investigar. formar. incidir.

Menú
Análisis | Otros

La Paz Árabe-Israelí, clave de la seguridad euro-mediterránea

im21

(Para El Mediterráneo en el nuevo entorno estratégico, Cuaderno de Estrategia N. 125, Instituto Español de Estudios Estratégicos, Ministerio de Defensa)
INTRODUCCIÓN
La Unión Europea (UE) vive actualmente una etapa de notable aceleración en su intento por conformar una auténtica política exterior y de seguridad común, con su corolario específico en temas de defensa, que le permita convertirse en un actor de relevancia mundial y con capacidad para gestionar la globalización, al tiempo que se equipa para defender sus intereses y para hacer frente a las amenazas y riesgos, de carácter asimismo global, que definen el mundo de la postGuerra Fría. En ese proceso se ha ido asentando la percepción clara de que la seguridad europea está indisolublemente ligada a la seguridad del área mediterránea, entendida esta última como una cuestión que abarca tanto a la propia UE como al Magreb, Oriente Próximo y Oriente Medio. Así lo entendía ya a finales de los años setenta la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa , y así se ha venido asumiendo desde entonces hasta llegar a la puesta en marcha durante la década de los noventa de iniciativas, más o menos parciales, como el Diálogo OTAN-Mediterráneo, el Diálogo UEO-Mediterráneo o la más amplia de la Asociación Euro-Mediterránea (AEM).

Esta percepción, que se fundamenta no sólo en factores de proximidad geográfica, se ha ido haciendo progresivamente más evidente en la medida en que se han hecho cada vez más visibles los efectos contaminantes de los distintos focos de conflicto en la región euro-mediterránea (Sáhara Occidental, Chipre, tensiones greco-turcas, conflicto árabe-israelí, Iraq…) y de las crecientes brechas de desigualdad en todos los terrenos entre la orilla Norte, por una parte, y la Sur y Este, por otra. El estudio sobre las causas que generan los conflictos nos enseña que allí donde se manifiestan crecientes desigualdades, como es el caso en esta zona, no puede extrañar que se instaure un clima de inestabilidad estructural que puede derivar en estallidos de violencia o en conflictos abiertos, sean éstos locales o internacionales. Desde esa perspectiva, resulta inmediato concluir que el área euro-mediterránea constituye un ejemplo destacado de subdesarrollo económico, social y político, por lo que respecta a los denominados países mediterráneos no comunitarios (PMNC) , de inestabilidad interna y, como no podía ser de otra manera, de inestabilidad regional.

La agenda de seguridad regional, en consecuencia, es enormemente compleja, al tener que tratar con conflictos abiertos y otros larvados, en los que se manifiestan desajustes de naturaleza diversa y sin que exista un entramado suficientemente consolidado de canales de diálogo Norte-Sur, pero tampoco Sur-Sur, que sirvan para encontrar una solución a las controversias por medios pacíficos. Esa misma complejidad- que obliga a manejar instrumentos que van desde la diplomacia preventiva a las relaciones económicas y comerciales, pasando por la cooperación al desarrollo o el fomento de la integración regional- hace aún más difícil establecer un claro orden de prioridades para atacar en primera instancia los temas más espinosos. En cualquier caso, parecen existir pocas dudas de que el centro de atención preferente para mejorar la situación de la seguridad euro-mediterránea, en el que se aúnan la urgencia y la importancia de los temas a considerar, es el conflicto árabe-israelí.

El análisis de la preocupante situación en Oriente Próximo- una vez que se ha dado por abandonado el Proceso de Paz, nacido en Madrid en 1991- es una cuestión central para la seguridad en el área euro-mediterránea y para la seguridad europea. Con ese convencimiento de partida, las páginas que siguen pretenden, en primer lugar, reflejar la importancia que la resolución del conflicto árabe-israelí tiene para la seguridad europea. Adicionalmente, presentan un balance provisional de situación, en el que inevitablemente habrá que tener en cuenta lo acontecido en estos últimos tres años de Intifada palestina. Al mismo tiempo, analizan brevemente el marco internacional actual, tras las campañas militares contra Afganistán e Iraq, para tratar de enmarcar los esfuerzos por encontrar una vía de solución al problema árabe-israelí. El núcleo fundamental del texto es, en cualquier caso, el estudio de la actuación y objetivos de los actores en presencia (tanto internos como externos) en relación con la actual propuesta de una Hoja de Ruta, que aspira a convertirse en un intento definitivo por resolver el conflicto, junto a otras iniciativas más novedosas y extraoficiales como el Documento de Ginebra.

El carácter dinámico de los acontecimientos en la región constituye un problema para la redacción de un texto que, por exigencias del calendario editorial, debe cerrarse en diciembre de 2003 y que, por ello, puede quedar rápidamente superado en función de los cambios que se suceden continuamente. En todo caso, es un riesgo que debe ser asumido por quienes deciden centrar su atención en asuntos que están tan vivos como en el aquí nos ocupa y que, aún así, no deben renunciar a establecer unas conclusiones y unos comentarios prospectivos, al menos, provisionales.

EL CONFLICTO ÁRABE-ISRAELÍ Y LA SEGURIDAD EUROPEA
La resolución del largo enfrentamiento árabe-israelí- difícilmente puede hablarse en las circunstancias actuales de ningún proceso de paz en marcha- ya no es solamente una prioridad para Oriente Próximo, sino también una cuestión clave para la seguridad euro-mediterránea y para la agenda de la política exterior comunitaria, aunque sólo fuera porque la inestabilidad de sus periferias más inmediatas afecta directamente a su propia seguridad. A pesar de ello, es preciso reconocer que la UE no ha logrado hasta hora desempeñar un cometido relevante en la búsqueda de soluciones al más antiguo conflicto abierto en la zona. A su debilidad como actor en política exterior, derivada en gran medida de la permanencia de enfoques nacionales diversos, se une el permanente rechazo que los gobiernos israelíes muestran a los Quince por su supuesta inclinación pro-árabe , lo que dificulta extraordinariamente su intención de actuar como un intermediario honesto en cualquier dinámica de negociaciones.

Ante esta situación cabe adoptar un perfil bajo, de aceptación de los hechos consumados y de la actual relación de fuerzas, a la espera de que otros actores logren resolver en algún momento el conflicto. Se trataría de una actitud, bastante próxima a la realidad, que dejaría la definición de uno de los elementos básicos de la seguridad europea al albur de la evolución de variables y factores que Bruselas renuncia a controlar. Pero también cabe otra forma de enfocar la cuestión, aceptando en cualquier caso la realidad de que Estados Unidos es hoy por hoy el único actor externo capaz de influir en las dos partes enfrentadas, que pasa invariablemente por el reforzamiento de las capacidades comunitarias para poder hablar con una sola voz en el exterior. Sólo a partir de ahí será posible desarrollar las inmensas potencialidades que alberga la Unión Europea, como el ejemplo más exitoso de la historia en el terreno de la prevención de los conflictos.

