La nueva crisis alimentaria
Questión Digital (2011)
Causas reales, responsabilidades claras
Durante los años 2007 y 2008, los precios de ciertos alimentos y materias primas subieron a niveles sin precedentes, desatando una crisis alimentaria mundial y golpeando duramente a los países en desarrollo. Dos años después, cuando parecía superada, los precios han subido nuevamente de manera trepidante, superando en el año 2011 los niveles de aquella crisis y sumiendo a millones de personas en el hambre y la pobreza.
El índice para los precios de los alimentos de la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés) muestra un panorama desconsolador: los precios de algunos productos agrícolas, elementales para las poblaciones de países subdesarrollados, han venido subiendo desde julio de 2010 de manera ininterrumpida. El índice ha alcanzado en marzo de este año el nivel más alto, tanto en términos reales como nominales, desde su creación en 1990. Desde julio de 2010, el precio del maíz se ha incrementado en un 74%, el del trigo en un 84%, el del azúcar en un 77% y los precios de los aceites y las grasas en un 57%.
Los que sufren con éstas subidas son siempre los consumidores y en especial los más vulnerables de los países en desarrollo, que ya se encuentran de por sí en una situación límite y sin margen alguno de maniobra ante incrementos de esa magnitud. Los efectos no se han hecho tardar: las revueltas recientes en países como Túnez, Egipto o Argelia, son en parte consecuencia directa de esos incrementos de precios.
Aunque las causas son muchas y están interrelacionadas, los medios de comunicación suelen simplificarlas, mencionando sobre todo tres, de carácter casi natural: un aumento importante de la demanda- debido al crecimiento demográfico global-, un incremento de la riqueza de países como China o India y una reducción de la oferta- debido a las inmensas perdidas de cultivos por los efectos del cambio climático.
Éstas causas son auténticas, pero en realidad y como veremos a continuación, el problema es más complejo y las causas más relevantes son otras. Están tanto del lado de la demanda, como del de la oferta y muchas de ellas tienen, además, responsabilidades políticas claras.
Por el lado de la demanda, en primer lugar, hay que hacer hincapié efectivamente en el crecimiento demográfico de las últimas décadas. Si bien el ritmo de crecimiento de la población mundial ha disminuido en casi el 0,8% desde 1970, la población mundial se ha duplicado prácticamente desde entonces.
También debe ser tomada en cuenta la mayor riqueza de países de gran importancia demográfica, como China e India, que, como ya se dijo, se refleja en un aumento importante en la demanda global. En realidad, no es que en estos países haya ahora una mayor demanda significativa de productos agrícolas, si no que miles de millones de personas están cambiando sus hábitos alimenticios, por dietas con un mayor consumo de carnes, huevos y leche (esto es pertinente para el sector agrícola, porque por ejemplo la producción de un kilo de carne requiere la utilización de aproximadamente siete kilos de cereales).
Ahora bien, como demuestra la economista Jayati Ghosh y según datos de la FAO, la demanda de productos agrícolas venía bajando durante el año 2010, cuando se dispararon los precios. Además y aunque no fuera el caso, una mayor demanda no puede explicar, por sí sola, un aumento tan dramático de los precios en un momento determinado.
Si se le echa un vistazo a la oferta, se podrá apreciar que ésta también ha cambiado mucho en las últimas décadas y que ha bajado considerablemente por diferentes motivos. La razón de mayor peso es que, para muchos países, en las últimas décadas, la agricultura ha pasado a un segundo plano. Creyendo que la inversión en otros sectores sería más rentable, se implementaron malas políticas, no se modernizó la industria ni se invirtió en los pequeños productores. Peor aún, muchos países incluso abandonaron el sector agrícola, haciéndose completamente dependientes del mercado internacional. También los gobiernos occidentales donantes les dieron la espalda, con una importante disminución de la ayuda global a la agricultura(si en la década de los ochenta representaba un 18% del total de la ayuda oficial al desarrollo, ahora es de apenas un 4%).
Otra causa importante de la disminución de la oferta es que, en los últimos años, tierras que eran anteriormente destinadas al cultivo de productos agrícolas para consumo humano, ahora se utilizan para la futura producción de carne y otros alimentos o, más importante, para la elaboración de biocombustibles. Sólo en Estados Unidos (EE UU) y durante el año 2009, se cosecharon 416 millones de toneladas de cereales. De ellas, 119 millones fueron destinadas a producir combustible para automóviles. Combustibles que, por si fuera poco, no son, en su mayoría, verdaderamente positivos para el medio ambiente. Contamina más su cultivo, que emisiones ahorra su utilización.
