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Muammar el Gaddafi: 40 años de reinado ¿revolucionario?

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Muammar el Gaddafi ha alcanzado los 40 años dirigiendo su “revolución” libia como uno de los primeros representantes de la vieja generación de nacionalistas (izquierdistas) que accedieron al poder mediante los golpes de Estado militares en los años 50 y 60 del siglo XX. El primero de septiembre de 1969, Gaddafi junto a un grupo de jóvenes oficiales lideró un golpe no sangriento contra el rey Idris I, acabando así con la monarquía y proclamando la República Libia.

Más tarde, durante la segunda mitad de los años 70, el líder libio rebautizó su país denominándolo “Jamahiriya Árabe Libia Popular y Socialista (JALPS)”, apelación oficial que Libia mantiene hasta hoy. El término Jamahiriya es un neologismo introducido por Gaddafi que significa en árabe “el Estado de las masas”.

El fundamento ideológico de la política aplicada por Gaddafi es su propia “Tercera teoría universal” para la edificación de una nueva sociedad descrita en su Libro Verde. Esa teoría proclama un “verdadero poder del pueblo”, sin un parlamento compuesto por los elegidos del pueblo. En Libia no hay tampoco partidos políticos, ya que según Gaddafi el sistema de partidos es un “aborto de la democracia”, lo que le ha llevado en diferentes momentos a disolver incluso la totalidad del gobierno, reemplazándolo por los comités del pueblo (análogos a los Comisariados del Pueblo de la antigua URSS). La figura del asalariado fue también formalmente abolida, porque se consideraba como una manera de esclavitud. Sin embargo, sí se han introducido las relaciones de cooperación remuneradas. En resumen, aparentemente todos los órdenes de la vida nacional parecen estar dirigidos por las citaciones del Libro Verde. No solo lo podemos encontrar en los manuales escolares y en los diferentes departamentos del Estado, sino también en cada rincón del país.

La evolución del Guía de la Revolución

Desde el exterior, interesa recordar que hasta mediados de esta década el coronel Gaddafi estaba considerado en Occidente, en el mejor de los casos, como un mal inevitable que era necesario tolerar. Hoy por el contrario es, si no un amigo, al menos un socio de París, Roma, Londres, Moscú e incluso Washington. Ciertamente, esta metamorfosis es bien comprensibles si se atiende básicamente a consideraciones geopolíticas (aceleradas en el marco de la “guerra contra el terror”) y geoeconómicas (derivadas de las considerables reservas libias de hidrocarburos).

En los años 70 y en la primera mitad de los 80, Gaddafi vendió el petróleo de su país de manera ventajosa, lo que le permitió vivir desahogadamente no solo a él sino también a sus 3,5 millones de conciudadanos (que han pasado ya a ser más de seis en la actualidad). Sin embargo, su espíritu revolucionario le empujó a luchar contra el imperialismo en el mundo entero, financiando esa lucha para lograr la victoria por todos los medios. De esta manera, grupos terroristas de muy diversos perfiles y orígenes recibieron suculentas ayudas cada vez que rendían visita al Guía de la Revolución en Trípoli.

Paralelamente, y mientras era notorio el interés del régimen por hacerse con armas de destrucción masiva, los servicios secretos libios orquestaron varios actos terroristas en diferentes lugares. Cabe citar entre ellos la explosión del 5 de abril de 1986 en la discoteca “La Belle” (Berlín Oeste), frecuentada por militares estadounidenses, que provocó tres muertos y más de 250 heridos. La pista libia fue identificada enseguida por la policía alemana, mientras la reacción de Washington no se hizo esperar: 10 días más tarde, durante la noche del 14 al 15 de abril, Ronald Reagan ordenó un ataque aéreo contra las ciudades de Trípoli y Benghazi. La residencia de Gaddafi figuraba entre los objetivos, y aunque el líder libio salió sano y salvo del ataque no corrieron la misma suerte 40 ciudadanos libios, entre los cuales se encontraba la hija adoptiva de Gaddafi, todos ellos muertos.

La venganza de Gaddafi fue igualmente violenta. El 21 de diciembre de 1988, un Boeing-747 de la compañía aérea Pan Am explotó en pleno vuelo cuando sobrevolaba el pueblo escocés de Lockerbie. Este atentado se saldó con la muerte de 270 personas (de las 189 eran de ciudadanía estadounidense). La investigación sobre la autoría de la masacre permitió identificar a dos ejecutores inmediatos, Abdel Baset al-Migrahi y Amin Fahim. Al-Migrahi, ambos con nacionalidad Libia.

Este último es precisamente el que acaba de ser liberado por orden del gobierno de Escocia en un confuso episodio que no deja en muy buen lugar a Londres (más preocupado al parecer de la defensa de sus intereses comerciales con el nuevo socio que de las protestas que se han producido en Washington y otras capitales). La situación personal del prisionero, que solo ha cumplido una parte mínima de la condena, alegando razones humanitarias (un cáncer terminal de próstata), no ha impedido que sea recibido como un héroe nacional y utilizado por el régimen de Gaddafi como una muestra de desafío y hasta desprecio a la comunidad internacional.

