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La reforma de las Operaciones de Mantenimiento de la Paz de Naciones Unidas: El Sáhara Occidental

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En los últimos años, diversos actores nacionales y la sociedad civil internacional han cuestionado los principios y la praxis de las operaciones de mantenimiento de la paz de Naciones Unidos. Con el fin de la Unión Soviética, las Naciones Unidas adoptaron un papel más relevante en la resolución y transformación de muchos conflictos en el Tercer Mundo, que habían sido alimentados por la confrontación de las dos superpotencias durante el periodo de la Guerra Fría.


En 1956 se desplegó la primera misión de paz en el Sinaí. Desde entonces, este tipo de operaciones se han venido basando en los principios definidos por Dag Hammarskjold y Lester Pearson: imparcialidad, uso mínimo de la fuerza, sólo en defensa propia y consentimiento de las partes. Inicialmente las misiones fueron diseñadas para apaciguar conflictos y tensiones que, en última instancia, podían desencadenar una confrontación a gran escala entre Este y Oeste. En este sentido, aunque los principios antes citados no estaban inicialmente en la Carta de Naciones Unidas, su desarrollo ad hoc fue la consecuencia de la necesidad de encontrar mecanismos para la pacificación de las disputas internacionales. Durante el periodo de la Guerra Fría, las operaciones de paz se limitaron a desplegar tropas internacionales, mayoritariamente de países pequeños o no alineados, separando a las partes enfrentadas y supervisando líneas de detención de las hostilidades.


En los años sesenta, el padre de la investigación por la paz, Johan Galtung, asoció el mantenimiento de la paz con su concepto de paz negativa, que definió como la ausencia de violencia directa. Galtung destacó que el papel de los «cascos azules» se limitaba a apaciguar pero no asumía la tarea de consolidar la paz, o promocionar la paz positiva, que relacionaba con la necesidad de llegar a resolver las causas estructurales y culturales del conflicto y transformar la relación entre las partes para alcanzar su reconciliación. Por otra parte, el pionero de los estudios sobre resolución de conflictos, John Burton, añadió que las operaciones de mantenimiento de paz tendían a institucionalizar el conflicto; dado que al poner más soldados en liza, la comunidad internacional evitaba afrontar las transformaciones necesarias para resolver los desequilibrios y las desigualdades que habían desencadenado el conflicto armado (la «provención» de conflictos).
Durante la década pasada, las Naciones Unidas adoptaron un papel más activo en el nuevo orden mundial. Durante los primeros años noventa se abrió una época de optimismo y de fe en la capacidad de Naciones Unidas para resolver conflictos. Los «cascos azules» incluso fueron galardonados con el premio Nóbel de la paz. Pero, demasiado pronto, los fracasos de las operaciones en la Ex-Yugoslavia, Somalia y Ruanda pusieron en evidencia que los principios Hammarskjold/Pearson no servían para enfrentarse a situaciones donde las partes no consentían plenamente con el despliegue de los «cascos azules» o no estaban dispuestas a aceptar las reglas de juego de Naciones Unidas. En consecuencia, se incumplieron incontables acuerdos de cese de las hostilidades (Angola, Bosnia…), mientras que, en otros casos, las partes firmantes no cooperaban con la misión de paz y obstaculizaban su desarrollo (Sahara Occidental…).


Los reiterados fracasos de Naciones Unidas ponen de relieve la necesidad de dar más atención e integrar los conceptos y teorías de la investigación por la paz y de la resolución de conflictos con la doctrina y práctica de las operaciones de paz. Aunque hay críticos que abogan por volver a los inicios, con la idea de que las operaciones de paz se limiten a promover la paz negativa, muchos son los que aún piensan que las Naciones Unidas pueden jugar un papel capital en la promoción de la paz positiva, también denominada la consolidación de la paz. En este sentido, teóricos como Fetherston han reclamado que las Naciones Unidas asuman las tareas relativas a la transformación de estructuras y discursos que fomentan la violencia, y muy especialmente los conflictos armados. Tras el fin de la confrontación entre bloques, los conflictos actuales son cada vez más asimétricos, con grandes diferencias entre las partes enfrentadas, relativas al apoyo económico, militar e incluso diplomático que reciben (el conflicto palestino-israelí o el del Sahara Occidental son buenos ejemplos de ello).


