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Libia: prueba de fuego para la comunidad internacional

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Texto para Real Instituto Elcano, ARI N. 51
Madrid, 14 de marzo de 2011

Tema: Análisis de las posibilidades de que se lleve a cabo una intervención internacional, que incluya medios militares, para frenar la violencia que se está produciendo en Libia.

Resumen: En contra de lo inicialmente esperado, Muamar al Gadafi no ha sido barrido del escenario político por la oleada de revueltas impulsadas por diferentes actores libios que desean un cambio de régimen. Por el contrario, los datos más recientes apuntan a que, en el terreno militar, no solo ha logrado frenar el empuje de los grupos que se han rebelado contra él, sino que ha recuperado algunas posiciones que parecían ya sólidamente en manos de la oposición y hasta podría terminar por inclinar la balanza a su favor. La grave crisis humanitaria que se ha producido y los crímenes de guerra ya cometidos podrían ser argumentos suficientes para impulsar una intervención internacional que ponga fin a la violencia. Aunque se van acumulando declaraciones en ese sentido y se hacen visibles algunos preparativos militares, nada permite concluir que la comunidad internacional, más allá de la ya aprobada Resolución 1970 del Consejo de Seguridad de la ONU, esté en condiciones de implicarse directa y militarmente en la resolución del conflicto. El problema añadido es que, una vez que los más significados actores nacionales e internacionales se han declarado abiertamente en contra de Gadafi, nos encontramos ahora ante una situación que ofrece pocas salidas si finalmente el dictador libio no es derrotado por sus adversarios.

Análisis
Por desgracia, la posibilidad de que en pocas fechas el inefable Muamar el Gadafi pueda aparecer en las pantallas de todo el mundo, proclamando su victoria sobre quienes se han atrevido a retar su liderazgo, aumenta cada día que pasa. En contra de los apresurados pronósticos iniciales -que llevaron a confundir a Libia con Túnez o Egipto, sin querer reparar en la naturaleza intrínsecamente violenta del coronel revolucionario-, Gadafi se ha mostrado decidido a presentar batalla hasta las últimas consecuencias contra sus nuevos enemigos. Tras reponerse del primer impacto provocado por una movilización tan multifacética como atomizada -en la que confluyen ciudadanos ansiosos de respirar libremente con desertores del régimen de última hora, que buscan un nuevo barco que les permita seguir flotando-, Gadafi y sus leales comienzan a sentirse en condiciones de evitar la debacle. Su mera supervivencia política es, sin remisión, una opción indeseable para quienes se han mostrado encantados con su posible eliminación, tanto dentro del país -porque temen, con razón, un castigo insoportable- como fuera -aunque solo sea por las enormes dificultades que supondría recuperar la interlocución con quien ha vuelto a ser tildado de loco o genocida.

Obligados a considerar este tipo de situaciones, conviene determinar dónde está cada uno de los actores implicados en este peligroso juego, considerando de entrada que ninguno de ellos está en disposición de imponer su agenda a los demás. Por una parte, los que se han atrevido a levantarse contra el dictador se caracterizan mucho más por sus carencias que por sus capacidades. En términos políticos apenas han logrado controlar las divergencias internas para constituir finalmente un Consejo Nacional de Transición Interino (CNTI) en el que se han acomodado Mustafa Abdel-Jalil (ex ministro de Justicia), como cabeza visible, Abdel-Hafidh Ghoga (abogado, especialista en derechos humanos), como portavoz, y Omar el Hariri (militar que acompañó a Gadafi en la revolución de 1969 y fue posteriormente encarcelado por enfrentarse a su poder), como jefe del Departamento de Asuntos Militares(1). Militarmente sus activos son el resultado de una desordenada confluencia de milicianos de comités locales de liberación y militares de algunas unidades rebeldes, todos ellos con escaso armamento e instrucción. Aunque las imágenes de ciudadanos libios atentos a las indicaciones de algún instructor en el manejo de armas tratan de transmitir la idea de que el pueblo se suma a la revuelta, una lectura más realista habla de la falta de capacitación técnica de estos combatientes para enfrentarse a las unidades leales a Gadafi.

