Para Ahorasemanal.es
Son viejos conocidos y han compartido responsabilidades de gobierno hasta hace poco más de un año (con Benjamin Netanyahu como primer ministro y Avigdor Lieberman como ministro de Exteriores). Pero sobre todo, son viejos rivales en su afán por hacerse ocn el liderazgo de la derecha israelí y el puesto de primer ministro. Aunque el primero -a punto de convertirse en el primer ministro más longevo en la historia de Israel- saca el momento una clara ventaja a su oponente, el segundo parece empeñado en sustituirlo a corto plazo.
Así cabe entender su decisión de aceptar la cartera de Defensa tras la renuncia de Moshe Yaalon. Lieberman vuelve al gabinete ministerial no solo como jefe del partido ultraderechista Israel Beitenu, sino convencido de que esa es la mejor manera para hacerse el día de mañana con el timón que le permita a Israel lograr el dominio total dePalestina. Por su parte, aunque Netanyahu ha dado este paso por consideraciones de política interior —fortalecer su exigua mayoría parlamentaria (61 escaños de un total de 120) con un socio que le permite elevarla hasta los 67—, su decisión también tendrá repercusiones internacionales.
Un gesto de este calibre supone asumir desafíos considerables. En primer lugar, deshacerse de este modo de Yaalon —exjefe de Estado Mayor de las Fuerzas Israelíes de Defensa— implica buscarse un nuevo rival político. No es Yaalon el primero que sale dando un portazo de las filas del Likud, argumentando que el deslizamiento ideológico hacia la extrema derecha que se viene produciendo con Netanyahu pone en peligro no solo al partido sino también la seguridad del país. En consecuencia, es previsible que pronto vuelva a la primera fila de la escena política nacional, tratando de recentrar al partido.
Profundizar la brecha
Por otro lado, la presencia de Lieberman como responsable de los asuntos de defensa apunta a una mayor brecha entre la esfera gubernamental y la militar. Está muy fresco todavía el desencuentro provocado el pasado 24 de marzo por el escándalo protagonizado por un sargento israelí que remató de un disparo en la cabeza a un palestino gravemente herido. Y aún cabe sumar las recientes declaraciones del segundo jefe militar en la escala de mando, el general Yair Golan, alarmado públicamente por el peligro de que la sociedad israelí se incline hacia un nacionalismo cada vez más intolerante, como fue el de los años de la Alemania nazi. Llueve sobre mojado en un ámbito en el que, rompiendo esquemas tradicionales, no es raro que los altos mandos militares aparezcan como más moderados que los responsables políticos a la hora de encarar las relaciones con los palestinos y con los países vecinos.
Ambos casos han exacerbado aún más una ya tradicional polarización entre gobernantes y uniformados, con Netanyahu apoyando la acción del citado sargento (que se enfrenta a un juicio todavía en marcha que le puede suponer una condena de hasta 20 años de cárcel) y con los principales altos mandos militares recriminando este tipo de actos. La llegada de Lieberman —que, entre otras cosas, plantea el asesinato de los líderes de Hamás, la deportación de los familiares de los terroristas, el bombardeo de la presa de Asuán si Egipto volviera a entrar en guerra o conquistar Gaza— va a tensionar a buen seguro esas relaciones, en la medida en que los militares no parecen inclinados a seguir al pie de la letra unas órdenes que entienden que servirán básicamente a intereses políticos de corto plazo y que pondrán aún más en peligro la seguridad nacional.
Lo mismo cabe decir en relación con los gobernantes y la población palestina (no solo la del territorio ocupado, sino incluyendo también a los casi dos millones de árabes israelíes, convertidos desde hace décadas en ciudadanos de segunda categoría, que Lieberman siempre ha visto como una quinta columna). A la Autoridad Palestina le va a resultar mucho más difícil coordinarse, ya sea para hacer frente a la amenaza yihadista o para frenar escaladas violentas indeseadas, con una institución comandada por quien los trata como enemigos que deben ser erradicados.
En esa misma línea, cabe imaginar que las relaciones de Israel con su principal valedor internacional, Estados Unidos, también estarán sometidas a una mayor tirantez, precisamente en el momento en que se están negociando los detalles del paquete de ayuda que Washington prestará a su aliado en la próxima década (por encima de los 4.000 millones de dólares anuales, si se confirman las previsiones actuales). Netanyahu se arriesga a que el nombramiento de Lieberman tensione dichas negociaciones con una Administración con la que ha tenido ya variados desencuentros, aunque seguramente confía en que Obama no pueda bloquear el proceso al estar a punto de abandonar la Casa Blanca.Netanyahu tampoco ha tenido reparos en volver a jugar a su antojo con su vecino egipcio, con quien había tratado de construir una cierta relación de confianza desde la llegada al poder del golpista Abdelfatah al Sisi. El rais egipcio ha quedado ahora desairado, emitiendo un comunicado de apoyo a la idea de los dos estados y a la iniciativa francesa para organizar una nueva conferencia internacional, tras haber entrado en un juego en el que también han participado Washington y París para relanzar el proceso de paz israelí-palestino. Por su parte, y a pesar de los desaires, EE.UU. sigue devanándose para sacar adelante un nuevo plan de seguridad que dé la suficiente tranquilidad a su aliado para adentrarse en una verdadera negociación que permita la creación de dos estados. Francia, mientras tanto, se apresta a celebrar una nueva conferencia internacional que debe llevar a la mesa a muchos actores implicados (pero sin seguridad, cuando se cierra este texto, de que asistan los representantes israelíes y palestinos), en un ejercicio condenado a la irrelevancia.
El golpe de efecto que ha supuesto el nombramiento de Lieberman le sirve a Netanyahu para reforzar su supuesta imagen de moderado, mostrándose como el único que puede frenar las derivas radicales de parte del electorado y la clase política israelí. Pero también le sirve (o, al menos, eso debe de creer) para prolongar su supervivencia en un puesto desde el que doblegar a unos oponentes que parecían a punto de engullirlo, reforzar su imagen de hábil componedor de mayorías parlamentarias y hasta garantizar el apoyo de cualquier presidente de Estados Unidos más allá de la empatía/antipatía personal que pueda haber entre ambos.