En 1997, el Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Annan, encomendó la elaboración de un informe a un panel de expertos, liderado por el diplomado argelino Lahdar Brahimi, sobre la necesidad de reformar las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas y de adaptar su práctica a los conocimientos y técnicas creadas por los estudiosos de la resolución de conflictos. Entre sus conclusiones, se hacia hincapié en la necesidad de que el Consejo de Seguridad adopte mandatos claros, realistas y practicables. Y que se dispongan de los medios y de la voluntad política para la implementación de estos mandatos. Este concepto está relacionado con la nueva doctrina británica- que ha sido también adoptada por la OTAN y las fuerzas armadas españolas-, que pone el énfasis en la idea del mantenimiento de la paz robusto. Esto supone un salto conceptual respeto a los esquemas de Hammarskjold/Pearson, ya que integra el uso de la fuerza y la promoción de incentivos para lograr el consentimiento de las partes a la implementación de los acuerdos de paz firmados.


Otros teóricos, como Tom Woodhouse, han puesto de relevancia que la promoción de los incentivos integran de lleno la práctica del mantenimiento de la paz dentro de las técnicas de la resolución de conflictos. Por otra parte, la amenaza o el uso de la fuerza, aunque más controvertido, a veces es un elemento imprescindible para forzar a las partes a cumplir con los acuerdos de paz y las resoluciones de Naciones Unidas; en particular, cuando las Naciones Unidas tienen que vérselas con regímenes despóticos y sanguinarios, que se benefician de la situación de impasse creada por el despliegue de los «cascos azules», para perpetuar relaciones de opresión y desigualdad.


La realidad de la práctica contemporánea de las relaciones internacionales, y de las estrategias diplomáticas de las grandes potencias mundiales, nos muestra que aún hay mucho camino por recorrer para que las Naciones Unidas asuman un papel relevante en la promoción de la paz positiva o de la consolidación de la paz. Cabe destacar, en esa línea, propuestas como la creación de las «boinas blancas» para promocionar el aspecto civil de las operaciones de mantenimiento de la paz. No obstante, como señala el informe Brahimi, previamente hay cuestiones importantes a resolver dentro del sistema de Naciones Unidas, como son una reforma interna que depure al personal incompetente y corrupto, una mejor financiación de las operaciones, la creación de un sistema eficaz de fuerzas de despliegue rápido y una representación más equitativa en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Como señala el citado informe, las Naciones Unidas pertenecen a toda la comunidad internacional y es a ella a la que deben rendir cuentas.


En este sentido, está en las manos de los miembros de las Naciones Unidas convertir a esta organización en el estandarte de un nuevo orden mundial basado en la utilización de los recursos no violentos para la resolución de disputas, que sea fidedigna con la carta de Naciones Unidas. Cuando las grandes potencias acuden a las Naciones Unidas solamente para legitimar sus opciones belicistas, o como medio para asegurar sus intereses estratégicos y geopolíticos (como muestran los casos de Iraq o el Sahara Occidental) la organización no puede cumplir con su mandato fundacional.


Vale la pena detenerse en el caso del Sahara Occidental para ilustrar las mencionadas limitaciones actuales de Naciones Unidas. La misión de Naciones Unidas en el Sahara Occidental fue una de las primeras operaciones que se desplegaron con el ocaso de la Guerra Fría. Su mandato consistía en la organización de un referéndum de autodeterminación para el pueblo saharaui, basándose en la doctrina de descolonización de Naciones Unidas (como la organización ya había reclamado a las autoridades españolas desde 1966) y en los principios fundacionales de la Unión Africana (entre ellos, la preservación de las fronteras coloniales, como base para la prevención de nuevos conflictos en el territorio africano). Después de más de 15 años, la misión no ha sido capaz de poner en práctica su mandato, y la organización de un referéndum es cada vez más improbable.


