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Mediterráneo: el viaje a ninguna parte de la UE

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(Para Política Exterior)

Según la vara de medir que se utilice, el balance de casi 40 años de relaciones euro-mediterráneas –desde la aprobación de la Política Global Mediterránea (PGM), en 1972– presenta dos imágenes completamente distintas. Para quienes lo importante es que la Unión Europea disponga de permanentes canales de diálogo bilateral y multilateral con la mayoría de los vecinos del sur y este del Mediterráneo, la lectura tiende a ser imperturbablemente positiva. Por el contrario, para quienes fijan su atención en hechos tan recientes como la cancelación de la Cumbre de la Unión por el Mediterráneo (UpM, 2008) –que debería haber tenido lugar en Barcelona el 7 de junio– o la falta de reacción comunitaria efectiva ante el nuevo ejercicio de violencia de Israel contra la llamada «Flotilla de la Libertad» (31 de mayo), el juicio no puede ser más negativo.

En un intento por escapar de los extremos, es justo reconocer que el camino que va desde la PGM hasta la UpM, pasando por la Política Mediterránea Renovada (PMR, 1992), la Asociación Euro-mediterránea (Proceso de Barcelona, 1995) y la Política Europea de Vecindad (PEV, 2004), ha permitido preservar el bien más preciado por todos los gobiernos del área: la estabilidad. Con los matices que distinguen a cada uno de ellos, todos esos instrumentos han estado más orientados a la defensa de un orden establecido por los países europeos –que satisface en gran medida los intereses de los regímenes de la ribera sur y este– que al desarrollo o bienestar de los ciudadanos. El mantenimiento del statu quo es, desde hace décadas, la variable a la que se subordinan todas las demás. En función de ese planteamiento, la realidad demuestra que ni la democracia, ni los derechos humanos, ni el desarrollo humano son valores absolutos, sino únicamente elementos prestos a ser relegados en cuanto la realpolitik impone su dictado.

El diálogo es un medio
El problema principal de esa visión autocomplaciente es doble. Por una parte, porque no asume que la existencia de un canal de diálogo no es un fin en sí mismo, sino únicamente un medio para promover la defensa de determinados intereses y la mejora de la situación regional, hasta convertir en realidad la propuesta formulada en 1995 en Barcelona de crear un espacio euro-mediterráneo de paz y prosperidad compartidas. Aferrarse a la formalidad de los foros diplomáticos, al margen de su grado de utilidad para alcanzar los objetivos finales formulados, no solo indica ceguera sino falta de capacidad y de voluntad.

Por otra, cuando la estabilidad se entiende –como ha sido tradicionalmente el caso– como apuesta por la parálisis, contentándose únicamente con ciertos avances homeopáticos, se está olvidando que las brechas de desigualdad no hacen más que crecer, que la violencia es demasiado frecuente en la zona o que muchos de los actuales regímenes no tienen voluntad para modificar las bases de un sistema ideado en su exclusivo beneficio. Con ese enfoque, cortoplacista y estático, solo cabe esperar que aumente la frustración ciudadana, emerjan actores cada vez más radicalizados y se produzcan estallidos que busquen el cambio por vías no pacíficas.

La estabilidad es deseable, pero solo si, en lugar de basarse en la imposición de modelos discriminatorios que condenan a la amplia mayoría de la población a la falta de bienestar y seguridad, resulta del compromiso compartido por una sociedad interesada en la defensa de un orden beneficioso para todos. No es ese el caso en la periferia sur de la UE.

Evidentemente ni esta situación es responsabilidad exclusiva de los Veintisiete –sino más bien de los gobernantes del sur y este del Mediterráneo–, ni basta con la mejor voluntad y medios comunitarios para resolver todos los problemas que sufren los vecinos del sur. Pero en la medida en que es nuestro propio interés el que nos lleva a ocuparnos y preocuparnos por lo que allí pasa, nos corresponde evaluar adecuadamente si estamos acertando en la estrategia a seguir.

Camino desviado
En esa línea, son varios los elementos recientes que indican que se ha producido un significativo desvío, que nos aleja cada vez más de la posibilidad de disponer de un instrumento adecuado para gestionar las relaciones euro-mediterráneas y, sobre todo, para modificar el inquietante rumbo que lleva la región.
Hay que contar, ya de partida, con un trasfondo insatisfactorio en el que causas de todo tipo –la falta de convicción mediterránea de buena parte de los Veintisiete, el poderoso efecto contaminante del conflicto árabe-israelí o la escasez (en comparación con las necesidades a cubrir) de fondos que Bruselas ha movilizado- han limitado la efectividad de los esfuerzos realizados hasta hoy. Fue la falta de resultados de los esquemas precedentes lo que llevó a la apuesta por activar el Proceso de Barcelona, estructurado en torno a tres «cestos» de cooperación –política y de seguridad; económica y financiera; social, cultural y humana- para alumbrar un Mediterráneo próspero y en paz.

