Obama y su ¿nueva? política exterior y de seguridad
Lo que el presidente hizo básicamente hasta ese momento en estos terrenos ha sido gestionar unos conflictos traspasados por la administración anterior- Irak y Afganistán-, buscando una «salida digna», tras reconocer sin remedio que no había posibilidad de alcanzar la victoria militar soñada inicialmente por su predecesor, ni mucho menos de transformar a estos países en modelos de democracia que se pudieran exportar al resto del mundo árabo-musulmán. No ha habido, en consecuencia, una gran estrategia digna de tal nombre, sino más bien una mera gestión de los asuntos heredados, dado que su esfuerzo principal se ha volcado en la política interna, tratando de recuperar la economía nacional de la grave crisis que estalló en 2007 y de aprobar reformas tan simbólicas como la sanitaria.
Solo a partir de la actuación en Libia (2011)- dejando a París y Londres el protagonismo (más mediático que militar)- comenzó a vislumbrarse lo que ahora seguirán siendo con toda probabilidad las líneas principales de la acción exterior de Washington, contando con los límites que impone la ya aprobada reducción del gasto en defensa (487.000 millones de dólares en los próximos diez años). Por un lado, sin abandonar su pretensión de ser vista como la nación indispensable, EE UU seguirá estando implicado en el mundo- como corresponde a su condición hegemónica- en defensa del orden global liberal (una expresión ya clásica que apenas esconde la defensa del actual statu quo favorable a Washington y sus aliados).
El primer apunte sobresaliente de la acción exterior estadounidense para estos próximos cuatro años será, tomando a Siria y ahora a Mali como ejemplos, la insistencia en esa actitud de renuncia a liderar todos los esfuerzos por resolver problemas en escenarios donde Washington tenga intereses, dejando que sean los actores locales y las potencias regionales los que asuman visiblemente ese protagonismo (como también pudo verse en Gaza, dejando a Morsi la voz cantante en la mediación). Eso no quiere decir que Obama se vaya a desentender de los asuntos mundiales, sino que parece optar por un pragmatismo que le lleva a asumir que, en ocasiones, es mejor no hacer nada o dejar que el equilibrio de poderes sirva como mecanismo de resolución. En esa línea se entiende también el mayor peso que van adquiriendo el mando de Operaciones Especiales y la CIA (camino de convertirse en una auténtica fuerza paramilitar), procurando no desplegar tropas propias en fuerza, sino instruir a otros ejércitos, realizar operaciones muy selectivas y seguir apostando por los polémicos drones, que ya están ampliando su radio de acción más allá de Afg/Pak y Yemen, para atender también a lo que ocurre en el Sahel africano. John Brennan es, por cierto, quien más directamente ha estado implicado en estos últimos cuatro años en regular el uso de estos ingenios encargados, por orden del presidente, de llevar a cabo unas ejecuciones extrajudiciales que ya se cuentan por miles.
Un segundo apunte destacado de la agenda es el giro ya anunciado por Washington hacia el área Asia-Pacífico, con el objetivo explícito de contener a China. Así se entienden sus actuales esfuerzos por crear o actualizar lazos en el ámbito de la seguridad y defensa con Japón (que se atreve ya a debatir sobre una posible apuesta nuclear), Australia (reciente destino de Panetta y Clinton y donde ya hay marines desplegados) y Filipinas, pero también con Tailandia, Vietnam e incluso Myanmar (destino de la primera visita al exterior del propio Obama). Visto así, y como una señal más de la creciente irrelevancia de la Unión Europea, el centro de gravedad de los asuntos mundiales se traslada ya definitivamente al Pacífico, en un juego en el que se entrecruzan intereses geoeconómicos y geopolíticos, con la pelea por el control de recursos energéticos submarinos y de las vías marítimas que Pekín aspira algún día a dominar frente a Washington.