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Limitaciones de la respuesta humanitaria global ¿Son necesarios más cascos?

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(Radio Nederland)
La sensación de malestar, de no haber estado a la altura de las necesidades de una crisis como la de Haití en las primeras semanas tras el desastre, está bastante generalizada en el sector humanitario. Y ello ha provocado algunos fenómenos curiosos que vale la pena analizar.

¿Cascos de colores?
Al calor de los debates sobre la necesidad de mejorar los mecanismos internacionales de respuesta ante desastres que se han suscitado tras el caos en la primera fase de la crisis haitiana, se han vuelto a poner sobre el tapete algunas propuestas que, aunque movidas por supuesto afán solidario, plantean serias dudas sobre que sean las más convenientes para resolver los problemas y carencias de la respuesta humanitaria global. Algunas de ellas, como la de los llamados «cascos rojos», estuvo incluso a punto de debatirse en la reciente Conferencia para la reconstrucción de Haití, y otras como la de los «cascos blancos» también ha participado en las tareas de asistencia tras el terremoto. ¿De dónde surgen tantos cascos? ¿Es eso lo que se precisa para la mejora de la acción humanitaria a escala global? ¿Son cascos lo que se necesitan? ¿No ha habido muchos cascos verdes de los marines estadounidenses y de tropas de otros países?

La iniciativa de los cascos blancos se remonta a la década de los noventa y fue realizada por el gobierno argentino a la Asamblea General de la ONU en el año 1994 y a la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1998. Con ella, el gobierno de Carlos Saúl Menem pretendía, en un remedo de los cascos azules, crear un organismo especializado en las tareas de asistencia humanitaria especialmente en los casos de desastre natural. Desde entonces, esta propuesta ha tenido un escaso desarrollo y ha logrado sumar algunos apoyos, pero no los suficientes como para convertirse en un referente en el sector, y mucho menos, en entidad que pudiera tener cierto liderazgo en la asistencia de emergencia. Los diversos gobiernos argentinos han prestado cierto apoyo a la iniciativa pero nunca en magnitud suficiente como para hacer que otros países o sectores la tomaran en consideración. En este sentido, y pese a que algunas Resoluciones de la Asamblea General de la ONU apoyan la labor de los cascos blancos, al día de hoy se trata de una institución básicamente argentina que dista mucho de ser lo que pretendían sus auspiciadores en los años noventa.

Al otro lado del Atlántico y varios años más tarde, la ex Ministra francesa Nicole Guedej también propuso la creación de otros «cascos», en este caso rojos, para tareas muy similares a las que se habían previsto para los blancos. Y con un alcance global. Con una retórica que pretende que estos cascos rojos sean una especie de «hermanos humanitarios de los cascos azules», la osadía de la antigua Secretaria de Estado francesa, y el hecho de que convenciera al Presidente haitiano Jacques Préval para difundir conjuntamente su iniciativa y presentarla ante el Secretario General de la ONU, ha concedido en los últimos días cierto protagonismo a la misma y a punto ha estado de ser debatida por los estados participantes en la Conferencia de Nueva York. Finalmente, la propuesta no ha pasado de ser una anécdota más o menos oportuna (u oportunista, según se quiera) al rebufo de la Conferencia, y ha sido tomada por muchos como una mera ocurrencia con poca sintonía con las tendencias de la reforma humanitaria.

Mejorar la respuesta civil y la profesionalidad

Por ello, aún reconociendo que ambas ideas de «cascos» responden a necesidades que se detectan en cada gran catástrofe, y que ponen en cuestión las capacidades de la comunidad internacional para responder adecuadamente a ellas,  las propuestas de esos cuerpos de intervención en emergencias no han despertado grandes apoyos en la comunidad humanitaria, ni parecen ser las respuestas adecuadas para cubrir las carencias del sistema internacional. Por otra parte, el sector humanitario es bastante proclive a este tipo de ocurrencias por parte de diversos actores políticos, que tratan de aprovechar la enorme visibilidad y buena imagen que pueden otorgar las tareas solidarias tras las emergencias. Y en el pasado ha habido otras. Conviene recordar que el propio Tratado de Lisboa que entró en vigor el primero de enero de 2010 recoge de modo sorprendente en su articulado la creación de un servicio voluntario juvenil europeo para la ayuda humanitaria. Sorprendente, pues el voluntariado no aparece en ninguna otra disposición del Tratado y el que lo haga en uno de los sectores que más se ha profesionalizado y que necesita de mayor especialización técnica no está justificado. La mayor parte de organizaciones humanitarias y los propios funcionarios de ECHO (Dirección General de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea) criticaron esta inclusión pero, finalmente, ese voluntariado se incluyó en el Tratado y en algún momento se desarrollará.

La urgencia por mejorar los dispositivos internacionales para las emergencias es clara, pero debe partir, como al menos intenta la reforma humanitaria puesta en marcha por la ONU, de un diagnóstico más profundo de dónde están las carencias y de cuales son las capacidades. Y entre estas capacidades están las de las organizaciones de la sociedad civil y de las ONG tanto en los países afectados por emergencias como en los donantes. Y no se trata de enviar más cascos de colores. Se trata de reforzar los medios de las sociedades civiles y de los países afectados. Y cuantos menos cascos,… mejor.

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