La identificación del conflicto árabe-israelí como el más relevante de la agenda de seguridad euro-mediterránea no es baladí. Responde al convencimiento de que este viejo enfrentamiento tiene el potencial suficiente para contaminar y bloquear cualquier posible iniciativa euro-mediterránea. Basta con reseñar algunos rasgos que así lo demuestran:
– En la dinámica de confrontación entre Israel y los países árabes vecinos, la permanencia del conflicto es utilizada como excusa por algunos gobiernos de la región para tratar de justificar sus fracasos y su comportamiento. En el ámbito económico se pretende argumentar que si los resultados cosechados no son suficientemente positivos- lo que se traduce en una insatisfacción permanente de las necesidades básicas de la población- es únicamente por la necesidad de atender a unos mayores gastos de defensa contra el enemigo. En el sociopolítico, se intenta justificar asimismo la aplicación de políticas represivas contra la propia población y el reforzamiento de las medidas de control de los ciudadanos como necesidades ineludibles para permanecer vigilantes ante los enemigos que pretenden debilitar la cohesión nacional.
– Sirve, del mismo modo, para denunciar la aplicación de una doble vara de medida, con exigencias discriminatorias que hacen pensar en la impunidad de la que gozan algunos gobiernos que actúan contra valores o principios teóricamente instaurados en la comunidad internacional. Esta crítica no sólo dificulta el diálogo entre las partes enfrentadas sino que también contribuye al debilitamiento del entramado de la legalidad internacional y al deterioro de la imagen de los actores multilaterales, con la ONU en primer plano, encargados de la seguridad internacional. Por otra parte, contribuye a alimentar el discurso de quienes están interesados en fomentar un sentimiento anti-occidental y en promover la idea de una confrontación inevitable entre Islam y Occidente, al considerar que se aplican permanentes medidas discriminatorias contra los gobiernos y la población de confesión musulmana.
– Limita ostensiblemente cualquier intento por evitar la proliferación de armas de destrucción masiva y, en general, la carrera de armamentos que tiene en la región uno de sus más claros exponentes. La existencia de ese tipo de armas- especialmente las nucleares que Israel tiene, aunque nunca hayan sido formalmente declaradas, en sus arsenales- estimula los deseos de otros gobiernos para dotarse también de ingenios similares, con el tradicional argumento de que sólo se trata de compensar la amenaza que esas armas representan y de arrogarse el mismo derecho que los gobiernos israelíes aducen para dotarse de ellas.
– Desvía la atención y los esfuerzos que deberían volcarse en evitar el agravamiento de los altos niveles de pobreza y exclusión que afectan a un porcentaje muy significativo de la población de los países árabo-musulmanes de la zona. La dinámica de confrontación regional contribuye a bloquear la adopción por parte de los gobiernos respectivos de las necesarias reformas de los modelos políticos y económicos de estos países, imprescindibles para fomentar su desarrollo global y alejar la amenaza de que emerjan con mayor fuerza opciones rupturistas o directamente violentas.
– Como muestra bien a las claras la experiencia acumulada en el marco del Proceso de Barcelona, y al margen de que se hayan registrado determinados avances en las relaciones comerciales y financieras entre la UE y los PMNC, puede afirmarse que este conflicto ha impedido avances sustanciales en la cooperación en temas de política y seguridad.

Es conveniente detenerse con mayor detalle en las repercusiones negativas que el problema árabe-israelí provoca en la marcha de la Asociación Euro-Mediterránea por ser ésta la iniciativa más ambiciosa y global que Bruselas ha planteado en la región. Consciente de que sus esquemas anteriores- Política Global Mediterránea (1972-92) y Política Mediterránea Renovada (1992-96)- no habían logrado cerrar las brechas de creciente y preocupante desigualdad en el área euro-mediterránea y de que el peligro de un estallido generalizado se hacia cada vez más probable, los Quince pusieron en marcha (Barcelona, 27/28 de noviembre de 1995) la que entonces se vislumbraba como la fórmula definitiva para encarrilar sus relaciones con los PMNC . En su esencia, la AEM persigue como objetivo la creación de un espacio euro-mediterráneo de paz y prosperidad compartidas, articulando una cooperación con tres pilares básicos. Hasta ahora, el Proceso de Barcelona, en su triple articulación de los capítulos de cooperación (política y de seguridad, económica y financiera, y de diálogo social, cultural y humano) ha debido enfrentarse a un entorno complejo, en el que han quedado de manifiesto sus propias limitaciones para lograr tan deseado objetivo.

Mientras que en el capítulo comercial únicamente falta por cerrar la negociación con Siria para completar la firma de Acuerdos de Asociación Euro-Mediterránea entre Bruselas y la totalidad de los socios de la orilla Sur y Este, en el terreno de la seguridad apenas pueden reseñarse avances significativos (salvo en aquellos aspectos formalmente integrados en el capítulo tercero pero que por su naturaleza (persecución del narcotráfico, del crimen organizado o de los flujos migratorios irregulares) parecería más lógico incluir en el primero). La puesta en marcha de EUROMESCO o las actividades de formación para personal diplomático desarrolladas en Malta, no permiten ocultar la sensación de bloqueo en un capítulo en el que sigue pendiente todavía la aprobación de la Carta de Paz y Estabilidad para el Mediterráneo, objetivo que apenas debería ser más que el punto de arranque de una cooperación en estas materias que tendría que apuntar mucho más alto si realmente se quiere cubrir el objetivo último de hacer del Mediterráneo una zona más segura y más estable. Mientras que la Carta- en cuyo borrador se consagra el acuerdo sobre un conjunto de principios de actuación dirigidos a la creación de una confianza mutua que alivie las tensiones y facilite canales de diálogo permanente para resolver cualquier diferencia- sigue esperando unas condiciones políticas más favorables para su aprobación, el conjunto de los veintisiete países miembros de la Asociación siguen sin contar con ningún mecanismo eficaz de contacto regular para tratar temas de seguridad.

Si poco ha podido lograrse en el terreno de la creación de medidas operativas generadoras de confianza y seguridad, también hay que reconocer la imposibilidad de avanzar en un tratamiento conjunto al grave problema del terrorismo internacional. En este tema la paralización es producto de una extrema dificultad para encajar las diferentes interpretaciones que árabes e israelíes mantienen sobre la materia; lo que para unos son terroristas pasan a ser calificados como luchadores por la libertad para otros, mientras que la pretensión árabe de que sea contemplado como terrorismo de Estado la utilización de la fuerza por parte israelí es absolutamente inaceptable para estos últimos.

No se trata, en ningún caso, de reclamar que la AEM sea el vehículo para lograr la resolución de un conflicto tan grave como el árabe-israelí. De hecho, sus promotores ya percibieron, con realismo, que la Asociación sólo podía tomar altura en la medida en que los conflictos existentes en el área entraran en vías de finalización a través de sus propios mecanismos de negociación. Pero, en cualquier caso, queda en evidencia que el problema árabe-israelí tiene la capacidad para impedir no sólo el avance de la Asociación sino también, y eso es mucho más importante por lo que atañe a la seguridad europea, la mejora de la seguridad euro-mediterránea.

