Mahmud Abbas, un liderazgo moribundo
(Para Radio Nederland)
La elección de Mahmud Abbas como nuevo presidente de la Autoridad Palestina ha venido precedida de un interesado proceso que ha generado un clima que, además de enfatizar la obviedad de que su nombramiento inicia una nueva etapa tras la desaparición de Yaser Arafat, pretende presentarla como la ocasión única para establecer el punto final del largo conflicto palestino-israelí. Este ejercicio está siendo promovido tanto por Israel, en su intento de desviar la atención sobre sus propias responsabilidades en el agudo deterioro de la situación, como por intereses mediáticos, incesantemente necesitados de encontrar nuevos titulares para tratar temas que se han convertido ya en clásicos con escaso atractivo para una opinión pública saturada de noticias puntuales de gran impacto.
Más allá de esa imagen superficial, los últimos acontecimientos y la toma de posición de los diferentes actores en juego no señalan precisamente en una dirección tan optimista. Por lo que se refiere al nuevo líder oficial palestino, es bien cierto que acumulará a partir de ahora un poder casi idéntico al que ostentaba Arafat, incluyendo el control de las fuerzas y cuerpos de seguridad tan necesarios para controlar a los violentos dentro de los Territorios, pero está muy lejos de disfrutar del poder real para imponerse y arbitrar entre los múltiples grupos que se disputan la herencia de aquel y el liderazgo en la lucha contra la ocupación israelí (con Hamas en lugar destacado). Aún en el supuesto de que Abu Mazen esté dispuesto a rebajar el nivel de sus exigencias frente a los ocupantes, y quizás eso mismo sea una mera ensoñación de quienes prefieren verlo como una «paloma» dispuesta a someterse a los designios israelíes, su margen de maniobra es muy escaso.
En primer lugar, tiene que luchar por consolidar su propio poder frente a sus supuestos subordinados en el amplio entramado de la OLP y de su principal partido, Fatah, contando con que muchos de ellos no sólo no le reconocen autoridad y capacidad suficientes para dirigirlos, sino con que, además, algunos de ellos (Marwan Barguthi sería el ejemplo más llamativo) pretenden provocar un relevo interno que dé protagonismo a los dirigentes del interior (desplazando a la vieja guardia que ha acompañado históricamente a Arafat en su largo periplo por Ammán, Beirut y Túnez). A partir de esa situación, es previsible que concentre sus esfuerzos en negociar nuevas reglas de juego con sus competidores, con la pretensión de evitar una nunca descartable guerra civil, más que en lanzar y desarrollar iniciativas de paz que podrían debilitarlo más de lo que ya está ahora mismo.
Por otro lado, y siguiendo en ese mismo supuesto de entreguismo a las demandas israelíes, hay que considerar las tremendas dificultades que tendría para convencer a su pueblo de la necesidad de abandonar reclamaciones históricas como las que representan Jerusalén o el derecho del retorno para los refugiados (que numéricamente equivalen a la totalidad de la población que actualmente habita en Gaza y Cisjordania). Para recabar el apoyo de sus conciudadanos, Abu Mazen necesita ofrecer algo sustancial que les permita salir del oscuro panorama social y económico en el que se encuentran sumidos y que les permita visualizar el establecimiento a muy corto plazo de su ansiado Estado independiente y viable. Nada de esto está actualmente en sus manos; depende, por tanto, de que el gobierno israelí (ahora bajo el formato de una nueva coalición entre los conservadores de Sharon y los desorientados laboristas del eterno Simon Peres) esté dispuesto a facilitarle lo que durante tanto tiempo ha negado a su predecesor. No es lo mismo apoyar la candidatura de Mahmud Abbas, como de forma más o menos abierta han venido haciendo tanto Estados Unidos como Israel, que ceder bazas que los propios gobernantes israelíes consideran vitales para su propia seguridad y supervivencia. En consecuencia, no puede esperarse que un Sharon convencido de su propia estrategia de uso y abuso permanente de la fuerza militar, y con el apoyo incondicional de Washington, vaya a mostrar ahora ninguna generosidad en estos temas.
Por el contrario, lo que puede preverse ahora es que Abu Mazen trate de buscar apoyos externos para enfrentarse a Sharon en una futura mesa de negociaciones, sabiendo en todo caso que si persiste en sus peticiones maximalistas (con la intención de seguir liderando el rechazo a la ocupación y evitar que Hamas continúe aumentando su, por otra parte, imparable atractivo popular) se encontrará con la misma actitud marginadora que ya sufrió el propio Arafat. Si, por el contrario, decide acomodarse a la actual relación de fuerzas, aceptando la previsible oferta que Sharon ponga sobre la mesa en las próximas semanas, se encontrará enfrentado a su propio pueblo porque nada de lo que el gobierno israelí esté dispuesto a ceder ahora podrá cubrir las exigencias mínimas de quienes aspiran a una vida digna dentro de los límites de un Estado viable. No puede esperarse a estas alturas una oferta generosa de Sharon, como tampoco puede suponerse que Washington y Londres vayan a forzar el proceso para sacarlo de estrechos carriles en los que Sharon lo ha reconducido.
En estas circunstancias, y al margen de la parafernalia diplomática que se pueda poner en marcha, Abu Mazen está condenado a defraudar las, por otro lado, escasas expectativas que su liderazgo haya podido levantar. En el interior de los Territorios porque, como miembro de la vieja guardia, no parece el más indicado para impulsar las necesarias, urgentes y profundas reformas que hagan más eficaz y menos corrupta a la maquinaria administrativa de la Autoridad Palestina. Tampoco parece, como hombre del pasado que ha demostrado ser, el más capacitado para conciliar los enfrentamientos internos en la órbita política palestina y para favorecer la emergencia de los dirigentes del futuro. En el ámbito exterior, porque todos esperan de él, y poco ha hecho por desmentirlo, que se termine plegando a la imposición de los más fuertes (Israel en primera instancia, pero también Estados Unidos). El proceso parece dirigirse hacia una mínima oferta israelí que servirá a Washington y Londres para salvar la cara, en cuanto sea vendida como el resultado de la presión sobre Sharon, y a este último para presentarse como un hombre de paz que, con la retirada unilateral de Gaza, habrá hecho los máximos sacrificios posibles para permitir la emergencia de una entidad a la que, sólo forzando los términos, se tratará de denominar Estado palestino.
Ante lo que está por venir resulta importante retener un dato: la paz en la región no depende en exclusiva, como se ha hecho creer durante estos últimos años de marginación de Arafat, del relevo en el liderazgo palestino. Este argumento, empleado hasta la náusea por los dirigentes israelíes, oculta el hecho de que Israel comparte como mínimo una responsabilidad del mismo calibre derivada, en primera instancia, de una ocupación militar desde 1967, condenada internacionalmente y estructurada de tal modo que ha provocado la destrucción sistemática de sus escasos recursos. A esto podría añadirse aún la política de asesinatos selectivos, de construcción de nuevos asentamientos, de castigos colectivos, de edificación del muro de separación… Sólo a partir de la toma en consideración de estos detalles, en modo alguno pequeños, pueden repartirse responsabilidades y pronosticar escenarios futuros.