Mal camino de la guerra contra el terror
(Para Radio Nederland)
Con la perspectiva que dan los cinco años transcurridos desde el infausto 11-S, no era necesario esperar a que una filtración a la prensa estadounidense nos confirmara esta semana que el terrorismo es hoy una amenaza no sólo vigente sino en continuo crecimiento. Muchas otras fuentes recogen desde hace tiempo esa misma idea, al tiempo que concluyen con tanta insistencia como preocupación en que la respuesta militarista liderada por Estados Unidos, con Iraq y Afganistán como escenarios más destacados, es una estrategia no sólo equivocada sino, además, contraproducente.
Así lo vuelve a considerar el informe “Tendencias en el terrorismo global: implicaciones para Estados Unidos”- ahora forzada y parcialmente desclasificado por la propia administración Bush, aunque ya fue presentado el pasado abril al Congreso-, en el que se sintetizan las aportaciones de nada menos que las dieciséis principales agencias de seguridad estadounidenses. Puede entenderse que en el contexto electoral que actualmente está viviendo ese país unas conclusiones de este tipo no sean bienvenidas para una administración, y unos candidatos, que dudan con creciente inquietud de que sean capaces de mantener el control del ejecutivo y del legislativo en las elecciones parciales del próximo noviembre.
Lo que el citado informe prevé en el inmediato futuro es más variedad en las amenazas de naturaleza terrorista, más atentados en diferentes partes del planeta (aunque el texto se centra únicamente en lo que pueda afectar a la seguridad nacional, no es difícil ampliar la previsión a escala global), una mayor extensión de los grupos terroristas y una mejor adaptación de éstos a los esfuerzos antiterroristas. Si esto ya resulta por sí mismo suficientemente problemático, el panorama se oscurece aún más cuando se destaca que Iraq se ha convertido en “la causa célebre” para los terroristas y para quienes aspiran a integrarse esos grupos. Esa condición se deriva directamente del enfoque que la nefasta “guerra contra el terror” ha adoptado desde sus inicios. Iraq se ha convertido en estos años en el principal campo de batalla en el que, al margen de otros actores violentos en presencia, tanto yihadistas salafistas como tropas estadounidenses creen dirimir ese choque de civilizaciones que algunos pronosticaban. Empantanados en una desventura para la que no se adivina un final cercano, cualquier atisbo de retirada estadounidense sería interpretada como una victoria de Al Qaeda y se traduciría inmediatamente en una mayor amenaza tanto para EEUU como para muchos de sus aliados. Por el contrario, el empeño en el erróneo esfuerzo militar está colaborando muy decisivamente a que germine una nueva oleada de terroristas que dejará pequeña a la que surgió del Afganistán invadido por los soviéticos en los años ochenta.
A la espera de que el mencionado informe llegue a provocar en algún momento un replanteamiento general de la estrategia antiterrorista estadounidense, recibimos en estos días dos noticias que no ayudan a determinar (o tal vez sí) el rumbo a seguir por el actual gobierno de Bush. Por una parte, el pasado 5 de este mes se ha presentado la Estrategia Nacional para Combatir el Terrorismo, que actualiza la dada a conocer en febrero de 2003. En sus páginas se detectan diversos cambios con respecto a su predecesora, tal vez en un ejercicio indirecto de reconocimiento de los errores cometidos hasta ahora de la mano de los representantes más duros de la propia Administración. Así, la batalla de las ideas aparece como un elemento tan importante como la batalla de las armas (que era la única que ha merecido realmente atención desde 2001), en un marco en el que ya no se plantea directamente la derrota del terrorismo sino, más bien, el desarrollo de una “guerra larga” que debe estructurarse en medidas a corto plazo (en la que el énfasis sigue puesto en los instrumentos militares) y en otras a largo plazo (en las que se integran instrumentos políticos y una búsqueda directa de una mayor cooperación internacional).
En esa línea, los objetivos a corto plazo se concentran en evitar nuevos ataques, impedir el acceso de los grupos terroristas a las armas de destrucción masiva y obstaculizar el apoyo de ciertos Estados “criminales” (se cita expresamente a Irán, Siria, Sudán, Corea del Norte y Cuba) a estos grupos. A largo plazo, la pretensión es lograr la aprobación de normas internacionales contra esa amenaza, reforzar las coaliciones con determinados aliados y aumentar la cooperación en materia de inteligencia, así como crear una comunidad nacional de expertos que promuevan enfoques preventivos contra este problema.
Si en una primera lectura este nuevo documento podría interpretarse como un intento de superar la limitada visión de quienes aún creen que se puede hacer frente de manera eficaz al terrorismo con una estrategia unilateral y militarista como la que ha impulsado Washington hasta ahora, resulta prudente reconsiderar esa opinión a la luz de lo que acaba de ocurrir en el Congreso. En efecto, esta semana se ha aprobado (aún queda el paso por el Senado) el presupuesto de defensa para el próximo año fiscal por un total de 447.600 millones de dólares (incluyendo una partida adicional de 70.000 para sostener el esfuerzo en Iraq y Afganistán). Si la nueva Estrategia es sólo un documento sujeto a interpretaciones y con el que se puede jugar al servicio de lo que demande cada momento, el presupuesto es un hecho que transmite con nitidez que Estados Unidos sigue empeñado en reforzar su músculo militar, no sólo para derrotar al terrorismo (empecinándose en el error), sino para consolidar su liderazgo mundial frente a cualquier posible aspirante a ser catalogado como superpotencia. Nada indica que el actual equipo dirigente, que ya definió desde el principio de su andadura en 2001 un rumbo inequívoco para hacer del siglo XXI el siglo de Estados Unidos, vaya a renunciar a sus convicciones más profundas. Y esto es así ya no tanto por que no quieran como por el simple hecho de que hacerlo significaría su derrota personal y, es necesario reconocerlo de ese modo desde la perspectiva de la seguridad a corto plazo, un notable aumento de la amenaza.