La “marea roja” eclipsa la crisis de violencia del sur de Tailandia
La cúpula política tailandesa lucha por mantenerse en pie en la cuerda floja del poder. Rojos, amarillos y algunos grupos sin color rivalizan por llevar las riendas del gobierno en el país. La población permanece dividida y la rivalidad entre Thaksin Shinawatra y Abhisit Vejjajiva centra la atención de los medios internacionales. Mientras, el sur del país sufre, en silencio, un goteo de víctimas continuo.
El pasado 14 de marzo, cien mil personas iniciaban una movilización pacífica en Bangkok. Desde entonces barricadas construidas con neumáticos, bambú y alambres de espino ocupan parte de las calles de la capital. Detrás de ellas, una vez más, se manifiestan los conocidos como camisas rojas- por el atuendo que lucen en sus movilizaciones- en contra del actual gobierno de Abhisit- apoyado por el grupo contrario, camisas amarillas. Al otro lado, policías y soldados intentan contener las protestas. Pese a las prohibiciones del gobierno, cientos de personas salen a diario a la calle para continuar con sus reivindicaciones. Acusan al primer ministro de ser un títere del ejército y solicitan la disolución del parlamento y la convocatoria de unas nuevas elecciones- algo que, por el momento, parecen haber conseguido tras el compromiso del gobierno de adelantar el sufragio. Para ellos este gobierno, que ocupó el poder cuando expulsaron al presidente Thaksin hace cuatro años, no es democrático.
El combate político
En Tailandia el entretenimiento nacional es el muay thai, un deporte que parece haber ascendido al nivel político. La lucha política entre dos púgiles ha dividido a los tailandeses. Dos combatientes se disputan el gobierno del país, a un lado, Thaksin con calzones rojos, al otro, Abhisit con amarillos. El primero, pese a lo controvertido de su figura y a ser un magnate televisivo, representa a la población rural y a la clase trabajadora. Este ex gobernante abandonó el país en 2008 para eludir una pena de cárcel- acusado de especulación y malversación de fondos- y no ha vuelto a pisar tierra tailandesa desde entonces. Ni las controvertidas irregularidades cometidas durante su mandato ni las condenas por corrupción han socavado la esperanza de los tailandeses de camisa roja en quien siguen viendo como su líder natural. Para ellos, Thaksin es el primer político tailandés que hizo caso al pueblo, fomentando políticas como la extensión de créditos agrarios o la sanidad pública. Su contrincante, que está más ceca de las clases altas y del ejército, es el actual gobernante del país. Sus seguidores, los camisas amarillas, defienden los valores tradicionales y conservadores y se caracterizan por salvaguardar los ideales monárquicos y burocrático-estatales.
Cuando Thaksin era primer ministro se convirtió en una especie de referente político moderno. La oposición- cansada de su política, sus extravagancias, sus irregularidades o simplemente viendo peligrar la esencia de su política- respondió en 2006 con un golpe de Estado. Desde entonces, la población tailandesa vive dividida entre los partidarios de uno u otro líder.
Las manifestaciones, en principio pacíficas, cada vez generan más tensión y ya se cuentan por decenas las víctimas. Sin embargo, debido al desgaste producido por las protestas, el gobierno ha puesto en marcha un plan de reconciliación nacional que pretende responder a gran parte de las demandas de los camisas rojos. La inestabilidad política, hoy como ayer, es un gran problema en Tailandia; no obstante, el país sufre en silencio una crisis mucho más grave: la violencia de las provincias del Sur.
Una crisis olvidada
La crisis del sur tiene su origen en 1909, cuando el reino de Siam se anexionó las tres provincias de mayoría musulmana que conformaban el antiguo sultanato de Pattani. En los años 40 y 50 del pasado siglo aparecieron las primeras guerrillas que arremetían contra la «imposición» de la cultura budista en estos territorios. En 2004, el movimiento insurgente separatista resurgió en Tailandia. Desde entonces, disparos y bombas se suceden en las calles del sur, principalmente de las provincias de Pattani, Yala y Narathiwat. Este lance se ha cobrado ya la vida de miles de personas. La crisis política nacional no solo resta atención a los problemas del sur, sino que también amenaza su seguridad. Mientras Abhisit y Thaksin luchan por el control del poder central, la desconfianza y la violencia aumentan en el sur.
Ahbisit prometió en su momento la toma de medidas políticas en el sur. Sin embargo, la población sureña ha visto como esas palabras se las llevaba el viento. Los atentados son cada vez son más brutales y las técnicas de fabricación de bombas más avanzadas. Además, la insurgencia ha demostrado tener capacidad para resistir la represión militar. Por otro lado, la población local desconfía del papel de sus fuerzas armadas. Pese al endurecimiento de la legislación- en muchas ocasiones contraproducente y severo- las fuerzas de seguridad han sido acusadas en varias ocasiones de abusar de su poder. Aunque los militares tailandeses aseguran que investigan con seriedad cualquier caso de abusos, organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han denunciado en varios informes que la mayoría de las violaciones de derechos humanos cometidos por los propios militares han quedado impunes, incluidas torturas y desapariciones.
Según las fuentes que se consulten, las cifras de muertos oscilan entre las dos mil y las cuatro personas. Aunque no se sabe con certeza cuántas son, lo que sí se percibe es que los ataques han vuelto a crecer en los últimos años, después de una significativa reducción de la violencia en 2008. Según un Informe del International Crisis Group del pasado año, las alternativas políticas no han sido seriamente razonadas. Ante esta situación y sea cual sea su color, el gobierno tailandés debería acometer acciones pronto y buscar una solución.
Para un país como Tailandia- que llegó a ser identificado como uno de los tigres asiáticos-, el éxito económico es parte fundamental de su estabilidad política. La violenta dinámica actual afecta muy gravemente a uno de los pilares que sostienen al país: el turismo. Los tailandeses saben que ese es su principal talón de Aquiles. Por supuesto, a ninguno de ellos les interesa que los países occidentales tengan una mala imagen del país. Problemas como el terrorismo, la violencia o la simplemente la incertidumbre política no deben trascender para evitar el desplome de su economía. Pero Tailandia necesita un gobierno sólido que ponga solución a las asignaturas pendientes del país, aprovechando la crisis como una oportunidad de transformación. Ojalá así sea.