BALANCE DE SITUACIÓN
El año 1995 marcó un cambio de tendencia esencial en el Proceso de Paz que se había puesto en marcha en Madrid en octubre de 1991, con el arranque de la Conferencia de Paz patrocinada por Estados Unidos y Rusia y con la presencia en una misma mesa de los actores directamente implicados en el conflicto. Hasta ese momento y en el lado positivo cabe registrar la Declaración de Principios (Washington, 13 de septiembre de 1993), el acuerdo de paz entre Jordania e Israel (26 de octubre de 1994) y los Acuerdos de Oslo (el último firmado el 28 de septiembre de 1995), que posibilitaban la creación de la Autoridad Palestina (AP) y le otorgaban algunas competencias en diversas materias, incluyendo temas de seguridad y orden público. Sin embargo, esa senda de entendimiento, que llevaba al convencimiento de que incluso con violencia en las calles era necesario seguir negociando y manteniendo los canales de diálogo abiertos, se truncó drásticamente con el asesinato del primer ministro israelí, Isaac Rabin, a manos de un ciudadano israelí (4 de noviembre de 1995). Desde entonces, y a pesar de los cambios de gobierno producidos tanto en Israel como en Siria, Líbano o Jordania, no se ha logrado rematar la ingente tarea que supone poner fin a un conflicto que se mantiene abierto desde hace ya 55 años.

Por lo que respecta a Egipto y a Jordania no se ha conseguido la normalización plena de relaciones, de tal forma que la llamada «paz de los valientes» no se ha instaurado en el alma de los ciudadanos de estos países, ni tampoco de los israelíes, hasta el punto de que lo que mejor caracterizaría a la situación actual sería la imagen de una «paz fría». Por otro lado- y al margen de la decisión unilateral del gobierno israelí, en el marco de una contienda electoral, de retirarse de la zona de seguridad del Sur del Líbano tras casi veinte años de ocupación militar -, no se ha producido ningún avance en las negociaciones de Israel con Líbano y Siria para poner fin al estado de guerra que aún hoy define las relaciones entre estos tres países.

El caso palestino-israelí es, sin ningún género de dudas, el núcleo fundamental del conflicto regional. Abandonadas ya las esperanzas de ver cumplido el calendario acordado en Oslo, con un Periodo Transitorio que debería dar paso en la primavera de 1999 a un acuerdo de Estatuto Final, en el que se incluirían los temas más delicados del problema , el balance cosechado durante la década pasada se salda con un deterioro profundo de la situación en los Territorios Palestinos, visible tanto en el ámbito social como en el político o económico, y un mayor nivel de inseguridad para las dos partes enfrentadas. Cuando ya se han superado los tres años desde el inicio de la actual Intifada palestina la situación muestra un agravamiento generalizado que hace muy difícil, a corto plazo, entrever cómo se puede poner fin a la dinámica de violencia impulsada por los enemigos de la paz. Con más de 3.000 muertos palestinos (y 25.000 heridos) y más de 800 israelíes (además de unos 5.000 heridos) la agenda bilateral parece dominada hoy por el protagonismo de la violencia, en la creencia errónea de que el uso de la fuerza puede ser una vía eficaz para conseguir los respectivos objetivos de las partes enfrentadas.

Si algo enseña precisamente la amplia historia de violencia desencadenada en la zona- y esto era algo que tanto los dirigentes árabes como los israelíes parecían haber entendido a partir ya de la experiencia israelo-egipcia de 1978 y, sobre todo, de la puesta en marcha del Proceso de Paz-, es que por esta senda será imposible lograr solución alguna. Israel sabe que su superioridad militar le garantiza su supervivencia frente a cualquier posible coalición de fuerzas enemigas en la región, pero también ha entendido que por la fuerza no será nunca capaz de quebrar la resistencia de sus vecinos, sobre todo de los palestinos, ni de convencerlos de que deben aceptarlos como vecinos. Por su parte, los dirigentes árabes, tras las reiteradas derrotas militares sufridas, también parecían comprender que sólo a través de la negociación, que implica evidentemente el abandono de posturas maximalistas, sería posible poner fin al conflicto. Ese convencimiento, cuyo producto más visible es el Proceso de Paz, parece haberse quebrado a partir del acceso al poder en Israel del actual primer ministro conservador y líder del Likud, Ariel Sharon . Su estrategia de otorgar prioridad al uso de la fuerza, potenciada por el marco global de guerra contra el terror impulsado desde Washington, ha demostrado sobradamente que ni sirve a los intereses vitales de Israel ni ha permitido garantizar la seguridad de sus ciudadanos, al tiempo que ha otorgado a los enemigos de la paz en ambos bandos la posibilidad de bloquear cualquier iniciativa negociadora, con el argumento de que sólo habrá un regreso al diálogo cuando se termine la violencia.

Lo que se deduce de esta etapa, trufada de errores por ambas partes, es, en definitiva, que ni los palestinos han logrado acercarse más a su objetivo político de crear un Estado independiente, al tiempo que han sufrido un notable retroceso en sus ya bajos niveles de bienestar, ni los israelíes se han acercado a los suyos de ser reconocidos por sus vecinos en fronteras seguras y estables, de consolidar su posición entre los países más desarrollados (la Intifada está traduciéndose en los peores datos económicos de la historia israelí), ni de crear unas condiciones más seguras para la constitución de un hogar nacional para todos los judíos dispersos por el mundo. Mientras tanto, jordanos, egipcios, sirios y libaneses- por no citar a la totalidad e los países que conforman la Liga Árabe- están aún lejos de cerrar las heridas provocadas por su enfrentamiento con los israelíes y de aceptar su existencia como un vecino más en Oriente Próximo. Creer que medidas como la reocupación militar de zonas que ya habían sido transferidas a la Autoridad palestina, la construcción de un muro de separación, ilegal desde cualquier punto de vista, la eliminación física de dirigentes y militantes palestinos, o el castigo colectivo a los más de tres millones de habitantes de Gaza y Cisjordania (sea mediante la adopción de medidas de cierre de los Territorios o la destrucción de casas, infraestructuras o tierras de cultivo) pueden tener como resultado una aceptación pasiva del dominio israelí es querer desconocer la naturaleza del problema causado y la mentalidad de la población ocupada. Lo mismo puede afirmarse de quienes creen que la resistencia armada y la violencia suicida son instrumentos adecuados para lograr el objetivo de concretar las aspiraciones de independencia que albergan los palestinos.