Sin embargo, 10 años después, el desánimo había cundido de nuevo, sin que la PEV, con un enfoque netamente bilateral, añadiera nada que no pudiese encontrar respuesta en Barcelona. Por el contrario, el Mediterráneo perdía identidad y presencia en la agenda comunitaria, mientras los vecinos del sur, en una clásica reacción de «sálvese quien pueda», procuraban mejorar bilateralmente sus lazos con la Unión y/o con algunos de sus miembros.

Tal vez haya sido ese paulatino arrinconamiento de los asuntos euromediterráneos lo que ha permitido que en estos tres últimos años algunos hayan creído «redescubrir» el Mediterráneo, cuando lo han necesitado como baza electoral o como instrumento para recuperar peso internacional. Resultado de ello es la UpM; una criatura que nacida tras un embarazo complicado, con enormes dificultades para abrirse paso entre otras iniciativas (Proceso de Barcelona y PEV) que ni habían logrado rendir frutos visibles ni complementarse previamente entre ellas.

En un intento por convencer a los escépticos sobre la necesidad de apoyar sin resquicios esta nueva propuesta –al tiempo que se pretende presentarla como complementaria tanto de la PEV como del Proceso de Barcelona– se insiste en que la UpM es ya una realidad insoslayable que cuenta con todos los respaldos políticos necesarios, que está aquí para quedarse y que dispone –desde enero– de un secretario general y una creciente maquinaria burocrática capaz de rellenar su agenda en breve. Este tipo de argumentaciones vuelve a caer en el error de confundir el medio con el fin, como si por efecto mágico de su mera existencia ya pudiera darse por hecho que su trabajo será coronado por el éxito.

Recordemos que su puesta en marcha se ha visto dificultada por las resistencias de quienes temían ver rebajado su protagonismo mediterráneo y de quienes –como Alemania– no querían verse embarcados en una aventura que originalmente pretendía contar con fondos comunitarios sin posibilidad de ser parte de la iniciativa.
Asimismo, el proceso de conformación de su equipo directivo se ha visto sometido a fuertes presiones, hasta llegar a un acuerdo que, en lugar de estar guiado por la excelencia de sus representantes, obedece a las tradicionales componendas diplomáticas, con el resultado de hasta seis vicesecretarios generales, palestino e israelí incluidos.

Más allá de eso, el grueso de las dudas que ensombrecen a la UpM tiene que ver con factores institucionales y operativos. En cuanto a los primeros, resulta previsible que su puesta en marcha se traducirá en una evidente marginación de la Comisión Europea, a favor de los gobiernos nacionales. Dicho de otro modo, la UpM supone no solo la reducción del perfil multilateral que defendía el Proceso de Barcelona, sino una clara renacionalización de los asuntos euromediterráneos.

En ese mismo plano, resulta contraproducente la ampliación que supone la UpM a nuevos miembros, hasta un total de 43, con la entrada de actores tan inefables como la Liga Árabe o, incluso, la de países que no forman parte de la UE (Albania, Montenegro, Bosnia y Herzegovina, Croacia y Mónaco). El problema no es solo la dificultad para manejar un organismo tan diverso, sino que con esta ampliación se incrementa el desvanecimiento del Mediterráneo en una amalgama escasamente definida.
Sin abandonar este plano de análisis, interesa apuntar desde ahora el desasosiego que esta nueva fórmula genera en la sociedad civil, y más concretamente en relación con el futuro de las redes establecidas en el marco del Proceso de Barcelona: Euromesco, para los asuntos políticos y de seguridad; Femise, para los económicos y financieros; y la Fundación Anna Lindh, para los sociales, culturales y humanos. Si el acento, como parece, va a ser cada vez más intergubernamental, no es descabellado pensar que se produzca una mayor instrumentalización de los actores civiles y un progresivo languidecimiento de las citadas redes.

Por lo que respecta a los segundos, resulta obvio que se renuncia a la visión omnicomprensiva del Proceso de Barcelona para ocuparse únicamente del capítulo económico, o más propiamente empresarial. Tal como afirma su secretario general,
Ahmad Masadeh, esta nueva fórmula comunitaria debe servir de trampolín para mejorar las economías de la orilla sur y este del Mediterráneo. Esta visión es totalmente defendible –dadas las enormes carencias de la región–, pero no puede ser este el único hilo conductor de unos esquemas que ya desde hace años entendieron la necesidad de vincular estrechamente los asuntos económicos con los políticos, sociales y humanos.

