La pantomima electoral rusa
A sólo dos semanas de las elecciones presidenciales rusas sorprende la ausencia total de propaganda en las calles, como si los cuatro candidatos al Kremlin fueran fantasmas sin rostro y sin nombre. Nada que ver con los descomunales carteles que vimos en las legislativas de diciembre. Allá donde se agitaban gigantescas banderas con el omnipresente nombre de Vladimir Putin, ahora hay un tímido cartel con la fotografía de una familia jugando con su hijo sentado sobre un trineo: ¡qué vote toda la familia!, pide el Gobierno federal con un 2 de marzo en letras mayúsculas.
Es una campaña presidencial atípica por muchas razones. De hecho, ni hay campaña ni debates (no hay críticas porque no hay oposición real), ni tan siquiera habrá observadores de la Oficina de los Derechos Humanos de la OSCE (ODIHR), que decidió anular su misión por las restricciones que impuso el Gobierno ruso. Tampoco hay misterio sobre el resultado de los comicios porque, incluso antes de acudir a las urnas los rusos saben ya el resultado, el ganador será Dmitri Medvédev, viceprimer ministro, directivo de Gazprom y amigo íntimo y fiel del presidente saliente.
Medvédev (42 años) ha conseguido en sólo tres meses un increíble índice de intención de voto del 80%, un éxito fulgurante que no sorprende a nadie. ¿Quién va a poner en duda al elegido por el dirigente más querido de la Rusia post-soviética, el artífice del neogaullismo ruso, que ha devuelto el orgullo a la nación después de la hecatombe de los años noventa y que deja un país con un crecimiento del 6-7%? Muchos rusos no van a votar a Medvédev, sino al espejo y a la continuidad de Putin, y el candidato es tan conciente de ello que hasta ha llamado a su programa electoral El plan Putin.
El protegido está tan seguro de su victoria que dijo que estaba demasiado ocupado trabajando como para salir a buscar votos en el inicio de la campaña electoral. No tiene inconveniente en viajar por todo el país, aprovechando su actual cargo (lo que le permite abrir los informativos todos los días) y en dejar su silla vacía en los debates televisivos entre los otros candidatos, emitidos en horas de baja audiencia. Medvédev puede dormir a pierna suelta cuando sabe que la intención de voto del candidato comunista Guennadi Ziugánov sólo llega al 10,5%, y el del ultranacionalista Vladímir Yirinovski no supera el 9%, mientras el cuarto candidato, el Gran maestre de la Logia Masónica, Andréi Bogdánov, un desconocido pro-Kremlin sólo conseguiría un 0,5% del voto (todo ello según un sondeo del Centro Levada realizado el pasado 11 de febrero).
¿Para qué hacer campaña? Sin competencia, Medvédev tiene el camino libre después de que la oposición haya comprendido que enfrentarse a Putin significa acabar sufriendo acoso legal o incluso daño físico (muchos de sus adversarios han sido rechazados por la Comisión Electoral Central o han tirado la toalla, como Gary Kaspárov o Vladimir Bukovsky, o los ex primeros ministros Mijail Kasiánov o Boris Nemtsov). Medvédev no necesita ni siquiera un porcentaje mínimo de participación para ganar, puesto que en su segundo mandato Putin reformó la ley electoral y ya no existe un mínimo para que las elecciones sean válidas.
Hasta el ex presidente Mijail Gorbachov, hasta ahora pro-Kremlin, ha variado su posición criticando estos comicios y ha denunciado que están predeterminados por Putin, al tiempo que pide cambios en el sistema electoral. Cada vez hay más voces que denuncian que la democracia dirigida de Putin ha favorecido un unipartidismo por predominio, donde el partido Rusia Unida no es un actor político sino un mero instrumento a su servicio, con el riesgo de que todo derive hacia un régimen autoritario que dependa de la coyuntura económica. En estas condiciones, los 400 observadores invitados (la mitad de los que hubo en las presidenciales de 2004) sólo pueden concluir que las presidenciales no serán justas ni libres, como ya ocurrió con las legislativas de diciembre.
Si no aparece un escollo grave e inesperado, Medvédev va camino de convertirse en el tercer presidente de la nueva Rusia y gobernará a un país con 11 franjas horarias, potencia nuclear, miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y en pleno regreso a la primera línea internacional, precisamente cuando Kosovo va a declarar su independencia, EE. UU. va a cambiar de presidente y se percibe con fuerza creciente la crisis económica mundial.
¿Tiene Medvédev el perfil y la oportunidad de enfrentarse a esta responsabilidad? La cuestión no es baladí porque la intención anunciada de Putin de convertirse en primer ministro, el próximo mes de mayo, abre la puerta a una bicefalia en el poder tan original como peligrosa para un país como Rusia. Si gana Medvédev, ¿será interpretado por el electorado como la aparición de un nuevo líder nacional? Y en caso contrario, ¿será Putin primer ministro para acabar asumiendo esta primavera, de un modo u otro, las funciones de presidente? No parece muy verosímil que Medvédev acabe dando órdenes al hombre que ha acumulado todo el poder del Estado durante los últimos ocho años, que controla a los clanes del Kremlin y que es visto desde todas las esferas políticas y empresariales como el nachálnik, el jefe. Si sigue moviendo los hilos, Putin habrá sido tan hábil y astuto como para asegurarse su continuidad en el poder sin recurrir a la fuerza ni violar la Constitución, que le impedía presentarse a un tercer mandato, y además con el beneplácito del pueblo, que le ha refrendado a través de las urnas en las elecciones legislativas.
Será curioso observar el dúo ejecutivo Medvédev-Putin, viendo el carácter tolerante de uno y autoritario del otro. Su modus operandi parece sacado de la teoría del soft power y el hard power de Joseph S. Nye (la técnica del “poli bueno y el poli malo”). Mientras Medvédev dice durante la campaña que su objetivo es el desarrollo económico del país y acabar con la corrupción, así como promover la libertad personal, la económica y la de expresión, a Putin se le critica por acallar a la oposición, por instaurar la censura en los medios y por amordazar a la sociedad civil. Igual método vemos en la política exterior, ya que mientras Serguei Lavrov, ministro de exteriores ruso, asegura que Rusia no busca la confrontación con nadie, Putin amenaza con apuntar con sus misiles a Polonia y a la República Checa, los países que albergarán parte del escudo antimisiles estadounidense, y a Ucrania, por sus pretensiones atlánticas.
En Kosovo, ambos juegan a bloquear el reconocimiento de su independencia en el Consejo de Seguridad, pero dejando saber que no aplicarán sanciones contra quienes lo hagan. En definitiva, una de cal y otra de arena mientras el mundo observa a esta Rusia ladradora pero poco mordedora, con dos discursos distintos, uno conciliador y otro amenazador, con dos sociedades diferenciadas, una rica y otra pobre y, en breve, ¿con una bicefalia anómala en el poder?