Musharraf inicia su final

(Para Radio Nederland)
El general/presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, lleva tiempo empeñado en un objetivo que, cada día que pasa, está más lejos de alcanzar. Desde su golpe de Estado en octubre de 1999, ha procurado ir creándose una imagen, tanto a los ojos de los paquistaníes como de los estadounidenses, de líder indiscutible e imprescindible. En su calidad de representante tanto de los militares (omnipresentes en la vida política nacional) como de los sectores laicos (opuestos a los diversos y pujantes movimientos islamistas, interesados en la instauración de la sharia), ha intentado mostrarse como la solución natural para los graves problemas del país. Hoy, con la violenta entrada en Lal Majid (Mezquita Roja) y Jamia Hafsa, en pleno centro de Islamabad, probablemente ha arruinado sus últimas opciones de sucederse a sí mismo.
Si hasta el inicio de este año podía soñar aún con que su ejercicio de ilusionismo político estaba, mal que bien, funcionando y que aumentaban sus posibilidades para eternizarse en el poder, aunque para ello tuviera que saltarse las reglas de juego, estos últimos meses han supuesto un vuelco irreversible. En el frente externo había tenido la inteligencia política de colocarse al lado de Washington, como el principal aliado regional en la «guerra contra el terror» iniciada tras el fatídico 11-S, evitando así no solamente las críticas contra su pecado original (el golpe militar contra Nawaz Sharif) sino, además, Sharif) sino, además, ganándose el apoyo político y económico a su gestión. En el ámbito interno, y sobre la base de poder que le confiere su condición de máxima autoridad militar, había logrado imponerse a una oposición dividida (con Benazir Bhutto y el propio Sharif en el exilio), a unos grupos islamistas crecientemente radicalizados y al descontrol de las regiones del noroeste, donde los talibán y las fuerzas de Al Qaeda han ido encontrando un fácil acomodo con los líderes tribales.
En su intento por vencer las resistencias que, a pesar de todo, se oponían a sus designios, Musharraf creyó llegado el momento de forzar el ritmo desde principios de este año. En un cálculo equivocado que le llevó a creer que ya tenía a su alcance la victoria definitiva, asiste ahora al desmoronamiento de su estrategia. La actual crisis, derivada de la toma del complejo islamista en la capital, no es más que la punta del iceberg de un proceso que está a punto de poner fin a su vida política, como resultado de su incapacidad para manejar tantas variables y actores con agendas divergentes. El punto crítico, con un peso mucho mayor del que pudo calcular entonces, fue la destitución en marzo pasado de Muhammad Chaudhry, presidente de la Corte Suprema. La oleada de violencia y resistencia popular que se disparó a partir de entonces, así como la reacción del propio Chaudhry (convertido hoy en una fuerza emergente), dejó al descubierto tanto la imposibilidad del dictador para imponerse a sus opositores como su voluntad antidemocrática, en la medida en que dicha destitución buscaba allanar los obstáculos legales para su reelección presidencial más allá del límite establecido.
Simultáneamente, ya estaba en marcha la rebelión islamista que ahora ha llevado a la matanza de la Mezquita Roja. El reto planteado por los hermanos Ghazi, cabezas visibles de la resistencia islamista al presidente y máximos promotores de la necesidad de imponer la «sharia», es sólo un síntoma más de una corriente con una fuerza incuestionable en otros rincones del país. A día de hoy, la pretensión de los padres fundadores de que «Paquistán sea un país de musulmanes, no un país musulmán» está lejos de cumplirse. De hecho, el propio Musharraf ha tenido que buscar en muchos casos el apoyo de estos grupos, aunque sólo fuera para evitar la imagen excesivamente proestadounidense que se derivaba de su colaboración con Washington en la eliminación de la amenaza talibán y yihadista que se cobija en las montañas de la región fronteriza con Afganistán. Atrapado en ese juego -e interesado en no abrir un nuevo frente interno en su lucha por consolidar su base de poder cuando ya los partidos laicos, los abogados (y otros profesionales liberales), algunos medios de comunicación… y hasta los teóricamente domeñados servicios de inteligencia y las fuerzas armadas mostraban a las claras su desafección al en otra hora incuestionable líder-, Musharraf no se atrevió a abortar la deriva desestabilizadora de los Ghazi y compañía.
La lista de errores no termina ahí. Creyéndose respaldado inquebrantablemente por Washington, no ha entendido que para Estados Unidos lo relevante no es el nombre de la persona que ocupa el sillón presidencial, sino la colaboración del país en su estrategia militarista. Si en un momento determinado Musharraf pudo ser la solución de emergencia (nunca un socio deseado), Washington no tiene ahora ningún problema en aceptar un relevo si quienes le suceden (sea alguno de los opositores que estos mismos días se reúnen en Londres para conformar una alternativa, sea una renacida Benazir Bhutto al frente del Partido Popular de Paquistán, o incluso un nuevo jefe militar) pueden garantizar una transición sin traumas y una colaboración más efectiva contra los enemigos ubicados en la región. Incluso, lo que resulta aún más revelador de su debilidad actual, no ha sabido captar apropiadamente la insatisfacción que su actuación ha ido generando en las propias filas del poderoso ISI (Inter-Services Intelligence Directorate) y de las fuerzas armadas. El reciente intento de magnicidio, abortado in extremis, es otra clara señal de la insostenibilidad de sus planes.
Mientras asistimos a los estertores, que pueden acompañarse aún de más violencia, de quien ya ha agotado su capital político y a la pelea entre los posibles sustitutos civiles o militares de Musharraf, en el horizonte se va configurando un actor con renovadas fuerzas y un creciente apoyo popular: el islamismo radical, contaminado de yihadismo (no en vano la facción deobandi paquistaní fue la cuna en la que nació el movimiento talibán). Todavía no tienen la capacidad para imponerse, pero sienten que el tiempo corre a su favor entre los errores de unos y la incapacidad de otros para hacerles frente. Lo ocurrido en la Mezquita Roja no es el final de un proceso, es el mensaje de fuerza de quienes están decididos a seguir adelante.