El error no está en que los seis proyectos conocidos hasta el momento sean innecesarios o irrelevantes. Por el contrario, nadie puede negar que el Plan Solar, la Universidad Euro-mediterránea, el desarrollo de eficaces vías de tráfico marítimo y terrestre, la lucha contra la contaminación de las aguas o los incentivos a la actividad económica son asignaturas pendientes de alta prioridad. Pero a día de hoy ni está garantizada la materialización a corto plazo de ninguno de esos planes –en mitad de una crisis económica mundial que anuncia más austeridad en las cuentas públicas y más selectividad en los inversores privados–, ni con eso se agota la agenda euro-mediterránea.

Como simple apunte chocante no deja de sorprender que en ese paquete inicial no se incluya ningún proyecto directamente centrado en la agricultura, cuando tan notoria es su importancia en una región que sufre insuficiencia alimentaria crónica y en la que se concentra un notable porcentaje de la población activa.

Pero si incluso se llevaran a la práctica, sigue siendo muy aventurado suponer que su realización vaya a propiciar por sí misma –tratando de replicar el propio modelo de la UE– la superación de los notables obstáculos que impiden hoy la integración política y la resolución de los conflictos intra e interestatales existentes. Del mismo modo, resulta difícil entender cómo por esa vía se van a superar las graves deficiencias que registran hoy nuestros socios mediterráneos en el terreno de los derechos humanos y en la consolidación de sociedades abiertas.

Aunque sin datos todavía, no pueden obviarse las vacilaciones que genera el escenario presupuestario que se apunta en el horizonte. A la espera de que se concreten las perspectivas financieras para el periodo 2014-21, es evidente que cuando se aprobaron las de la etapa actual no se contempló ninguna partida específica para la UpM. Hoy, en lo que corresponde a los fondos que maneja inicialmente la secretaría general, el monto total para los seis proyectos ya mencionados no supera los 90 millones de euros. En estas condiciones, gran parte del cálculo comunitario sigue descansando en una incierta apuesta de los inversores privados que, dado el panorama financiero mundial, en modo alguno puede considerarse garantizada.

Entre la inacción y los premios injustificados
Hoy la agenda euro-mediterránea no «vende». El mismo hecho de que la suspensión de la prevista Cumbre de Barcelona no haya tenido apenas reflejo en los medios de comunicación generales es suficiente señal sobre el agotamiento de su capital mediático y político. Aunque internamente la idea de posponer el encuentro al próximo otoño puede haber sido bienvenida –puesto que se necesita no menos de un semestre para realizar el rodaje de su secretaría–, la noticia es inequívocamente negativa para sus defensores.

En definitiva, su puesta de largo se deja al albur de variables que no controla la propia UpM (la suposición de que en otoño habrá algún tipo de acuerdo entre palestinos e israelíes parece hoy una ensoñación). A la espera de esa hipotética reunión sin calendario fijo, contamos ya con algunas señales que permiten emitir un juicio provisional, poco entusiasta, sobre el estado actual de las relaciones euro-mediterráneas.

En primer lugar, se ha repetido recientemente la concesión de laureles no solo gratuitos sino contraproducentes. Así cabe calificar la celebración (Granada, 7-8 de marzo de 2010) de la primera Cumbre UE-Marruecos, único país de la región que goza de un Estatuto Avanzado en sus relaciones con Bruselas. Si bien es cierto que Rabat ha dado más pasos que otros en la dirección adecuada para convertirse algún día en una sociedad desarrollada y democrática –y en ello debe encontrar el apoyo de la UE–, ni ha alcanzado todavía ese objetivo, ni parece que exista en sus gobernantes una voluntad decidida para superar las diversas asignaturas pendientes, tanto en el terreno social como en el económico y en el político. En esas condiciones, para Marruecos la mera celebración del encuentro ya es un éxito que puede interpretar como un aval a su gestión actual. Una gestión que viene lastrada por contenciosos como los del Sahara Occidental –cuando aún estaba reciente la crisis provocada por la expulsión y posterior huelga de hambre de la activista saharaui, Aminetu Haidar– y por repetidas violaciones de la libertad de prensa y de los derechos humanos.

Si la UE no obtiene de gestos como la celebración de la cumbre con Marruecos ningún compromiso visible, no puede evitarse la sensación de que los Veintisiete terminan por aceptar gustosamente la situación actual. De ese modo se desautorizan a sí mismos en la defensa de los valores que pretenden promover y, simultáneamente, frustran a los demócratas marroquíes, y a otros actores externos que apuestan por el cambio.