En esta última década se han quedado también por el camino tímidas y limitadas iniciativas de paz (desde la planteada en el Informe Mitchell , hasta el Plan Tenet o la propia Hoja de Ruta, a la que se hará mención más adelante). La explicación de su fracaso no ha estado tanto en determinadas imperfecciones de su contenido como en la falta de voluntad para cumplir sus postulados y para dar una oportunidad a la paz. Quien tiene en esta situación una mayor responsabilidad, aún asumiendo que ambas partes han incumplido en diferentes ocasiones el contenido de los compromisos adquiridos más o menos formalmente, es quien ostenta la superioridad militar y quien controla en su totalidad el ritmo del proceso de relaciones. A lo largo del Proceso de Paz, al igual que en la actualidad, es Israel quien tiene la capacidad para cortocircuitar o facilitar el desarrollo de la vida social, política y económica de los Territorios. Por lo tanto, a la hora de demandar un cambio de orientación parece elemental suponer que debe ser el gobierno israelí quien dé un primer paso que rompa la negativa tendencia actual.

Nunca desde el inicio del Proceso de Paz ha parecido más lejano el momento de volver a la mesa de negociaciones y, sin embargo, es precisamente este clima de violencia ciega el que muestra claramente la necesidad de reclamar con urgencia un cambio de orientación, para dar una nueva oportunidad a la paz. No es necesario aumentar todavía más el número de víctimas para convencerse de que nadie logrará sus objetivos por esta vía; el uso de la fuerza no va a proporcionar a ninguno de los dos bandos una victoria definitiva. Ante esa urgencia parece detectarse una imposibilidad de las autoridades israelíes y palestinas para salirse de una senda que ellos mismos han contribuido directamente a configurar, atrapados como están en un discurso que aborta cualquier posibilidad de entendimiento. En estas circunstancias, es preciso ampliar la mirada para analizar hasta qué punto el contexto internacional y los principales actores mundiales pueden y quieren implicarse en un esfuerzo sostenido para encontrar vías de salida.

MARCO INTERNACIONAL TRAS LA CAMPAÑA DE IRAQ
Desde la perspectiva de la legalidad internacional debería bastar para resolver el conflicto árabe-israelí con establecer las condiciones para que se puedan aplicar las numerosas Resoluciones de la ONU referidas a este tema, con la 242 y la 338 en lugar destacado . El protagonismo de esta tarea debería, asimismo, recaer en la ONU, en su calidad de teórico actor de referencia en asuntos de seguridad internacional. Sin embargo, es evidente que la evolución de los acontecimientos, y la constatación de la debilidad estructural de la propia Organización de Naciones Unidas, obligan a pensar en otras vías y otros actores para tratar de encontrar una salida válida para poner fin a este trágico enfrentamiento. Entre estos últimos sobresale, por encima de cualquier posible comparación, los Estados Unidos.

Al margen de otras referencias históricas anteriores, conviene recordar que uno de los elementos centrales de la respuesta liderada por Washington contra el régimen iraquí de Sadam Husein, tras su invasión de Kuwait en el verano de 1990, fue buscar la colaboración de otros gobiernos árabes en la puesta en marcha de la mayor coalición militar desplegada desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba, entre otras motivaciones, de evitar la idea de un choque de civilizaciones, incorporando a países árabes al bando occidental, aun cuando su aportación militar no pasara de ser marginal en las operaciones que se desencadenaron, en el marco de la «Operación Tormenta del Desierto», a partir del 17 de enero de 1991. Para lograr esa colaboración árabe uno de los principales argumentos esgrimidos en aquellos días fue la idea de que tras la victoria se llevaría a cabo un esfuerzo político de primera magnitud para resolver definitivamente el conflicto árabe-israelí. Además de evitar las críticas, este planteamiento permitía a los gobiernos árabes aliados de Washington reforzar su imagen ante sus propias opiniones públicas, argumentando que su alineamiento no había sido en vano, sino que forzaría una mayor implicación de los gobiernos más poderosos en la búsqueda de una solución al contencioso que mantenían con Israel. Por su parte, Estados Unidos trataba así de combatir la percepción, muy asentada en la región de que su apoyo a Israel demostraba la existencia de una doble vara de medida que confería a su fiel aliado una casi completa impunidad.

El resultado de este enfoque fue, en última instancia, la Conferencia de Paz (Madrid, del 30 de octubre al 4 de noviembre de 1991), que puso en marcha el ahora arruinado Proceso de Paz. En un apresurado resumen puede afirmarse que, si bien es cierto que Washington y Moscú se responsabilizaron del arranque del proceso, también lo es que sus resultados han quedado muy por debajo de las expectativas generadas en sus primeras etapas. Asimismo, es necesario reconocer que no todos los errores o fracasos, pero lo mismo debe decirse en relación con los éxitos, pueden ser achacados a los principales actores internacionales que impulsaron esta iniciativa. Adicionalmente resulta relevante, cuando se analiza su desarrollo, comprobar como, una vez más, la ONU fue marginada de este esfuerzo, por el común interés de Washington y Tel Aviv de evitar un protagonismo relevante de cualquier actor exterior que no fuera precisamente Estados Unidos. Por encima de cualquier otra consideración, lo que emerge con rotundidad es la evidencia de que el conflicto no sólo sigue abierto, sino de que no se juzga con igual criterio a los actores directos y de que los actores externos no han logrado evitar que la violencia haya vuelto a enseñorearse de Oriente Próximo. Queda por saber, en todo caso, si éste es el resultado de una falta de capacidad para actuar de manera más eficaz o de una falta de voluntad para asumir las tareas que les corresponden a los promotores del Proceso de Paz.

Ahora, con ocasión de la campaña militar que ha llevado a la destrucción del régimen baazista de Sadam Husein, parecen recuperarse propuestas y argumentos que recuerdan aquellos tiempos. Desde Washington se vuelven a plantear como objetivos la modernización y democratización del mundo árabe ; se repiten las mismas proclamas que pretenden negar la imagen de una doble vara de medida para juzgar los comportamientos de unos y de otros; se renueva la voluntad de poner fin al conflicto árabe-israelí … En esencia, apenas hay diferencias entre el discurso actual y el que se propagó hace algo más de diez años.

Por lo que se refiere a este último objetivo, se pretende transmitir la idea de que la ocupación y neutralización de Iraq, y las crecientes presiones sobre Irán y Siria (principales focos de atención para los responsables de la seguridad israelí), permitirá aliviar la sensación de inseguridad que percibe Israel y, por tanto, facilitará un cambio en sus relaciones con los vecinos de la zona, flexibilizando su actual política de fuerza y dando paso a una nueva etapa de negociaciones. Más allá del hecho de que el actual gobierno israelí no parezca muy interesado en enviar señales de flexibilidad en ese sentido, cabe preguntarse sobre la voluntad de los actores externos para seguir insistiendo, a pesar de ello, en la línea señalada. Sin detenerse en considerar que hasta ahora su labor conjunta, ni en el marco del Proceso de Paz ni en el más novedoso del Cuarteto , no ha se ha traducido en ninguna mejora relevante de la situación, bastaría con decir que ni Rusia ni la ONU ni la UE han logrado mantener un perfil de actividad equiparable al que muestra Estados Unidos, mientras que este último sigue enviando, cuando menos, señales ambiguas sobre su teórica voluntad para actuar como intermediario.