El régimen de sanciones internacionales iniciado a partir de 1992 convirtió a Libia en un paria, pero no impidió que Gaddafi mantuviera férreamente el control interno del país y su rumbo desestabilizador en diferentes puntos del planeta. No fue hasta la tercera guerra del Golfo (2003) y el derrocamiento del régimen de Saddam Hussein cuando el líder libio decidió un drástico cambio de rumbo ante la posibilidad de engrosar la lista del “eje del mal” que la Administración Bush había definido con claras intenciones agresivas. Gaddafi, ésta vez sí, aprendió y sacó sus conclusiones de la lección iraquí modificando radicalmente su política exterior. Así, anunció que renunciaba a los programas de desarrollo de armas de destrucción masiva e invitó a los inspectores de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) a efectuar visitas a la central nuclear de Tajira. En esa misma línea logró un acuerdo con Washington, en el que Londres actuó como un eficaz facilitador, para desmontar todos los programas de producción de armas nucleares, químicas o biológicas. Por otro lado, y aún sin reconocer explícitamente la responsabilidad de Libia, el Guía ordenó pagar una indemnización a las víctimas del atentado de Lockerbie: 10 millones de dólares por cada una de ellas. De ese modo quedaba pagada su deuda, en un proceso en el que la práctica totalidad de los gobiernos occidentales han querido cerrar los ojos y las narices para mirar a un futuro de relaciones comerciales (energéticas, principalmente) en el que Trípoli destaca por sus riquezas y sus ofertas a los inversores extranjeros.

Washington, por su parte, no tuvo reparos en levantar el embargo impuesto a Libia en 2004 y en excluirla (en 2006) de la lista de países financiadores del terrorismo. En 2007, el líder de la revolución libia hizo otro gesto de buena voluntad y liberó a las enfermeras búlgaras y al médico palestino que habían sido encarcelados bajo la inculpación monstruosa y absurda de haber inoculado conscientemente el virus del SIDA a niños libios. Por lo que respecta a la Unión Europea, Europa, ningún gobierno ha querido quedarse atrás en los gestos de buena voluntad, visitando en tropel a su nuevo socio e invitándolo asimismo a las principales capitales europeas. Gaddafi logró así entrar por la puerta grande en Europa, la cual en contrapartida incrementó su acceso al petróleo libio y, por tanto, a contratos ventajosos. Rusia, por último, no se mantuvo tampoco al margen de estos acontecimientos. En abril de 2008 Vladimir Putin realizo una visita oficial a Trípoli y, en noviembre de ese mismo año, la jaima de beduino de Gaddafi fue instalada sobre el territorio del Kremlin de Moscú. Rusia vuelve, en consecuencia, a ser un socio comercial importante de Libia.

Todo esto indica que el líder libio se convierte oficialmente en un socio de pleno derecho para muchos de que quienes no hace tanto lo señalaban como indeseable. Sin embargo, tal sea prematuro confirmar este juicio. En todo caso, no hace falta que europeos, estadounidenses o rusos se lancen a los brazos de la Jamahiriya libia. Basta con que Trípoli abra totalmente las puertas al comercio energético y ofrezca buenas perspectivas de negocio a inversores interesados en explotar las potencialidades de un país al que no le falta liquidez. De poco sirven gestos de formal alejamiento, como los que han repetido Nicolás Sarkozy, Dimitri Medvedev o Silvio Berlusconi de rechazar la invitación a visitar Trípoli para los festejos del 40 aniversario de la Revolución Libia (aunque el primer ministro italiano estuvo en la capital en esos días, sin animarse, eso sí, a aparecer en el desfile militar que culminó las celebraciones).

¿Cuáles son las aspiraciones reales de Gaddafi? Muchos analistas siguen considerando que toda su existencia ha estado marcada por una misma preocupación: limpiar el honor que supuso la afrenta de la presencia colonial en tierra árabe. No olvidemos que, como ferviente admirador del líder egipcio Nasser, intentó recoger el testigo de éste para convertirse en el máximo promotor del nacionalismo panarabista en África y Oriente Medio. En coherencia con esto, considera ilegitima la existencia de un Estado como Israel, en el que ve reminiscencias de la colonización. Su obsesión perpetua sería, por tanto, la reunificación del mundo árabe, fragmentada por la colonización. En función de su comportamiento en estos últimos años, cabe entender que renunció a esta idea por culpa de sus sucesivos fracasos (todas las formas de asociación que propuso a Egipto, Siria o Túnez fueron rechazadas o terminaros en fracaso). Como alternativa cada día más visible destaca ahora su apuesta africanista, con el broche coyuntural de la presidencia de la Unión Africana, en un proceso visionario que incluso apunta a una unión federal de Estados africanos.

Solo el tiempo nos dirá cual de los talantes mostrados por el Guía de la Revolución resulta ser el verdadero. De momento, Gaddafi sigue alimentando su imagen entre estrafalaria y despótica, sin aflojar la mano en el control interno de un país cuyo liderazgo pretende legar a alguno de sus vástagos.

 

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