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Migrantes centroamericanos en México: La paja en el ojo ajeno

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Durante décadas, las tres principales fuentes de divisas de México han sido el petróleo, el turismo y las remesas que los mexicanos en los Estados Unidos envían a sus familiares. Se calcula que aproximadamente 300.000 mexicanos cruzan anualmente la frontera persiguiendo una mejora en sus condiciones de vida, algo imposible de conseguir en su propio país. Para el gobierno mexicano este flujo migratorio le supone dos importantes beneficios: por un lado, una solución parcial a su propia incapacidad de generar los empleos que la población demanda y, por otro, el ingreso de divisas que alimenta a muchas familias dependientes total o parcialmente de ellas para subsistir. Por ende, resulta de vital importancia para el Estado mexicano la defensa de los derechos de sus ciudadanos en la Unión Americana a través de encuentros bilaterales a todos los niveles, del cabildeo o de campañas mediáticas que denuncien el trato discriminatorio, las vejaciones o las violaciones a los derechos humanos a las que se ven sometidos.

Paralelamente, mientras se señala con el dedo acusador a rancheros tejanos cazamigrantes, policías o guardias fronterizos estadounidenses que se extralimitan en sus competencias, dentro del territorio mexicano otros migrantes sufren un trato muchísimo peor en manos de mafias o policías corruptos, sin autoridades que velen eficazmente por sus derechos. Durante décadas, ha sido un secreto a voces los múltiples peligros que enfrentan los centro y suramericanos que cruzan México en su intento por alcanzar los Estados Unidos: robos, violaciones, torturas, secuestros, asesinatos, desapariciones y extorsiones para no ser deportados. Un verdadero infierno que no ha dejado de recrudecerse mientras las autoridades en particular y la sociedad mexicana en general han mirado para otro lado (hacia el Norte). La tónica durante años ha sido el desdén hacia las llamadas de atención por los abusos cometidos contra muchas de las 400.000 personas que se calcula atraviesan 3.000 kilómetros de territorio mexicano anualmente. Su tragedia, simplemente, no ha sido un tema prioritario ni para el gobierno ni para los principales medios de comunicación del país. Pero hoy en día, la violencia que sufren es tan evidente y brutal que ya no se puede ocultar: miles de familias buscan pistas sobre sus seres queridos desaparecidos; múltiples organizaciones civiles y gobiernos extranjeros reclaman esclarecer crímenes contra sus ciudadanos; fosas comunes de centroamericanos son descubiertas y televisadas, o algún superviviente de las frecuentes matanzas de migrantes salta a los noticieros para contar el horror vivido.

La última noticia que vuelve a poner el dedo en la llaga es la reciente muerte en un enfrentamiento con las autoridades del máximo jefe de los Zetas, Heriberto Lazcano Lazcano, alias El Lazca o Z3. Su vida fue la historia del México más violento y desigual, donde se conjuga la pobreza, la corrupción y la impunidad para sembrar la geografía nacional de negocios criminales prósperos y de muertos inocentes. Porque desde 2007 son precisamente las bandas vinculadas a los Zetas quienes cometen la mayoría de los secuestros de centroamericanos, hasta 20.000 cada año, según calcula la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

En 1998 Heriberto Lazcano desertó del cuerpo de élite al que pertenecía para convertirse, junto con otros catorce exmilitares, en la guardia personal del entonces líder del Cártel del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén. Rápidamente, los Zetas se erigieron en el brazo armado de dicha organización criminal, reclutando más integrantes que recibían entrenamiento militar. Para cuando Cárdenas fue capturado y extraditado a Estados Unidos, en 2005, Lazcano era ya el jefe de los Zetas por la captura o muerte de sus antecesores. Pero la relación del Cártel con sus sicarios comenzó a ser cada vez más tirante, sobre todo tras el acercamiento de los líderes de aquél con el Cártel de Sinaloa. El binomio Cártel del Golfo-Zetas se mantuvo un tiempo más, controlando la ruta de las drogas y las armas pero también de las personas indocumentadas: los nuevos negocios son los secuestros, la trata de mujeres, los trabajos forzosos y el tráfico de órganos. En 2010 sobrevino la ruptura y los Zetas pasaron de protectores a competidores, siendo el Cártel que más ha crecido desde entonces, debido tanto a su formación militar como a su alianza con grupos delictivos como los Mara Salvatrucha.

En un país donde el 95% de los delitos cometidos queda impune, los Zetas han convertido el secuestro en una industria sumamente lucrativa. Sus múltiples células actúan a lo largo de las rutas de los migrantes, especialmente en los Estados del Golfo de México, donde ejercen su control territorial. Aunado a ello, las víctimas centroamericanas pocas veces denuncian los delitos sufridos por miedo a ser expulsados del país, haciéndolos más vulnerables, si cabe, ante la delincuencia.

Las presiones internas y externas de los últimos años para mejorar la situación de este colectivo han obtenido escasos resultados por la poca voluntad política de las autoridades para protegerlo. Ni las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (como otorgar un visado de 180 días a migrantes o permitir la supervisión civil de las estaciones migratorias estatales), ni los protocolos entre los gobiernos de México, Guatemala, El Salvador y Honduras para amparar a sus ciudadanos, ni tampoco la documentación y denuncia permanente de secuestros y abusos por parte de diversas ONG hacen mella en el aparato estatal. En lugar de esclarecer los delitos de las mafias y de los funcionarios que las protegen, las autoridades locales, estatales y federales simplemente los niegan o ignoran.

Independientemente de que los Zetas se reorganicen bajo un nuevo cabecilla (posiblemente Miguel Ángel Treviño, apodado Z-40) o se mantengan los enfrentamientos internos de los últimos meses, la situación de los migrantes centroamericanos en México no tiene visos de mejorar. Corresponde a la sociedad mexicana indignarse y denunciar a aquellos que se aprovechan de quienes, por necesidad, cruzan su territorio y sumar a sus reclamos de justicia y paz la misma exigencia para los migrantes centroamericanos. Por empatía, por solidaridad, por humanidad y por un mínimo de coherencia. Y corresponde a la sociedad internacional presionar al gobierno mexicano para que vele por la seguridad e integridad de cualquier individuo que pise su territorio. El silencio cómplice ya no puede ser una opción.

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