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Notas sobre la oleada de cambios en el mundo árabe

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Nota publicada en la Revista MSF nº87, mayo de 2011.

Ninguno de los 22 países de la Liga Árabe cuenta con algo parecido a un sistema democrático o que garantice un bienestar aceptable para la mayoría: corrupción, ineficiencia y represión, sumados a la frustración de una población sin expectativas de futuro, han configurado el perfecto caldo de cultivo para las revoluciones en Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Siria o Bahrein, con un único ingrediente compartido: las exigencias de renuncia de quienes han detentado el poder durante demasiado tiempo.

A partir de esa negativa situación estructural, la ciudadanía árabe se ha levantado de forma espontánea, sin actores políticos –ni grupos islamistas ni ningún otro– que la hayan inspirado o liderado: han sido revoluciones populares en el más pleno sentido del término. A la hora de identificar catalizadores de la movilización, sí destaca el papel desempeñado por las comunicaciones, empezando por la televisión Al Jazeera, para crear un determinado estado de opinión. Y a pesar del empeño de los distintos gobiernos por acallarlas, redes como Facebook y Twitter informaron y permitieron organizar las protestas y reforzar la sensación de «no estar solos».

El hecho de contar con una población mayoritariamente joven, sin duda, ha jugado a favor de las revueltas: los jóvenes son hoy el colectivo más numeroso en unos sistemas incapaces de dar satisfacción a sus necesidades de educación, sanidad, vivienda y trabajo. Son ellos los que con mayor entusiasmo han cuestionado el statu quo, monopolizado por una clase política anquilosada y sólo preocupada por preservar sus privilegios. Pero no disponen de estructuras sólidas para la etapa post-revolucionaria y, siendo neófitos en los asuntos públicos, corren el riesgo de agotarse en la movilización permanente o de ser manipulados por otros más diestros en estas lides.

En cuanto a las Fuerzas Armadas, ha habido diferencias. En Túnez, se diría que interpretaron correctamente el deseo popular, permitiendo, desde la neutralidad, la libre expresión ciudadana. En Egipto, sin embargo, hoy ostentan todo el poder, de modo que no existe ningún contrapeso institucional que permita compensar una posible desviación del camino democrático, contando con que el ejército no concibe el poder nacional en otras manos que no sean las suyas. Libia, por su parte, sigue empantanada en una situación que, desde la activación de la operación Protector Unificado, ha pasado de proteger a los civiles a buscar la caída de Gadafi. El dictador libio conserva capacidades netamente superiores a las de los rebeldes, por lo que es muy aventurado suponer que está dispuesto a admitir que su tiempo político se ha terminado. Esto puede derivar, en consecuencia, en una prolongación del conflicto sin salida a la vista.

Hoy, como resultado de años de mano férrea contra cualquier disidencia, que ha sido cooptada o eliminada, el panorama muestra una alarmante ausencia de actores sólidos que cuenten con el apoyo de la población. Los mejor preparados son, a pesar de las dificultades para hacerse visibles, los de perfil islamista, dedicados a denunciar la corrupción e ineficiencia de los poderosos y a sustituir al Estado donde éste no llega para atender a los más necesitados: una inteligente estrategia que, a buen seguro, les dará una significativa ventaja en el caso de elecciones libres. Aún así, carecen de fundamento los temores sobre un nuevo mundo árabo-musulmán movido por Al Qaeda y el yihadismo. De hecho, estas revueltas han demostrado que es posible defenestrar regímenes autoritarios sin Osama Bin Laden y sus secuaces.

Y frente a todo ello, la comunidad internacional –en especial Estados Unidos y la Unión Europea– ha quedado en evidencia, no sólo por su corresponsabilidad en la generación de los problemas actuales en estos países, sino también por su incapacidad para prever lo que está ocurriendo y para reaccionar de manera positiva. Salvo en el caso de Libia, no se atreven a desmarcarse frontalmente de estos gobernantes y a respaldar sin equívocos a quienes pacíficamente piden cambios estructurales. Su calculada ambigüedad no sorprende a una población de creciente sentimiento antioccidental, precisamente debido a su apuesta por gobernantes corruptos, represivos y violadores de derechos humanos, en abierta contradicción con los valores y principios que las potencias occidentales dicen defender.

Está claro que son los habitantes de los países árabo-musulmanes quienes deben protagonizar el cambio. Los demás sólo podremos, en el mejor de los casos, acompañarles en la consolidación de procesos aún incipientes. De momento, no hay datos que permitan concluir que ya avanzan por la senda de la democracia: será un proceso complejo y existe el riesgo de que termine dominado por quienes no la desean. También podemos suponer que el islamismo polí- tico será un actor significativo, pero eso no puede ser argumento para seguir defendiendo fórmulas que condenan a esos países al subdesarrollo, y a nosotros a la vergüenza de no estar a la altura de los valores que decimos promover.

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