Sin embargo, aunque estos factores también son validos y contribuyen efectivamente a aclarar el contexto, no logran explicar de manera satisfactoria la subida de los precios ni la crisis alimentaria. Si hay mayor demanda y menor oferta, los precios suben. Pero, ¿cómo se explica la dramática inestabilidad de los precios y el disparo de los mismos en 2008 o en julio de 2010? Su irregularidad y volatilidad no pueden deberse simplemente a tendencias graduales a lo largo de varias décadas. Tiene que haber también causas puntuales y factores anormales que van más allá del modelo de la oferta y la demanda.
Aquí cabe mencionar entonces dos factores de máxima relevancia, no sólo porque son causantes directos de las subidas de los precios en 2008 y 2010, sino también porque le aportan a la crisis un grado de imprevisibilidad, que termina multiplicando los perjuicios, tanto para los cultivadores como para los consumidores en países en desarrollo.
En primer lugar, están los devastadores efectos del cambio climático. Los efectos climatológicos no sólo disminuyen la oferta, si no que lo hacen de forma arrolladora e imprevisible. Los desastres naturales, la erosión del suelo, el aumento de las temperaturas, las sequías, las inundaciones y el derretimiento de los glaciares. Todos ellos son factores a corto y largo plazo que extinguen los cultivos, dejan a poblados agrícolas enteros desamparados y amenazan gravemente la seguridad alimentaria en todo el mundo. Un porcentaje importante de la culpa del actual incremento de los precios la tienen, sin lugar a dudas, las sequías en Argentina y en el centro de Asia, las inundaciones en Europa y la mala cosecha en EE UU, así como en otros grandes países productores, que han visto sus cosechas tradicionales mermadas. Rusia, por señalar un ejemplo, experimentó en el año 2010 la peor sequía en décadas, lo que se tradujo en una caída del 25% de su cosecha de trigo.
El otro factor determinante es la inestabilidad económica de los mercados financieros internacionales, producida por la falta de regularización de los mismos, que da entrada libre a los especuladores. El problema de los especuladores y de la actividad especulativa en general, es que es nefasta para los mercados, porque provoca adrede que suban o bajen los precios por encima de su valor real. Esto se debe a que la compra especulativa aumenta la demanda del producto de forma artificial, causando que suban los precios de forma desproporcionada, creando bucles o burbujas económicas que, cuando revientan, hacen caer los precios de forma dramática. Se trata de una manipulación del mercado por parte de grupos de actores financieros, que no tienen escrúpulos a la hora de especular con alimentarios básicos, enriqueciéndose a costa de las poblaciones más necesitadas.
Más allá de las causas ya mencionadas es necesario insistir en que hay una responsabilidad política directa en las causas de esta crisis alimentaria. Como resalta también el director de la FAO en España, Enrique Yeves, en la entrevista concedida a IECAH para el Boletín de este mes, la crisis no se debe de ninguna manera a una incapacidad de satisfacer la demanda mundial de alimentos, si no a la simple y pura falta de voluntad política por solucionarla.
Aunque ninguna medida que se adopte hoy vaya a acabar con el hambre en el mundo, hay ciertos pasos que deben tomarse de manera imperativa para cambiar el rumbo y evitar situaciones similares en el futuro. De no ser así, la irregularidad y volatilidad de los precios, así como las consecuencias devastadoras de los mismos, se seguirán incrementando sin lugar a dudas.
El análisis muestra que hay causas directas del incremento de los precios, así como también causas más profundas que provocan el hambre en el mundo. Por eso, y en primer lugar, los gobiernos de países en desarrollo deben prevenir la actual volatilidad de los precios a través medidas de apoyo, de créditos e inversiones en la agricultura local para asegurar la producción, al menos durante el año 2011. A su vez, se debe proteger a los más desfavorecidos con programas de protección social, que les permita soportar los efectos inmediatos del súbito incremento de precios.
Estas medidas, sin embargo, serán insuficientes si no se hace frente a las causas de fondo. Es imperativo que los países en desarrollo cambien sus políticas y comiencen a invertir fuertemente, al menos a través de convenios o grupos regionales, para sostener, fortalecer, proteger e impulsar la agricultura nacional. Aquí sirve de ejemplo China, que, escogiendo esa política, años atrás, superó la crisis alimentaria de 2008 casi sin problemas. Hacen falta nuevas políticas que retomen cursos pasados, sitúen a la agricultura en un primer plano y lo hagan ésta vez centrando el apoyo en la actividad de los pequeños agricultores y de las mujeres.
Los países ricos, por su parte, deben apoyar éstas medidas y proporcionar financiación para las mismas. Además, deben implementar unas reglas de juego más transparentes, que permitan a los países en desarrollo competir de forma justa en los mercados mundiales. Finalmente, deben dar marcha atrás a la desregularización del mercado de alimentos y así impedir que éste sea usado para la especulación financiera y el enriquecimiento desmedido, a expensas de la sexta parte de la humanidad que está en riesgo de morirse de hambre.