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La política exterior del Presidente Barack Obama

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(Para El Correo)
Interesa resaltar, en todo caso, que todas estas especulaciones puedan cambiar rápidamente tras su toma de posesión en enero. Los problemas domésticos probablemente meterán a la política exterior de Obama en una camisa de fuerza, limitando su margen de maniobra en el ámbito internacional, especialmente a corto plazo. Sin embargo, EE UU ha pasado en una noche de ser el foco de frustración mundial a ser una bienvenida fuente de energía y entusiasmo renovado.

Es difícil imaginar una transformación más radical que la que se producirá con el cambio de inquilinos de la Casa Blanca el próximo 20 de enero, tanto por sus respectivas personalidades como por lo que representan George W. Bush y Barack Obama en términos simbólicos. Con Bush el país no ha conocido ni prosperidad ni paz. La elección de Obama representa algo que Estados Unidos (EE UU) necesita más que nunca: la esperanza de un liderazgo positivo y una imagen en el resto del mundo que iguale a su promesa histórica. Por primera vez en demasiado tiempo, la idea de que el país podría ser la “luz en la colina”- al menos en términos seculares- de repente no parece tan ridícula.

Aunque en clave de política concreta las diferencias específicas entre Obama y los republicanos no son tan grandes como el resto del mundo parece esperar, este cambio- entre dos personalidades con filosofías políticas tan contrarias- es real y marcará una nueva época. La nueva imagen estadounidense ofrecida por Obama, tanto interna como internacionalmente, será su mayor arma para poder elegir otro rumbo para su política.

El resto del mundo debe celebrar, apoyar y cultivar esta transformación del líder mundial. En relaciones internacionales, el clima en general suele ser más importante que las políticas específicas; las decisiones concretas siempre se pueden modificar, mientras que el “ambiente” internacional es mucho menos controlable. Con la llegada de Obama parece que el mundo vuelve a tener una base natural de ilusión, ausente desde el arranque de la “guerra contra el terror” en 2001. Después de siete años de vacas flacas, el mundo puede soñar ahora con siete vacas hermosas.

Obama no ofrece ninguna garantía de cambio radical en los objetivos específicos de la política exterior de Washington, pero sí ofrece esperanza en vez de miedo, y liderazgo en lugar de agresividad. Además, si la campaña electoral- una de las mejor organizadas y ejecutadas en la historia moderna- sirviera como una indicación de su capacidad de gestión, cabe esperar que el próximo presidente introduzca, por primera vez en este siglo, la buena gobernanza en el país.

Hay varias razones para que, a largo plazo, la política exterior de Obama pueda parecer decepcionante en términos de iniciativas específicas. Cualquier presidente estadounidense está limitado por el sistema político de Washington, necesitado de ajustar su propia agenda a los intereses ya establecidos. El caso de Obama no será distinto, incluso contando con la mayoría demócrata en ambas cámaras legislativas. La falta de un verdadero sistema parlamentario significa que el presidente disfruta de una gran flexibilidad ejecutiva, pero tiene poco poder legislativo.

Esta restricción a cualquiera ambición del próximo presidente será todavía más pronunciada debido a la nefasta situación actual de EE UU. La crisis económica, el déficit presupuestario y de cuenta corriente, las guerras en Iraq y Afganistán, los problemas estructurales del sistema sanitario y de seguridad social, la pobreza domestica y la dependencia del petróleo extranjero sólo son algunos de esos obstáculos. Obama tendrá que dedicar la mayoría de su tiempo a la gestión de crisis heredadas en vez de poder impulsar iniciativas propias.
Además, como demócrata, Obama tendrá que afrontar sospechas continuas sobre su patriotismo y su voluntad de defender los intereses nacionales. No es accidental que los presidentes republicanos (como Nixon o Reagan) hayan tenido más éxito diplomático que los demócratas liberales (como Kennedy o Carter). En este sentido, Obama necesitará todo su pragmatismo para no aparecer demasiado internacionalista o idealista: el país, sencillamente, no se lo permitiría.

Aparte de estas limitaciones, tampoco existen muchas razones para pensar que el 44º presidente de EE UU tiene una agenda que quepa tildar de revolucionaria. Lo que sí resulta claramente distinto es el método, su visión de cómo funciona- o debe funcionar- el mundo y el papel que juega Washington en este escenario. Hasta donde es posible evaluar a día de hoy, apuesta nítidamente por una estrategia de diálogo, por el multilateralismo y por la diplomacia.

Desgraciadamente, su lenguaje electoral no siempre ha sido consistente con esta visión tan prometedora. Obama se inclina por una retirada escalonada de las fuerzas estadounidenses en Iraq antes del verano de 2010; pero, aunque afirma que no quiere las “bases permanentes” de Bush, ha dejado claro que habrá una presencia militar “indefinida” para continuar la lucha contraterrorista. En realidad, la diferencia entre bases permanentes y presencia indefinida parece poco más que una disquisición semántica. También cabe enfatizar que Obama ha dejado clara su ambición de expandir las operaciones militares en Afganistán y- si fuera necesario- en Pakistán, identificados como el núcleo geográfico de la guerra contra el terror.

En cuanto a Irán, ha mostrado su voluntad de negociar abiertamente y “sin precondiciones” con Teherán, y ya ha conseguido el logro histórico (por primera vez desde la revolución iraní en 1979; aunque probablemente tendrá efectos contraproducentes en ciertos círculos estadounidenses) de ser felicitado por el Presidente Mahmoud Ahmadinejad.

Quizás el mayor cambio que cabe esperar será a un nivel inferior, traducido en su apoyo a los acuerdos multilaterales y en un enfoque más centrado en la diplomacia (“soft power”), pensando en restaurar la imagen de EE UU como un actor democrático y benigno. Esto puede resultar importante en, por ejemplo, el caso de Darfur- que ha identificado como una prioridad para su administración- y la postura de Washington sobre el cambio climático.

Interesa resaltar, en todo caso, que todas estas especulaciones puedan cambiar rápidamente tras su toma de posesión en enero. Los problemas domésticos probablemente meterán a la política exterior de Obama en una camisa de fuerza, limitando su margen de maniobra en el ámbito internacional, especialmente a corto plazo. Sin embargo, EE UU ha pasado en una noche de ser el foco de frustración mundial a ser una bienvenida fuente de energía y entusiasmo renovado.

A la espera de cuáles sean sus decisiones específicas en el área internacional, el primer éxito de Obama a nivel mundial deriva fundamentalmente del cambio que representa en términos de la fe en la voluntad y capacidad de Estados Unidos para la cooperación y el diálogo. Los estadounidenses han dejado claro que quieren cambiar el rumbo, y no se puede pensar en un símbolo mejor que el senador de Illinois.

Barack Obama en sí mismo es el cambio, la diferencia. Con todavía más de dos meses que quedan de la presidencia de Bush, Obama ya ha causado una renovada voluntad internacional para mirar hacía EE UU con esperanza y ambición. Si sigue actuando según su integridad personal, su carisma natural y su capacidad intelectual, los demás países deberán estar dispuestos a perdonar la falta de grandes cambios inmediatos su política exterior. Ahora toca ver si el resto del mundo desea entrar por la puerta que los estadounidenses abrieron el 4 de noviembre de 2008.

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