Esto llevaría a pensar que, mientras se continúa a la espera de que los otros tres socios del Cuarteto incrementen en algún momento sus capacidades operativas, la atención debe centrarse en lo que pueda esperarse desde Washington como actor interesado en alcanzar los objetivos propuestos por sus máximos representantes para la región en su conjunto y para el conflicto árabe-israelí en particular. Todo parece indicar que el escenario al que se enfrentan las fuerzas de ocupación en Iraq, lideradas por Washington, no responde a las optimistas previsiones que presentaban los promotores de la campaña militar en los días previos al lanzamiento de la «Operación Conmoción y Pavor» . Aunque las acciones desarrolladas por los grupos de resistencia iraquí y por las células terroristas presentes en Iraq no tienen entidad suficiente para retar en fuerza la supremacía de las fuerzas de ocupación, es un hecho que el clima de inseguridad generalizado impide llevar adelante los planes de reconstrucción económica y política previstos inicialmente. En consecuencia, cabe prever que la tarea de normalización de la vida nacional iraquí va a necesitar más tiempo y más esfuerzo del estimado en los inicios de la campaña. Iraq está lejos de ser un tema resuelto.

A las incertidumbres que esta situación plantea hay que añadir la inestabilidad que todavía genera Afganistán. La «Operación Libertad Duradera» y la implicación económica y militar posterior, todo ello bajo el evidente liderazgo de Estados Unidos, no han permitido resolver el problema planteado por la deriva extremista del movimiento talibán y su alianza con Osama Bin Laden, cabeza visible de la organización terrorista Al Qaeda. En la actualidad, Afganistán se encuentra sumido en una situación de grave deterioro en la que se entremezclan la debilidad de un gobierno que apenas logra ejercer sus funciones dentro de la burbuja de protección que le ofrecen las fuerzas militares internacionales en el entorno de Kabul, el acelerado incremento del cultivo de amapola, la emergencia de «señores de la guerra» que no reconocen ningún tipo de autoridad central… Todo ello configura un clima que, en definitiva, no permite garantizar que pueda desarrollarse el calendario programado para su normalización política y que, por el contrario, apunta a que Afganistán regresa a marchas forzadas a su no superada imagen de Estado frágil y fragmentado, en el que la modernización y democratización quedan fuera de todo horizonte realista.

Los importantes focos de inestabilidad que representan Iraq y Afganistán sirven de ejemplos evidentes para mostrar la debilidad de una estrategia basada exclusivamente en el uso de la fuerza y de los instrumentos militares para resolver problemas de raíz social, económica y política. Ahora, cuando la situación sobre el terreno se muestra muy distinta a la que imaginada en los despachos de Washington, emergen las dudas sobre la voluntad política para seguir empeñados en un esfuerzo multidimensional que permita una normalización plena de estos dos Estados a medio plazo. En cualquier caso, y en relación con el conflicto árabe-israelí, se desmorona el planteamiento de que éstos no eran más que los primeros escalones para facilitar la resolución definitiva del problema. Resulta difícil imaginar ahora que la administración Bush vaya a desplegar un amplio esfuerzo para añadir un nuevo elemento de preocupación en su agenda regional, tratando de posibilitar una salida al contencioso palestino-israelí, y mucho menos al que afecta a Siria o a Líbano, abriendo aún más los frentes de los que pueden derivarse consecuencias negativas para su propia credibilidad e imagen de principal actor mundial. Si a esto se le añaden los condicionantes, cada vez más poderosos, de una carrera electoral en la que está en juego la reelección del propio presidente Bush, se incrementa aún más la improbabilidad de que se produzca una verdadera implicación para forzar la agenda regional hacia un nuevo escenario de negociaciones.

Todavía podría completarse este panorama con las numerosas señales que emiten los principales portavoces de esta administración estadounidense, en el sentido de que difícilmente puede encontrarse otro equipo gubernamental que- tanto por razones estratégicas como de afinidad de pensamiento o, incluso, de raíz religiosa- haya estado tan volcada en la defensa de su tradicional aliado israelí. Su planteamiento actual, según el cual el uso de la fuerza en la región es el único lenguaje que entienden sus enemigos, encaja perfectamente con los planes del gobierno de Sharon.

Por último, tampoco puede esperarse que Washington esté muy decidido a promover el protagonismo del Cuarteto. Una vez que la campaña de Iraq ha puesto de manifiesto las discrepancias trasatlánticas y la pretensión de Estados Unidos ya no sólo de gestionar los asuntos mundiales como única superpotencia, sino de transformar las reglas de juego en función de sus propios intereses, no parece lógico esperar que ahora vaya a facilitar la colaboración con la Unión Europea, la ONU o Rusia, en un tema en el que, además, los gobiernos israelíes han mostrado tradicionalmente, como ya se ha señalado anteriormente, un claro rechazo a la implicación directa de cualquier actor externo a la zona que no sea Estados Unidos.

Esa dinámica obliga a volver la vista hacia dentro, para analizar qué quieren y qué pueden hacer los actores internos.

OBJETIVOS Y ACTUACIÓN DE LOS ACTORES EN PRESENCIA
Aunque ninguno de los frentes de confrontación abiertos en Oriente Próximo ofrece señales de avance sustancial hacia una solución justa, global y definitiva, puede afirmarse que la situación no es la misma en todos los casos. Por lo que respecta a Líbano, es bien conocido el estrecho control que Siria ejerce en su agenda nacional, incluso con la participación directa de sus fuerzas armadas. Esta realidad se remonta ya a la intervención de Damasco, a requerimiento del gobierno de Beirut, en auxilio de sus vecinos ante la invasión israelí de 1982. Este hecho da a entender que, en términos de resolución de los problemas que enfrentan a Israel y Líbano, no cabe esperar ningún progreso importante sin la aquiescencia del régimen sirio, liderado desde octubre de 2001 por Bachar El Assad. Por otra parte, las relaciones sirio-israelíes permanecen totalmente bloqueadas, sin que se vislumbre a corto plazo un acercamiento en las posiciones sobre el territorio sirio de los Altos del Golán, ocupados por Israel en la guerra de 1967: la pretensión siria de recuperarlos sin condiciones, con el tenue ofrecimiento de que posteriormente se iniciaría una negociación para alcanzar un posible acuerdo de paz, se enfrenta al rechazo de Tel Aviv a aceptar las exigencias de las resoluciones de la ONU que demandan dicha retirada, si antes no se llega precisamente a la firma de un acuerdo de paz que, en todo caso, permita plantear después una retirada militar.