Por su parte, tres semanas después de haber comenzado la rebelión, Gadafi parece conservar de su lado a las unidades más operativas de unas fuerzas armadas estimadas en unos 75.000 efectivos. Aunque nunca se han distinguido precisamente por su alto nivel de eficacia, cabe destacar que algunas de estas unidades -como la Brigada 32(2)- son comparativamente mejores que las que puedan oponer los rebeldes. No cabe olvidar, además, la existencia de milicias de jóvenes instruidos desde niños en el apoyo al régimen y de una multiplicidad de mercenarios habituales en las filas de Gadafi. Por último, también parece estar bajo su control la práctica totalidad de la fuerza aérea y las unidades acorazadas con mayor poder ofensivo. Todo ello le otorga bazas importantes para resistir el envite que han planteado quienes consideran que sus casi 42 años de poder totalitario han sido más que suficientes.

Ninguno de los dos bandos enfrentados parece estar en condiciones de lograr una victoria definitiva en el campo de batalla. En todo caso, en medio de la incertidumbre que rodea a todo lo que ocurre estos días en el terreno, algunas cosas parecen claras:

–    Hasta ahora no se han registrado enfrentamientos en fuerza, sino únicamente escaramuzas y momentáneas ocupaciones de localidades, aunque el coste para la población civil ya sea intolerable.
–    El país vuelve a mostrar abiertamente sus fracturas internas, recordando que solo la colonización italiana obligó a convivir a los habitantes de la Cirenaica y de la Tripolitania (sin olvidar a la desértica región de Fezzan, al sur). Hoy los rebeldes reclaman a Bengasi como su capital, mientras Gadafi conserva su poder en Trípoli.
–    Ambos bandos son conscientes de que no disponen de los medios necesarios para lanzar una ofensiva que pueda derrotar sin paliativos a su oponente. Además de carecer de las fuerzas combatientes para ello, la franja desértica que separa ambas entidades los disuade de lanzarse a una aventura tan arriesgada, sin bases logísticas sólidas y sin apoyos fiables en el territorio del oponente (actuando como una especie de quinta columna).
–    Una clave no menor de la actual confrontación violenta es la que afecta a las tribus libias, afectas desde hace años al régimen de Gadafi en la medida en que han podido garantizar el disfrute de determinados beneficios, tanto económicos como políticos(3). Su realineamiento depende en gran medida de cálculos muy pragmáticos, en tanto que se inclinarán hacia uno u otro lado según consideren en que bando pueden obtener mejores réditos de su apuesta.
–    Visto así, el escenario más probable es el de una guerra civil más o menos prolongada, en la que cada parte atesora fuerzas suficientes para garantizar su supervivencia y una base económica nada despreciable para sustentar un cierto nivel de poder(4). La posibilidad de una escisión de Libia en dos entidades autónomas no puede ser descartada en modo alguno.
–    Es bastante probable que si esa situación se enquista, Libia -con sus casi 2.000 kilómetros de costa mediterránea y sus fronteras con Túnez, Argelia, Níger, Chad, Sudán y Egipto- termine siendo un foco de amenazas no solo para sus ciudadanos, sino también para el conjunto del área euromediterránea y saheliana.

Mirando al futuro
Llegados a este punto, da la impresión de que la comunidad internacional se ha metido en un túnel en el que no encuentra fácil salida. En un principio -más por considerar que la balanza pronto se inclinaría a favor de los rebeldes que por un prurito ético o por remordimientos de conciencia- apostó explícitamente por la caída de Gadafi. Así se entienden tanto las declaraciones de algunos gobernantes, con Barack Obama a la cabeza, como la unanimidad para aprobar la Resolución 1970 del Consejo de Seguridad de la ONU, o las manifestaciones de la Corte Penal Internacional sobre la apertura de un expediente de investigación contra el dictador libio y sus secuaces.

Esta aproximación a la crisis libia contaba con que, al igual que había ocurrido con Ben Ali y con Hosni Mubarak, Gadafi ya era cosa del pasado y que sus días, por tanto, estaban contados. Del mismo modo que en su día muchos optaron por cortejar al coronel libio, en una desenfrenada carrera por garantizarse un suministro energético de alta calidad y por participar en los negocios que se derivaban de los ambiciosos planes de modernización anunciados por el régimen, ahora se volvían a repetir juicios similares a los que se emitían cuando, hasta finales de 2003, era identificado como un «proliferador» de armas de destrucción masiva y un promotor de terrorismo internacional.

