Las guerras ya no son lo que eran
(Para el País)
Cuatro años después del inicio de la desventura estadounidense en Iraq, y con el trasfondo de los más de veinte conflictos armados registrados cada año, tenemos un volumen suficiente de información para aventurar que las guerras de hoy, y sobre todo las de mañana, son ya otra cosa. Frente a la imagen imperante hasta el fin de la Guerra Fría de dos países enfrentados, con sus respectivos ejércitos como bazas principales para lograr en el campo de batalla los objetivos estratégicos, hoy, sin que ese modelo haya desaparecido, son los violentos conflictos intraestatales los más numerosos.
Visto desde la perspectiva occidental, todo apunta a un escenario de violencia en el que difícilmente se dará ya el choque directo y sostenido entre grandes masas de ejércitos. Para los privilegiados miembros de este club que disfruta de altos niveles de bienestar y de estabilidad estructural, entre ellos España, no se detectan en el horizonte amenazas directas en fuerza (lo cual no quiere decir que no se perciban otras como la nuclear o la terrorista).
Al mismo tiempo, cuando deciden emplear sus fuerzas armadas en operaciones alejadas de sus fronteras- que es el caso más frecuente, sea en el marco de la ONU, de la OTAN o de la UE- su actuación es, y será, muy distinta a la respuesta ante una amenaza al territorio nacional propio. En esta hipótesis el modelo de defensa sigue descansado, tanto en el terreno convencional como en el de las armas de destrucción masiva, en un poderoso aparato disuasorio, preparado, si llega el caso, para ejercer un castigo insoportable para cualquier agresor.
Lo relevante, a partir de este punto, es que las amenazas a las que ahora nos enfrentamos son globales (no conocen fronteras nacionales) y alimentadas por causas eminentemente sociales, políticas y económicas (lo que debería obligar a que las respuestas sean multilaterales y dando protagonismo a instrumentos de similar naturaleza que esas amenazas, antes que a los militares). Por otro lado, nos sitúa ante una conflictividad más compleja, que afecta sobre todo a los llamados Estados frágiles o fallidos (más de cuarenta, en los que se ha perdido el monopolio del uso de la fuerza y en los que el aparato estatal no puede, o no quiere, satisfacer las necesidades básicas del conjunto de su población), con guerras asimétricas o con situaciones de violencia difusa pero permanente. Vivimos, por una parte, una acelerada privatización del campo de batalla (con paramilitares, milicianos, guerrilleros, terroristas y “señores de la guerra”, sin olvidar a mercenarios/compañías privadas de seguridad, enfrentados entre sí y con los ejércitos regulares), lo que dificulta hasta el extremo la gestión de las crisis y su resolución. También constatamos un cambio en los patrones de violencia, que convierten a la población civil en objetivo explícito a destruir (en sangrante contradicción con la profusión de supuestas “armas inteligentes” y la idea insostenible de “daños colaterales”), así como una reconversión de esa misma violencia- históricamente vista como un instrumento al servicio de un objetivo político- en un fin en sí misma, en la medida en que otorga a quienes optan por ella un medio de vida mejor que cualquier otro a su alcance.
Visto así- y aunque perviva la amenaza nuclear y no se puedan lógicamente desatender los requerimientos de la seguridad nacional clásica- se plantea una exigencia insoslayable para adaptarse a los futuros escenarios de conflicto. A día de hoy la estructura, doctrina, instrucción, equipo, material y armamento de nuestros ejércitos están incomprensiblemente anclados en esquemas inadecuados, de tal manera que insisten en considerar sus intervenciones- las únicas reales- en lugares como Iraq, Afganistán, Haití o R D Congo como acciones ocasionales, para las que no se precisa una reforma profunda de las bases del modelo vigente. Se adoptan así decisiones políticas, con obvias implicaciones presupuestarias, que obedecen en gran medida a esquemas de seguridad trasnochados. A modo de ejemplo, la reciente apuesta británica por renovar sus capacidades nucleares no es sólo difícilmente compatible con su supuesta vocación por evitar la proliferación en ese terreno, sino que además desvía la atención, y la financiación, de las imprescindibles reformas de sus ejércitos. A pesar de las evidencias y de los fracasos- Estados Unidos, a pesar de su impresionante superioridad militar, no ha ganado la guerra ni mucho menos está ganando la paz en Iraq- la inercia (corporativa, política y empresarial) para mantener el rumbo habitual es muy poderosa. Eso mismo puede decirse de España y tantos otros, que siguen sin poner en hora el reloj de sus sistemas de defensa.
En el mundo globalizado en el que nos movemos, la defensa propia se juega en cualquier rincón del mundo. La mejor manera de actuar en el escenario de seguridad venidero es reforzando los mecanismos de alerta temprana y de acción rápida y atendiendo, con voluntad preventiva, a reparar las enormes brechas de desigualdad existentes. Si finalmente es preciso usar la fuerza, su eficacia depende esencialmente de la voluntad política para potenciar plataformas multilaterales (mejor la ONU que la OTAN) adaptadas a las amenazas y conflictos previsibles para mañana. Queda planteada así la urgencia de otra revolución de los asuntos militares.