Más negativo, por repetido, es el mensaje transmitido por la UE con su débil respuesta al ataque israelí contra la «Flotilla de la Libertad». Aunque se entendió que el Proceso de Barcelona no debía incorporar a su agenda la resolución de los conflictos existentes en el área, la contaminación por el conflicto árabe-israelí ha sido permanente y muy poderosa. Es bien sabido que la UE es el primer contribuyente en cooperación y ayuda humanitaria a los territorios palestinos ocupados, pero también se sabe que su papel político en el proceso de paz es muy secundario. A estas alturas, Israel ya ha podido comprobar sobradamente que los comunicados de condena de los
Veintisiete –cuando logran aprobarlos, superando las divergencias internas– no tienen efecto real alguno.

La permanente contemporización de la Unión con el gobierno israelí –olvidando lo que el propio Acuerdo de Asociación con Israel recoge sobre la posibilidad de dejar sin efecto algunas de sus estipulaciones ante violaciones del Derecho Internacional o de los derechos humanos– no sirve para avanzar hacia la paz. Por el contrario, no hace más que ahondar la visible desconsideración con que la UE es tratada por los sucesivos gobiernos israelíes, conscientes de la parálisis comunitaria provocada por un mezcla de sentimiento de culpa histórico y debilidad manifiesta en asuntos de política exterior. Al mismo tiempo, esa conducta tampoco permite a los europeos mejorar sus opciones para convertirse en intermediarios aceptables en la búsqueda de soluciones a este amargo conflicto. Transmite, en resumen, una imagen de impotencia propia, mientras alimenta la crítica por parte árabe y el desprecio de las autoridades israelíes, convirtiendo a la UE en un actor irrelevante en este crítico asunto.

Por último, se anuncia ya el inminente cierre del proceso de negociación para conceder a Túnez el Estatuto Avanzado. Al margen de que Rabat no estará muy contento, al perder la exclusividad de esta fórmula, la conclusión del acuerdo con Túnez debería preocuparnos. De nada sirve insistir en que este fue el primer país con el que se firmó un Acuerdo de Asociación Euro-mediterráneo. Tampoco debería satisfacernos la imagen de forzada estabilidad tunecina –solidificada a golpe de represión y control absoluto desde un poder deficitario en materia de libertades y derechos– o su relativa apertura económica, con un sector privado más dinámico que el de sus vecinos. La vara de medir para conceder un estímulo como el que representa
el Estatuto Avanzado debería ser otra. Una que demande no solo el cumplimiento de condiciones económicas para adaptar Túnez a la competencia en los mercados exteriores, sino también de otras similares en el terreno social y político, donde son necesarias reformas sustanciales. No hacerlo así, una vez más, equivale a validar aquello que se supone deseamos cambiar. Como enseña la experiencia acumulada, la renuncia a la aplicación de los niveles de exigencia que recogen los acuerdos firmados no se ha traducido en avances, sino más bien en encastillamientos por parte de unos regímenes políticos que controlan con mano férrea sus territorios y no se sienten realmente cuestionados desde Bruselas.

No sirve, en conclusión, mantener abiertos canales de diálogo per se, si no se utilizan como mecanismos de cambio hacia un Mediterráneo más seguro, justo y sostenible. Es contraproducente, asimismo, mostrar a nuestros interlocutores que pueden cruzar cualquier línea roja sin sufrir consecuencias, como si estuviésemos obligados a apoyarlos indefinidamente. Tampoco sirve cambiar cada cierto tiempo el nombre que damos a nuestros esquemas de relaciones con la periferia sur, si esto no va acompañado de una firme voluntad política para alcanzar los objetivos planteados. Y no sirve, por último, poner sobre la mesa una «zanahoria» reducida a una determinada cantidad de fondos de ayuda, contando con que eso sea suficiente para
vencer las resistencias de regímenes profundamente anquilosados. Esto último nos remite a Turquía, país que decidió iniciar grandes reformas cuando vio factible la posibilidad de integrarse en el club más privilegiado del planeta. Esa es la oferta que debemos poner sobre la mesa, sin rebajar las exigencias en los criterios de entrada. Pero si ahora defraudamos a Turquía, ¿cómo podremos convencer a otros de la credibilidad de nuestra oferta?

Dejándonos llevar por el propio egoísmo inteligente, deberíamos entender que el desarrollo y la seguridad de nuestros vecinos es una clave fundamental de nuestro bienestar y nuestra seguridad. Si no lo queremos entender así, y preferimos defender un statu quo discriminatorio y desestabilizador, seguiremos embarcándonos en viajes a ninguna parte.

Publicado en la Revista Política Exterior nº 136 – Julio / Agosto 2010

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