En las circunstancias actuales nada indica que esa situación vaya a modificarse. Por lo que respecta a Siria, Bachar El Assad no parece mostrar una excesiva prisa para modificar un escenario que le rinde tributos nada desdeñables (justificar las deficiencias internas de su propia gestión y ostentar el simbólico puesto de líder del rechazo a la existencia de Israel). Por su parte, el gobierno de Ariel Sharon, mientras trata de evitar las molestias que puedan producirle grupos como el libanés Hezbollah, está a la espera de que la presión de Washington sobre Damasco termine por provocar un ablandamiento de las posturas sirias, tanto en su relación con Israel como en su apoyo a los grupos palestinos de resistencia, a los que ofrece apoyo en su propio territorio . Sólo en el caso de que, presionado en otros frentes, Sharon pretenda romper su imagen militarista y contraria a la negociación con sus vecinos, cabría imaginar el lanzamiento de alguna iniciativa, condenada probablemente al fracaso, que sólo podría tener a Beirut como destinatario (sabedor de que Siria no permitiría su desarrollo).

Frente a esa paralización podría parecer, al menos en una primera mirada, que en el capítulo palestino-israelí se registra al menos algún tipo de movimiento. Lo hay, por supuesto, en el terreno de la confrontación violenta, directa y diaria, en los Territorios. No queda tan claro que lo haya, sin embargo, en el terreno político, cuando se analiza la actuación de sus principales actores. Aunque evidentemente hay que tomar en consideración la labor de los actores sociales de ambos bandos y la dinámica de esperanza que puedan generar inicialmente propuestas como la del Documento de Ginebra o la conocida como La Voz del Pueblo , queda claro que la cultura política de la zona determina que, hasta ahora, sólo se han producido avances reales cuando los líderes gubernamentales han decidido algo. Eso obliga a centrar el análisis en los principales protagonistas del problema y en su postura ante la iniciativa oficial que actualmente está sobre la mesa, la Hoja de Ruta, sin dejar de lado el interés por esa estrategia de aproximación indirecta que la sociedad civil debe realizar para influir y presionar a sus gobernantes en una dirección que, a tenor de la insistencia que muestran las encuestas realizadas sobre el terreno, confirma que tanto los israelíes como los palestinos siguen apostando mayoritariamente por la paz entre ambos.

Ariel Sharon conoce como pocos las reglas de un viejo juego, en el que ha contado con brillantes predecesores entre los gobernantes israelíes, para aparentar flexibilidad en cualquier marco de negociación con sus vecinos árabes, sin tener que finalmente renunciar a nada sustancial, manteniendo en todo momento el control sobre el ritmo del proceso y obligando al oponente a debatir sobre los temas que él mismo elige como parte de la negociación. Así ocurrió, sin ir más atrás, el pasado 25 de mayo- cuando apareció victorioso como un defensor de la paz, tras vencer las resistencias de sus colegas de gabinete ministerial-, al aprobar la Hoja de Ruta que, por primera vez en la historia de Israel, implica el reconocimiento a la futura existencia de un Estado palestino independiente. Esta decisión, que trataba de presentarse como una apuesta decidida por la paz en la región, es una muestra más de quién controla efectivamente, con el permiso de Washington, la agenda de Oriente Próximo.

Él ha sido quien ha obligado al Cuarteto a retrasar hasta la misma presentación pública de lo que en el fondo no es más que un itinerario que, en el mejor de los casos, podría conducir a negociaciones directas entre palestinos e israelíes. Se ha amparado primero en la necesidad de esperar al resultado de las elecciones que le han vuelto a confirmar en su puesto, después en la necesidad de lograr la marginación de Yaser Arafat, con el nombramiento de Mahmud Abbas (Abu Mazen), e incluso posteriormente con la condición añadida de que fuera proclamado el nuevo gabinete palestino. Todo esto se ha cumplido ya, incluyendo la emergencia de un nuevo primer ministro palestino y un nuevo gabinete… y, sin embargo, todo apunta a que el año termina sin que se vislumbre una voluntad sincera de que Sharon esté dispuesto a dar su brazo a torcer tan fácilmente. Así lo demuestra la impresión transmitida tras sus primeras entrevistas con las nuevas autoridades palestinas (en un juego que aparenta hacer ver que Arafat ya ha dejado de existir, al menos políticamente). No sólo ha logrado salir de ellas sin asumir ningún tipo de compromiso público, sino que incluso la primera de ellas, con Abu Mazen, se produjo sin que se viera obligado, como pretendían los miembros del Cuarteto y sobre todo los líderes palestinos, a aceptar la puesta en marcha de dicha Hoja.
Ahora, como antes, sigue resultando evidente que el desbloqueo de la situación actual y la puesta en marcha de la Hoja de Ruta, más allá de su aprobación formal por el Cuarteto y la aceptación palestina, descansa en manos de Sharon.

Con vistas a lo que pueda ocurrir en el futuro conviene recordar que los dirigentes israelíes, tanto los laboristas como los del Likud, han dado muestras sobradas de sabiduría en el manejo de los modos y de los tiempos políticos. En el marco de los Acuerdos de Oslo siempre han sabido crear crisis artificiales para desviar la atención sobre un incumplimiento, aparentado ceder posteriormente de su postura inicial (túnel de los asmoneos, retrasos en la transferencia obligatoria de los impuestos recaudados en nombre de la Autoridad Palestina, cierres forzados de los Territorios Palestinos, aprobación de nuevos asentamientos…) en un ejercicio de ensayada flexibilidad, para conservar en esencia su posición inicial. Ahora, mientras sigue sin saberse cuál será el comportamiento con el nuevo primer ministro palestino, Ahmed Queri (Abu Ala), Sharon vuelve a insistir en esa línea, esperando ganar el tiempo suficiente para verse libre de las supuestas presiones que Washington pudiera ejercer, en cierta forma obligado por su necesidad de atender las peticiones de su socio británico y de transmitir a los regímenes árabes moderados su compromiso por pacificar la región tras la campaña contra Iraq.

De esta manera, la Hoja de Ruta aparece plagada de señales que invitan al escepticismo en múltiples direcciones. Por lo que respecta al bando palestino, éstas son la más destacadas:

