No usemos el nombre de la democracia en vano
(Para Radio Nederland)
Cuando se cumplen ahora dos años del lanzamiento de la ilegal campaña militar contra Iraq, asistimos a un goteo continuo de anuncios sobre movimientos políticos en el mundo árabo-musulmán. Si bien ésa es una realidad innegable, parece muy apresurado concluir que la democracia está ya a la vuelta de la esquina. Quienes así lo presentan, actúan al servicio de un discurso interesado, promovido fundamentalmente por quienes han liderado dicha campaña, apuntando que todo lo que ocurre responde a los planes iniciales de la intervención contra Sadam Husein, orientados (se nos dice ahora, una vez que se han desmoronado los argumentos de las armas de destrucción masiva y la implicación del régimen anterior con el terrorismo de Al Qaeda) a poner en marcha un proceso irreversible de democratización. En esa misma línea, se llega incluso a afirmar, en un ejercicio más de prepotencia, que estos movimientos acaban por dar la razón a los visionarios que, como George W. Bush, se empeñaron en activar la espoleta de la democracia en una tierra aparentemente tan reacia a este sistema.
Es cierto que las elecciones iraquíes han podido celebrarse, aunque ni ha cesado por ello el alto nivel de violencia interna, ni el parlamento ha logrado poner en marcha el proceso que permita contar ya con un gobierno eficaz. La situación, muy al contrario de lo que pretende hacer creer el primer ministro italiano para justificar ahora su decisión electoralista de plantear la salida de sus tropas del país, no permite pensar que «la misión está a punto de ser cumplida», si por eso entendemos el encarrilamiento de Iraq hacia la democracia y el desarrollo. Por el contrario, y al margen de la capacidad operativa que todavía muestran los violentos, las perspectivas de fracturas internas aún más poderosas entre chiíes, sunníes y kurdos no se han ni mucho menos reducido, en tanto que no es difícil imaginar que los hombres de Ali al Sistani terminarán, en la medida en que logren imponer sus criterios, por convertirse en un futuro problema para unos Estados Unidos que aspira a mantener su presencia y control en la región.
También es verdad que el asesinato del exprimer ministro libanés, Rafik Hariri, ha destapado la caja de Pandora en un país tan artificial como estructuralmente débil. Sin descartar que su eliminación haya sido un soberano error de cálculo sirio, no parece que lo que está ocurriendo en estas últimas semanas incremente la estabilidad del país. El enfrentamiento entre amplios sectores sociales pro- y antisirios, sin contar con la influencia de actores externos, plantea una crítica situación en la que nadie está en condiciones de controlar el desarrollo de los acontecimientos. Mientras tanto, la reaparición del defenestrado primer ministro, Omar Karame, nuevamente al frente del gabinete ministerial debe interpretarse como una señal clara del poder que todavía atesora Siria (a través de su hombre interpuesto, el jefe del Estado, Emile Lahou).
¿Pueden, por otra parte, interpretarse como pasos decididos hacia la democracia los ejemplos de Egipto o Arabia Saudí? El anuncio del presidente Hosni Mubarak- sobre la posibilidad de que las próximas elecciones presidenciales podrán desarrollarse como una competencia abierta a otros candidatos- no sólo es una tímida señal de reacción a un clima cada vez más presionante para los tradicionales regímenes autoritarios del mundo árabe, sino, sobre todo, un intento de seguir controlando un juego que les viene reportando enormes privilegios. La posibilidad planteada por el rais egipcio no puede ocultar las evidentes insuficiencias de un modelo represivo que discrimina y mantiene en la ilegalidad a actores políticos incómodos (los Hermanos Musulmanes, en particular) y que aspira a seguir ocupando el poder, contando mucho más con el apoyo exterior (tanto de Washington como de Bruselas) que con el de los propios electores.
Por lo que respecta a Arabia Saudí, imaginar que unos comicios en los que sólo han podido votar los varones adultos de nacionalidad saudí y en los que sólo se ha podido elegir a la mitad de los representantes de los consejos municipales (la otra mitad, al igual que lo que ocurre con la totalidad del parlamento y del gobierno, es designado directamente por el monarca saudí), es un puro ejercicio de ilusionismo político. De momento, los jerarcas saudíes siguen más preocupados por recuperar las simpatías de Washington y por hacer frente a la ofensiva que han desencadenado contra sus intereses más directos los grupos violentos que, hasta ahora, habían venido contando con su apoyo apenas encubierto.
Por último, en relación con el conflicto palestino-israelí, estamos inmersos en un auténtico ejercicio de relaciones públicas, en el que se presentan como resultados lo que sólo son declaraciones y opiniones. No estamos aún ante un proceso de paz; tampoco ante una tregua entre los dos bandos (ni siquiera así puede llamarse lo que los trece grupos armados palestinos acaban de manifestar en El Cairo). En estas condiciones resulta no sólo falso presentar lo que ocurre como un avance irreversible hacia la paz, sino incluso contraproducente por la posibilidad de generar una frustración añadida cuando se desmorone lo que, de momento, no es más que un intento de Sharon de atraer a Abu Mazen hacia un escenario que no posibilita la creación de un verdadero Estado palestino independiente y viable.
En estas condiciones, la más elemental prudencia política, pero también mediática, debería imponerse para evitar el uso del nombre de la democracia en vano. ¿Es necesario volver a recordar que, hasta ahora, ése no ha sido nunca el objetivo de Occidente, más interesado en mantener el control de una región tan importante para cubrir nuestras crecientes necesidades energéticas, de la mano de totalitaristas de todo tipo?¿Es necesario volver a recordar cómo terminó el tímido ejercicio de liberalización política auspiciado por estos mismos regímenes a finales de los años ochenta (con Argelia como ejemplo más representativo), en cuanto los gobernantes vieron el peligro que ello representaba para sus propios intereses?¿Es tan difícil entender, después de tantas señales en la misma dirección, que la práctica totalidad de los actuales gobernantes árabes sólo buscan la manera de mantenerse en el poder, contando con el apoyo de un Occidente aún más temeroso que ellos mismos a la emergencia del islamismo radical?