Por momentos parecía haber una verdadera voluntad por intervenir directamente para acelerar el fin del régimen de Gadafi. La alarma creada por la grave crisis humanitaria y la constatación de unos crímenes de guerra que iban en aumento, procuraban un sustrato que apuntaba a una pronta intervención militar.

La realidad actual (10 de marzo de 2011) apunta, sin embargo, a que hemos llegado a una situación de impasse, conscientes de que lo realizado no es suficiente, de que solo una intervención militar puede tener efectos decisivos y de que, por encima de todo, no existe una voluntad política para implicarse hasta ese punto. El problema central desde la perspectiva internacional es que si no se produce una intervención militar directa existen grandes posibilidades de que Gadafi no solo supere el reto al que se enfrenta, sino de que vuelva a controlar, al menos, una parte importante de Libia. En ese caso, los gobernantes que se han manifestado abiertamente en su contra se convertirán de inmediato en el hazmerreir de sus propias opiniones públicas, criticados como inoperantes para frenar a un dictador al que han cortejado durante tanto tiempo.

Además, es fácil imaginar las dificultades que tendrán esos mismos gobernantes para restablecer las relaciones con ese mismo Gadafi, forzados a volver a tratarlo como un igual, cuando ya se habían convencido (¿fallo de evaluación de los servicios de inteligencia?) de que estaba al borde de la derrota. Por otra parte, nada cuesta imaginar que si Gadafi resiste, muy pronto se encargará de aplastar a quienes durante estas semanas haya identificado como desleales. El panorama que abre, por tanto, la no intervención, abandonando la idea de forzar manu militari que la balanza se incline decisivamente a favor de los rebeldes, supone unos costes innegables en términos de imagen y de defensa de intereses.

Pero, actuar -sobre todo si es activando medios militares- dibuja una perspectiva aún más problemática. En primer lugar, porque la actual Resolución 1970 no da cobertura a esa hipótesis(5). Sería necesario, en consecuencia, lograr la aprobación de una nueva Resolución que, con referencia en este caso al artículo 42 de la Carta de la ONU, permita emplear la fuerza armada contra quienes amenacen la paz y la seguridad en Libia. Visto en perspectiva, puede entenderse que la unanimidad de la 1970 responde al convencimiento generalizado de que a Gadafi le quedaba muy poca capacidad de resistencia frente a sus adversarios y que, por tanto, ninguno de los 15 miembros del Consejo de Seguridad corría ningún riesgo alineándose con la opinión mayoritaria.

Hoy, por el contrario, la posibilidad de aprobar una nueva Resolución que legitime el uso de la fuerza es una tarea mucho más compleja. Y esto es así no solo porque existen fundadas sospechas de que Rusia y China utilizarían su derecho de veto para impedirlo, sino porque ningún otro de los posibles implicados en esa futurible operación militar tiene realmente deseos de verse atrapado en tal tesitura.

Así podemos pensarlo de Estados Unidos -un país que no importa ni un solo barril de petróleo de Libia-, suficientemente escarmentado de las consecuencias de ejercicios similares en Afganistán e Irak. Sencillamente, Washington no tiene hoy ni la capacidad militar ociosa ni la voluntad política para implicarse en un nuevo frente de batalla de evolución impredecible. La posibilidad de ver a soldados estadounidenses pisando en fuerza suelo libio es, por ahora, nula. No cabe dejarse engañar por el hecho de que Estados Unidos (y algunos otros países) haya movilizado algunos buques de guerra hacia la zona, en un clásico ejercicio de intimidación que obliga a considerar todas las opciones; pero que está dirigida, en el mejor de los casos, a reforzar la imposición del embargo de armas decretado por la Resolución 1970, a realizar alguna tarea humanitaria o al rescate de nacionales que puedan quedar atrapados en la lucha.