– Suponer que Abu Mazen o Abu Ala son alternativas reales a la manifiestamente mejorable gestión de la Autoridad Palestina es un ejercicio que tiene que ver más con los deseos que con la realidad. No puede olvidarse que estos veteranos dirigentes palestinos han sido, desde la fundación de la OLP, aliados fieles del propio Arafat y que, a su lado, han participado de todos sus aciertos y errores. Pero aún en el caso de que ahora Abu Ala pretendiera establecer distancias con su antiguo jefe, se enfrentaría a las enormes dificultades derivadas de su propia debilidad (su popularidad entre los palestinos es infinitamente menor que la que disfruta todavía Arafat), tanto frente al resto de los dirigentes palestinos como ante la inmensa mayoría de la población de Gaza y Cisjordania.
– Su legitimidad es, asimismo, muy relativa. Arafat es el único líder palestino que ha sido elegido, en febrero de 1996, en el marco de unas elecciones abiertas. Nada garantiza que en las próximas elecciones, que deben celebrarse de manera inmediata tal como contempla la Hoja de Ruta, Abu Ala o cualquier otro candidato puedan recibir el apoyo mayoritario que certifique finalmente la desaparición política de Arafat. En la medida en que ese nuevo líder tratara de eliminar el protagonismo violento de grupos radicales palestinos, estaría sometido a mayores críticas de su propio pueblo, que tenderían a percibirlo como un emisario de Israel, encargado de pacificar por la fuerza la calle palestina. Esta situación sería tanto más negativa para sus intereses cuanto más se retrasen las autoridades israelíes en abandonar su política de castigos colectivos y en adoptar medidas efectivas para mejorar la situación sobre el terreno. Por el contrario, si decidiera mostrarse serio frente a los israelíes, no reduciendo el nivel de exigencias que han planteado hasta ahora los líderes palestinos, se vería sometido inmediatamente a un nuevo ejercicio de desgaste por parte de Tel Aviv y Washington, en un intento por forzar su resistencia.
– La marginación de Arafat no es tan evidente. Además de la popularidad que conserva, a pesar de los errores acumulados, mantiene el control de una parte sustancial del aparato de poder en los Territorios. Por un lado, y ya desde el nombramiento de Abu Mazen, se ha dotado de un equipo paralelo al de Abu Ala y se ha autoproclamado presidente de un Consejo Nacional de Seguridad, con competencias en asuntos de seguridad y de relaciones con Israel encargado, en última instancia, del control de los numerosos servicios de seguridad palestinos. Por otro, no sólo no ha perdido el control directo de al menos cinco de los servicios de seguridad que ha ido creando en estos últimos años, sino que, además, sigue siendo, como máximo líder de Al Fatah, el responsable último de los grupos Tanzim (incluyendo, por tanto, a las Brigadas Al Aqsa), implicados en la resistencia armada contra Israel. Estos grupos no dependen de la Autoridad Palestina. ¿Se atreverá Abu Ala, o su devaluado ministro de interior, Hakam Balawi, a imponerles el desarme?
– Al margen de la estructura de la Autoridad Palestina, la presencia de grupos como Hamas y la Yihad Islámica, cada uno con sus milicias violentas y con apoyo popular muy relevante, presentan una preocupación añadida para Abu Ala. Si finalmente asume hasta sus últimas consecuencias la tarea de neutralizar su capacidad operativa, además del rechazo social que pueda producirse en ciertos círculos, se encontrará a las puertas de un enfrentamiento interno entre palestinos, con las graves consecuencias que eso puede suponer.

No menores son las señales de escepticismo que emanan de las declaraciones y de los comportamientos de los dirigentes israelíes:

– Sharon ha dado muestras sobradas de su determinación para resolver definitivamente el problema con los palestinos. Mediante el uso de la fuerza, entiende que está ante una ocasión única para ello, en el marco de una agenda de seguridad internacional dominada por el interés de Washington de eliminar el interesadamente llamado terrorismo islámico. En esa línea, que equipara a los líderes palestinos y a los principales actores políticos de los Territorios con terroristas a los que hay que eliminar, desarrolla una estrategia de hechos consumados (construcción del muro de separación, incremento de los asentamientos, eliminación de los dirigentes de la Intifada, castigos colectivos a la población palestina), consciente de que cuenta con el respaldo explícito del único actor internacional que le merece consideración: Estados Unidos.
– Todo lo que haga en este campo parte de la idea de que no necesitará renunciar a ningún objetivo sustancial y que tiene margen de maniobra suficiente, en función de ese nítido apoyo externo y de su propia superioridad frente a sus vecinos, para modular las aparentes concesiones que deba realizar.
– Asimismo, interpreta que la Hoja de Ruta no sólo no le obliga a dar pasos de manera simultánea a los que debe dar la Autoridad Palestina, sino que, además, es posible todavía renegociar su contenido. No es una interpretación equivocada, sino el resultado de su convicción de que Washington no va, en ningún caso, a forzarle a ir más allá de donde Sharon quiera ir en cada momento. Evidentemente, no cabe esperar que vayan a ser admitidos en su totalidad los catorce puntos que Sharon pretende imponer en una reforma del texto conocido de la Hoja, pero también hay un convencimiento generalizado de que logrará introducir aquéllos que realmente constituyen puntos fundamentales para su estrategia de dominio de la zona.
– Su estrategia va dirigida a rematar una tarea, iniciada con la ocupación de 1967, que persigue impedir la viabilidad socio-económica y política de un futurible Estado palestino. En su planteamiento de fuerza entiende equivocadamente que la destrucción de sus débiles bases de sustentación le permitirá alcanzar una victoria definitiva o, en el peor de los casos, establecer una relación de fuerzas tan desigual que le sirva para imponer sus criterios en cualquier mesa de negociaciones a la que se viera forzado a regresar.

PERSPECTIVAS DE FUTURO
El resumen de la situación en Oriente Próximo es claramente negativo. Con un incremento sostenido del nivel de inseguridad en los Territorios Palestinos y en Israel, con unos actores internos inclinados hacia la violencia, con un gobierno israelí orientado hasta las últimas consecuencias en una estrategia de fuerza y con unos actores exteriores que, o por falta de capacidad o por falta de voluntad, no ejercen su influencia para lograr un cambio de tendencia que posibilite la vuelta a la mesa de negociaciones, todo apunta a un mayor deterioro. En estas condiciones, ni siquiera la Hoja de Ruta parece un asidero suficientemente sólido para poder provocar un cambio de rumbo, de tal forma que lo más probable es que se mantenga el desencuentro, con un gobierno israelí empeñado en una estrategia que no sirve realmente a sus intereses nacionales, una Autoridad Palestina maniatada y sin nada sustancial que ofrecer a su frustrada y decepcionada población, a cambio de ejercer una represión frontal contra los violentos, y unos grupos violentos que se retroalimentan en una espiral que cierra aún más toda posibilidad de entendimiento.

En estas circunstancias Sharon cuenta con buenas bazas para seguir adelante con su intento, condenado por otra parte al fracaso, de lograr una victoria resolutiva. Cree saber que el tiempo corre a su favor, dado que percibe que Bush ya no podrá mantener, aun suponiendo que lo pretendiera, la presión sobre israelíes y palestinos, enfrascado ya en la lucha por su reelección y en gestionar un Iraq post-Sadam Husein que todavía le reportará muchos dolores de cabeza (sin contar con la evolución de otros casos como Afganistán, Corea del Norte, Colombia…). Sabe también que la presión nunca llegará a ser insoportable, poniendo en peligro los fundamentos de la alianza entre ambos países. Entiende, en consecuencia, que puede manejar el tema en función de sus propios ritmos y planes.

