, cuando menos en su near abroad.

Afganistán es, en función de lo vivido en este año que termina, el escenario más problemático a corto plazo. El ritmo de aumento de los actos violentos y de las muertes de soldados de las tropas internacionales no es el menor de los problemas. Mientras que Iraq puede haber detenido su caída, Afganistán sigue precipitándose en un abismo del que todavía no se adivina el fondo. A pesar de los esfuerzos económicos y militares de tantos gobiernos y organizaciones, los talibán han conseguido recuperar terreno en no menos de las tres cuartas partes del país. Al mismo tiempo, conservan sus bases de refugio y aprovisionamiento en las áreas fronterizas de Paquistán, lo que les asegura una larga vida mientras Islamabad siga actuando como hasta ahora. En estas condiciones, y a pesar de los supuestos planes militares del inminente nuevo inquilino de la Casa Blanca, la solución no podrá venir de un aumento del despliegue de tropas internacionales. No hay solución militar para un país en el que el presidente es crecientemente cuestionado por su incapacidad frente a unos señores de la guerra con más y mejores aliados locales y donde los talibán cuentan con mayores apoyos y simpatías entre la población.
Desde una perspectiva regional, 2008 ha sido un mal año. Si extendemos la visión desde un extremo al otro de lo que un día se llamó «arco de crisis desde Mauritania a Afganistán», el panorama no anima al optimismo. Mauritania ha repetido, una vez más, un golpe de Estado que bloquea cualquier avance en desarrollo y seguridad para sus apenas cuatro millones de habitantes. El conflicto del Sáhara Occidental sigue igualmente bloqueado 17 años después de la puesta en marcha del Plan de Paz de la ONU. Entre Marruecos y Argelia las fronteras siguen hoy tan cerradas como desde 1994. La resolución del conflicto árabe-israelí sigue bloqueado, sin que propuestas tan básicas como la de la Liga Árabe (retirada israelí de todos los territorios ocupados a cambio del reconocimiento a su existencia) hayan movido a nadie de sus posturas de partida. No solo no ha avanzado el capítulo palestino-israelí, sino que tampoco lo han hecho los que afectan a sirios (a pesar de la mediación turca) y libaneses (donde Damasco parece ir recuperando posiciones).

Por su parte, Irán continúa con su apuesta nuclear, mientras espera verse reconocido como líder regional (para temor de Arabia Saudí y otros países del Golfo). Y en el horizonte asoma con tanta fuerza como inquietud otro actor que hace aún más inestable la zona: Paquistán. Demasiados apuntes desfavorables como para cerrar el año con satisfacción.

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