Si esto se aplica a Estados Unidos, con mucha mayor razón sirve para el resto de los países occidentales y de organizaciones internacionales (sea la Unión Europea, la Liga Árabe o la Unión Africana). En esencia, ninguno de ellos está en condiciones de asumir, ni en solitario ni en ningún marco multilateral, el liderazgo de una empresa de estas características. Poco importa en estas circunstancias que, ya desde 2005, contemos con el -por otra parte, controvertido- principio de «Responsabilidad de Proteger», que obliga a la comunidad internacional a actuar cuando un Estado no quiere o no puede garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Si hubiese voluntad política para aplicar sus criterios de activación(6), el caso libio parece uno de los que más claramente se ajustan a este imperativo que, en su origen, respondió a un intento por liberarse de la incomodidad producida por la pasividad con la que la comunidad internacional asistió en su día a atrocidades como las cometidas en los Grandes Lagos, conjurándose para evitar que «nunca más» volviera a pasar lo mismo.

Intervención, sí (pero no militar)
A pesar de las enormes dificultades para poner en marcha una respuesta militar contra Gadafi, la comunidad internacional no puede permanecer ensimismada por más tiempo. Mientras se siguen debatiendo diversas opciones, la violencia está provocando efectos reales contra la población libia y las opciones de Gadafi ganan enteros cada día que pasa. Convencidos, por tanto, de que algo hay que hacer, el abanico de opciones se circunscribe básicamente a:

–    Presentar una nueva propuesta de Resolución (como Francia y Gran Bretaña parecen estar dispuestas a hacer) que incluya la posibilidad de utilizar la fuerza para imponer la paz en Libia. A día de hoy, es muy improbable que esta iniciativa pueda recibir el apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU, pero podría tener utilidad política, aunque solo sea para obligar a Rusia y China a asumir sus responsabilidades, con la dificultad que tendrán de verse identificados como potencias más preocupadas por cerrar la puerta a cualquier injerencia en asuntos internos (pensando en ellas mismas), que en la suerte que puedan correr los civiles expuestos a la masacre. En todo caso, una de las vías de salida más a mano para ambos países, que se han mostrado explícitamente contrarios a una Resolución de este tipo, es alinearse con los propios dirigentes libios del CNTI, que han rechazado frontalmente una intervención militar foránea.
–    Aumentar el despliegue naval en torno a Libia, con la intención de hacer más creíble el embargo de armas, llevar a cabo alguna actividad humanitaria y asegurar la salida de ese país de ciudadanos de diversas nacionalidades. Así lo han hecho ya, entre otros, los chinos y los británicos, mientras otros países (entre ellos España) parecen inicialmente dispuestos a adoptar medidas similares, aunque no hayan tomado todavía una decisión parecida, a la espera de una nueva Resolución de la ONU que legitime un paso de esas características.
–    Mantener el despliegue de los sistemas aéreos de alerta temprana (AWACS) de la Alianza Atlántica, en su calidad de medios de información de primera mano sobre movimientos de tropas en el territorio libio, tanto aéreos como terrestres.
–    Atender las necesidades humanitarias de las personas que logren salir de Libia por las fronteras tunecina y egipcia, y mantener el puente aéreo que permita devolverlas a sus lugares de origen. La opción de abrir corredores humanitarios en el interior de Libia es muy improbable, porque en términos formales supone una violación de la soberanía nacional en un contexto que exigiría la voluntad firme de utilizar la fuerza si fuera necesario para imponer su apertura.
–    Entregar armas a los rebeldes, así como asesoramiento e instrucción militar de sus efectivos. Esta es una medida mucho más delicada, tanto porque vulnera la propia Resolución 1970 como porque equivale a tomar partido de manera inocultable por uno de los bandos enfrentados, sin garantía alguna sobre el destino final de las armas que pudieran suministrarse. El problema se agudiza si, finalmente, ese bando fuera derrotado, por las represalias que en su caso podría tomar el bando vencedor sobre los suministradores de tales armas(7).
–    Aplicar una zona de exclusión aérea en todo el espacio aéreo libio. Esta medida no está contemplada en la Resolución 1970, por lo que su posible aplicación queda supeditada a la aprobación de una nueva (con los problemas ya señalados anteriormente). Para ser mínimamente efectiva, debería impedir que tanto los aviones como los helicópteros pudieran moverse libremente por el espacio aéreo libio, lo que exige un esfuerzo sostenido y con un despliegue de medios que obligaría a contar no solo con la fuerza aérea embarcada en los buques actualmente desplegados frente a las costas libias, sino también con otros localizados en distintas bases áreas en territorio europeo(8).

