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Malala sí, Chad no. ¿Por qué?

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Es de justicia hacerse eco de la tragedia y valentía demostrada por la niña paquistaní Malala Yousafzai frente a la opresión talibán. Su activismo en defensa de los derechos de las mujeres en el valle del río Swat le ha supuesto un brutal castigo por parte de quienes siguen empeñados en imponer por la fuerza su visión de las cosas y, posteriormente, el reconocimiento general de la comunidad internacional (escenificado con su reciente presencia en la ONU). Nada habría que reprochar en principio a esa atención mediática y política, necesitada al parecer de poner una cara concreta a la tragedia para buscar la empatía con la opinión pública.

En todo caso, uno de los peligros que tiene ese tipo de enfoque es que, cuando no hay un caso personal y una cara que mostrar, resulta mucho más difícil (por no decir imposible) informar, sensibilizar y, sobre todo, activar respuestas a otras tantas tragedias que salpican nuestro planeta. Pongamos, por ejemplo, el caso de Chad. Se trata de uno de los países más pobres del planeta (su IDH es de 0,340, lo que lo coloca en el puesto 184 del mundo), con un 80% de sus casi 11 millones de habitantes viviendo en situación de pobreza extrema. En una superficie que más que duplica a la de España conviven más de 200 grupos étnicos, ligados a una economía agrícola de subsistencia, sin que el supuesto maná del petróleo descubierto hace ya una década haya servido para mejorar sus pésimas condiciones de vida. Tampoco su seguridad está garantizada sino que, por el contrario, se encuentran sometidos a una permanente dinámica de violencia, sobre todo en las zonas fronterizas.

Según acaba de dar a conocer el servicio de información de OCHA y el ACNUR, se está detectando un creciente movimiento de regreso de refugiados chadianos a su tierra: en Tissi (desde Sudán), Maro (desde República Centroafricana), Faya (desde Libia) y N’Gouboua (desde Nigeria), escapando de la violencia que asola sus precarios lugares de residencia en esos países. Son, en su mayoría niños- el 72% de los 22.000 retornados a Tissi y el 60% de los 1.300 que lo han hecho desde Nigeria- que no tienen posibilidad alguna de recibir educación escolar, ni por supuesto asistencia médica, comida o cobijo decentes. No se mueven evidentemente por placer, sino escapando de la violencia desatada últimamente en Darfur entre comunidades Misseriya y Salamat, entre las fuerzas armadas nigerianas y el grupo terrorista Boko Haram o entre las diversas comunidades tradicionalmente enfrentadas en RCA o en la muy inestable Libia.

Por si esta carga no fuera ya excesiva, Chad es tierra de refugio para unas 300.000 personas que malviven a la espera de tiempos mejores, ubicados sobre todo en la franja fronteriza oriental. Tan solo en el periodo enero-abril de este año se ha registrado la llegada de 30.000 sudaneses a Tissi, apiñados en el campo Adgadam (a unos cuarenta kilómetros de la frontera con Sudán).

Es bien sabido que Chad no tiene capacidad para asistir y proteger adecuadamente a esa marea humana. Sin embargo, ni se detecta ningún esfuerzo serio por prevenir las recurrentes crisis que allí se suceden, ni tampoco por gestionarlas para reducir en lo posible su impacto sobre las poblaciones afectadas. Los llamamientos humanitarios- que nunca podrán ser los instrumentos idóneos para resolver los problemas sociales, políticos y económicos que alimentan la inestabilidad estructural del país- no se cubren por falta de voluntad internacional para centrar el foco en la región. ¿Seguiremos así hasta que haya una Malala chadiana, o ni siquiera entonces?

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