Lo que cabe esperar a partir de ahí es, en el mejor de los casos, un intento por retomar el camino marcado por la Hoja de Ruta a través de una presión creciente sobre Abu Ala, mientras se mantiene el desprecio por todo lo que signifique Arafat, para que siga aplicando puntualmente los pasos que ésta le marca, empezando por el fin de la violencia y el desarme de los grupos violentos, mientras que se reserva a Sharon la posibilidad de retrasar sus compromisos hasta que no considere (¿en función de qué criterios?) que se hayan cumplido las condiciones que él mismo exija. Seguir planteando, como hace Sharon, que no habrá negociación mientras no desaparezca la violencia, es conceder un derecho de veto a los violentos en los dos bandos y reservarse el poder para paralizar el proceso cada vez que lo desee. Existe asimismo una alta probabilidad de que finalmente sean atendidas las principales peticiones de reforma de la Hoja reclamadas por Sharon, tanto en lo que respecta a que sea Estados Unidos el verdadero arbitro a considerar (dejando al resto del Cuarteto en una posición poco más que decorativa), como en lo que afecta a la pretensión de dejar fuera el tema de los refugiados, el futuro de Jerusalén, de los asentamientos o de las fronteras definitivas.

Aunque la atención esté actualmente centrada en conseguir el arranque efectivo de la Hoja de Ruta, como si eso garantizara alcanzar una solución real al conflicto, cabe plantearse ya desde ahora mismo, por muy aventurado que pueda parecer, a dónde conduce realmente esta iniciativa. No sólo se trata, como ya se ha mencionado, de que no es en sí mismo un plan de paz, sino de que fundamentalmente propone un escenario final que no termina de encajar con las exigencias de una paz justa, global y duradera para la región. Por una parte, no propone nada que permita pensar en una resolución de las diferencias entre Israel y Siria (con Líbano siempre en un segundo plano), salvo esperar que el incremento de la presión estadounidense sobre el gobierno de Damasco termine por provocar una retirada del apoyo a grupos palestinos radicales y a Hezbollah, al tiempo que se produzca un regreso a una mesa de negociaciones con una postura más acomodaticia en lo que afecta a la ocupación israelí de los Altos del Golán.

Por otra, y ésta es aún más decisiva, el horizonte que plantea a los palestinos no apunta a la posibilidad de que puedan ver cumplidas sus aspiraciones mínimas para constituir un Estado independiente y viable. Una entidad como la que se entrevé en el caso de que salga adelante esta Hoja es todo menos un Estado, tal como se entiende este concepto actualmente. Baste decir que no llegará a comprender la totalidad del territorio actual de Gaza y Cisjordania, que no tendrá continuidad territorial asegurada, ni fronteras directas con sus vecinos, ni espacio aéreo o aguas territoriales propias, ni fuerzas armadas, ni posibilidad de firmar acuerdos con otros países en materia de seguridad, si no cuenta con aprobación previa de Israel, que a su vez se reservaría la potestad de mantener su presencia militar en determinadas zonas o, al menos, la posibilidad de redesplegar sus unidades ante la percepción de posibles amenazas… Si Israel ha mantenido una estrategia sistemática para hacer inviable la autonomía estatal de los Territorios, destruyendo sus débiles bases de posible desarrollo futuro, ¿cabe esperar que ahora, cuando Sharon cree estar a punto de rematar definitivamente su tarea, vaya a conceder una nueva oportunidad a sus vecinos palestinos?

Aún asumiendo que ése sea el más probable desarrollo de los acontecimientos, que en modo alguno excluye un recrudecimiento de la violencia, es conveniente retener algunos elementos que podrían influir poderosamente en la conformación de un escenario alternativo:

– La insistencia en la Hoja de Ruta como marco a promover permite recordar que las prioridades en este tema se deberían centrar en lograr su inmediata puesta en marcha, en evitar su renegociación (tal como pretende el gobierno israelí), en conseguir su cumplimiento a través de acciones simultáneas (no secuenciales, como apunta Sharon) y con un protagonismo directo y compartido de la totalidad de los miembros del Cuarteto (no sólo de Washington, como demanda, una vez más, Sharon).
– Como elementos complementarios de la máxima importancia, con el objeto de servir mejor a los intereses de la paz, debe prestarse el máximo apoyo a iniciativas extraoficiales, tales como la Voz del Pueblo y el Documento de Ginebra. Lo que muestran estas propuestas es que, en contra de lo que plantean los enemigos de la paz, hay en ambas partes ansias de entendimiento, interlocutores válidos y posibilidad de encontrar soluciones operativas a todos los temas en disputa por muy sensibles que sean. Estas propuestas no deben considerarse como alternativas a la Hoja de Ruta, sino como elementos que la completan, mostrando que ya no se puede volver a la política de pasos pequeños, propia del esquema de Oslo, sino que es necesario y posible entrar sin más dilaciones en el tratamiento de las cuestiones que antes se enmarcaban en el Estatuto Final.
– Todo avance en el ámbito de la unión política europea, especialmente en lo que hace referencia a una auténtica política exterior y de seguridad común, redundará no solamente en un mayor prestigio de la Unión Europea sino, sobre todo, en una mayor capacidad para servir a la causa de la paz en Oriente Próximo, como elemento sustancial de la agenda de la seguridad euro-mediterránea.
– Si realmente se pretende mejorar el clima de inseguridad que emana de la región, la prioridad, hoy como ayer, sigue siendo la resolución del conflicto árabe-israelí en su conjunto, y del palestino-israelí en primer lugar. Otras tareas de remoción de gobernantes incómodos, en Iraq o en cualquier otro lugar, no pueden en ningún caso desplazar esa tarea fundamental
– Cuando ni los gobernantes de la zona ni los actores exteriores parecen asumir la urgencia para regresar a la mesa de negociaciones- insistiendo en una dinámica de violencia que sólo produce un mayor sufrimiento y el alejamiento de soluciones consensuadas- sólo queda apelar nuevamente a la sociedad civil. Progresivamente va quedando de manifiesto que tanto Arafat como Sharon son mucho más parte del problema que parte de la solución. Tanto la sociedad palestina como la israelí, educadas mayoritariamente en la confrontación, siguen teniendo en sus manos la posibilidad de provocar cambios políticos, entendiendo que sus dirigentes actuales no facilitan la resolución de un problema que les atañe de manera muy directa. Los ciudadanos israelíes ya han podido comprobar que el discurso que sirvió a Sharon para hacerse con el poder, lograr un mayor nivel de seguridad para Israel, está muy lejos de ser una realidad, lo que ha llevado hasta que altos representantes de las fuerzas armadas y de los servicios de información muestren públicamente su desacuerdo con la política de su primer ministro, en la medida que interpretan que de ella sólo podrá derivarse una mayor violencia. Los palestinos van conformando un campo de oposición a los violentos, aunque sólo sea por las directas repercusiones que cada acto violento tiene en sus condiciones de vida en términos de castigos colectivos. Existen, en definitiva, bases suficientes para poner en marcha una ambiciosa labor pedagógica que enseñe las ventajas mutuas de una apertura del diálogo a todos los niveles y que, además, movilice a los actores sociales para presionar a sus respectivos gobernantes hacia el camino de la paz. En este caso, la recompensa al esfuerzo de nadar contra corriente debe servir de acicate a quienes tanto en la región como fuera de ella se impliquen en llevarla adelante.

Publicaciones relacionadas