Desde una perspectiva militar el establecimiento de una zona de esta naturaleza obliga, como mínimo, a realizar operaciones de fuerza (bombardeos aéreos y artilleros y, en su caso, operaciones terrestres a cargo de unidades especiales) para desmantelar las defensas antiaéreas del adversario contando, además, con algún tipo de colaboración de los Estados árabes vecinos. Se incluye aquí no solamente la artillería antiaérea que pueda desplegar Gadafi, sino también los centros de mando y control y los sistemas de radar que complementan toda defensa contra este tipo de ataques. Dicho de otro modo, implica asumir un alto riesgo tanto de que se produzcan bajas propias como de provocar daños a la población civil si, como podría sospecharse, Gadafi trata de salvaguardar su capacidad defensiva desplegándola en centros urbanos, utilizando a la población como escudo.
Un cálculo frío sobre una medida como esta puede determinar que, en términos prácticos, el riesgo que se asume no se corresponda con los resultados que previsiblemente se alcanzarían. En definitiva, como ya aprendimos con la aplicación de una medida similar contra las fuerzas iraquíes leales a Saddam Husein durante los años 90 del pasado siglo, aunque Gadafi no pudiera utilizar sus medios aéreos, todavía podría conservar una alta capacidad terrestre para provocar un daño insoportable tanto para la población civil como para quienes se hayan rebelado contra él.
–    Lanzar una operación terrestre que se sume a la desarrollada por los rebeldes, con el fin último de derrotar a las fuerza leales a Gadafi y provocar su caída. Probablemente esta sería, stricto sensu, la medida militar más efectiva para poner fin al régimen de la jamahiriya libia, dado que la previsible superioridad tecnológica y operativa de las fuerzas atacantes les permitiría imponerse a las unidades leales a Gadafi sin grandes contratiempos.
En todo caso, es una opción legal y políticamente impensable hoy. Una vez más, sería necesario contar con el respaldo de una nueva Resolución de la ONU y tendría que activar una voluntad política actualmente inexistente entre los países que deberían aportar sus medios para embarcarse en una operación convencional que, para asegurar su éxito, implicaría un considerable despliegue de medios aeronavales y terrestres.

Conclusiones
Los libios, al igual que el resto de la ciudadanía árabe, están mostrando su firme voluntad por derribar a un régimen que no les permite gozar de unas condiciones de vida digna, en un marco que asegure el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales. De momento lo están haciendo con sus propias fuerzas y, en contra de las primeras evaluaciones sobre la situación en el terreno, no parece que estén cerca de lograr sus objetivos contra un dictador que retiene una considerable capacidad para doblegar a quienes se le oponen.

En esas condiciones, la comunidad internacional se debate, una vez más, entre optar por la defensa de los valores y principios que definen a las sociedades abiertas, procurando que también sean de aplicación en un país como Libia, o aferrarse a su tradicional defensa de la estabilidad a toda costa, aunque eso haya supuesto durante décadas el apoyo a gobernantes manifiestamente mejorables en todos los terrenos. En esta ocasión, el primer impulso ha sido de abierta condena a Gadafi, considerando que había llegado al fin de su periplo político. Así hay que entender tanto las declaraciones favorables al movimiento rebelde y a los nuevos líderes del Consejo Nacional de Transición Interino, como la aprobación de la Resolución 1970.

En todo caso, una vez que ese primer impulso ha desembocado en una situación en la que Gadafi parece haber recuperado un notable margen de maniobra contra sus oponentes, vuelven a ponerse de manifiesto las dificultades para asumir un mayor nivel de implicación en la resolución del conflicto libio, apostando tanto por la protección de la castigada población civil como por los que aspiran a iniciar una nueva etapa política en Libia. Cuando ya se ha mostrado insuficiente el esfuerzo realizado hasta ahora, y cuando se percibe que los rebeldes no están en condiciones de doblegar finalmente la resistencia del líder de la jamahiriya, parece llegado el momento de plantearse nuevas opciones, que incluyan (tal vez) la intervención militar.