Desde el inicio de la gestación del plan de paz en 1987, las gestiones del secretariado de Naciones Unidas en el establecimiento de la paz han ido encaminadas a adaptar el plan a las exigencias de Marruecos, aliado de las potencias occidentales, aceptando de manera sistemática «el no consentimiento» de Marruecos con la aplicación del plan de paz. Cabe decir, a pesar de ello, que la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) aún ocupa una de las vicepresidencias de la Unión Africana. Aunque Naciones Unidas parece inclinarse por las tesis promarroquíes, apoyadas por Estados Unidos y Francia con el beneplácito argelino y la consternación aceptante del Frente POLISARIO, la adopción del actual plan Baker II, que prevé un referéndum con la participación de todos los residentes del Sahara Occidental, incluidos los que llegaron después de 1999, supone un varapalo para aquellos que abogan por el desarrollo de Naciones Unidas como mecanismo para la transformación positiva de los conflictos y de lucha contra las desigualdades.


La reforma de Naciones Unidas tendrá que construirse sobre la base de que la organización no puede solamente estar a merced de los intereses de las grandes potencias mundiales, si aspira a ser un instrumento efectivo, recogiendo la esencia de los principios Hammarskjold/Pearson. En este sentido, los analistas de las operaciones de paz y de la resolución de conflictos, alertan de los peligros de convertir a las Naciones Unidas en un foro de promoción de la pax americana, como el teórico Saleh ha recalcado. La promoción de esa pax americana se basa en la utilización, a veces perniciosa, de la terminología de las teorías sobre resolución de conflictos por parte de la diplomacia occidental que participa en las misiones de paz de Naciones Unidas. Como ejemplos ilustrativos de ello, basta recordar los comentarios de James Baker, en su condición de enviado especial de Naciones Unidas en el Sahara, con relación a la necesidad de llegar a una solución «win-win», al tiempo que su planteamiento obvia la falta de cooperación marroquí y la necesidad de llegar a una equiparación de las partes en un conflicto altamente asimétrico. En la misma línea cabe interpretar las declaraciones del embajador español ante Naciones Unidas, Inocencio Arias, al referirse al nuevo plan Baker como el mejor para las partes.
En definitiva, la resolución de conflictos no siempre puede interpretarse como «café para todos», sino que precisa medidas robustas mediante las cuales la comunidad internacional pueda presionar a las partes que firman acuerdos de paz, sin la intención de respetarlos, y con la intención de utilizar las operaciones de mantenimiento de la paz para preservar un statu quo que les favorece, aunque éste se convierta a la larga en una amenaza a la seguridad colectiva internacional.


En el caso del Sahara, los aliados de Marruecos en el Consejo de Seguridad defienden su apoyo a las tesis marroquíes como la estrategia del mal menor; esgrimiendo que los cambios en el Sahara podrían desestabilizar el régimen marroquí y acrecentar el auge del islamismo radical en África del Norte. Frente a esa postura, los estudiosos de la resolución de conflictos reflexionamos sobre los conflictos en función de su etiología: la peligrosidad que supone no dar voz o libertad a grupos oprimidos (el saharaui en este caso) o el malestar y la violencia que genera la situación de pobreza extrema en la que viven muchos marroquíes. La no autodeterminación del pueblo saharaui puede desencadenar una situación de desestabilización regional, que podría provocar una «palestinización» del Sahara.


Cabe preguntar a los dignatarios occidentales si, a largo plazo, este futuro encaja dentro de nuestros intereses geopolíticos y estratégicos. Mientras tanto, habrá que seguir luchando para convertir a las Naciones Unidas en un foro eficaz para la resolución de los conflictos internacionales con la participación y respeto de todos las pueblos, Estados y naciones.

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