A luz de los factores analizados en las páginas precedentes parece claro que no existe hoy la voluntad política necesaria para poner en marcha una intervención militar que permita asegurar la exclusión aérea del espacio libio, y mucho menos una operación militar terrestre. Obligados a hacer algo más -tanto por la presión de sus respectivas opiniones públicas como por la inquietud que genera la posibilidad de volver a encontrarse mañana con Gadafi como renacida máxima autoridad de Libia- se aceleran los movimientos diplomáticos en diversas instancias.

La ONU apunta a una propuesta franco-británica para impulsar una nueva Resolución más exigente (que incluya el uso de la fuerza para obligar a su cumplimiento); aunque todo indica que no conseguirá la aprobación del Consejo de Seguridad. La Unión Europea convoca un Consejo Europeo extraordinario, aunque se entiende que estará más centrado en impulsar un nuevo esquema de relaciones con los países del sur del Mediterráneo -con la denominación provisional de Asociación para la Democracia y la Prosperidad Compartida-, con aportaciones de fondos condicionados a los avances en términos de democracia y derechos humanos. La OTAN se reúne, asimismo, para debatir las medidas a tomar, contando con que si no se aprueba una nueva Resolución se verá ante la misma disyuntiva que se le planteó en su día, ante la falta de respaldo legal para lanzar la campaña de bombardeos aéreos contra el genocida serbio Slobodan Milosevic. No parece previsible que la Alianza Atlántica vaya a asumir la conducción de una nueva operación militar en esas condiciones.

Mientras tanto, los libios de ambos bandos siguen enfrentados. Desde fuera, la opinión dominante sigue siendo que lo que ocurre en Libia no es, a fin de cuentas, una amenaza directa ni contra la OTAN, ni contra la Unión Europea, ni contra Estados Unidos; por tanto, «lo mejor es que el problema lo arreglen entre ellos», sea lo que sea lo que eso signifique.

Notas:

1. Queda por conocer la suerte del general Abdel Fatah Yunis (ex ministro de Interior) que, aunque figura asimismo como miembro del Consejo, no parece haber logrado un puesto a la altura su ambición.

2. También denominada Brigada Khamis, por ser este el nombre del hijo de Gadafi que la lidera.

3. Entre las principales destaca la tribu Warfala, asentada en el este del país (con Bengasi como foco central), que se ha mostrado contraria a Gadafi. Este gesto tiene una alta significación política no solo porque rompe su largo compromiso con él -aunque ya en 1993 algunos de sus miembros se implicaron en un intento de derrocarlo- sino porque cuenta con un millón de miembros (en un país de apenas 5 millones, descontando a los trabajadores extranjeros). Gadafi se apoya fundamentalmente en la tribu Gadafa, con Sirte como referencia, de la que ha reclutado crecientemente a los miembros de sus unidades de combate más leales. En la región de Fezzan sobresale la tribu Megarha, aliada de Gadafi en su primera época pero hoy marginada del poder central.
 
4. En la Tripolitania destacan los yacimientos de gas y petróleo de Wafa y Elephant. En la Cirenaica, son muy importantes los de Nafoora, Messla y Sarir, conectados con los puertos de Tobruck, Marsa Brega y Ras Lanuf.
 
5. Aunque se encaja en el Capítulo VII de la Carta de la ONU, hace referencia explícita al artículo 41, lo que excluye el uso de la fuerza para obligar a su cumplimiento.
 
6. Existencia de autoridad legítima; causa justa; intención debida; último recurso; medios proporcionales y posibilidades razonables de éxito.
 
7. Existen indicaciones de que Egipto estaría planteando una medida de ese tipo, en colaboración con el gobierno tunecino, para armar a los rebeldes localizados en distintas zonas de la Tripolitania.

8. De especial importancia en este sentido es la existencia de un acuerdo firmado entre Italia y Libia, en 2008, por el que la primera se autoimpone la limitación de que su territorio no sea utilizado como base para ataques contra Libia. Roma sostiene actualmente que dicho acuerdo está suspendido (pero no anulado, dado que el Parlamento italiano, el único con competencia para tomar esa decisión, no se ha pronunciado todavía al respecto).

 

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