La Liga Árabe no arranca
(Para Radio Nederland)
No deja de ser sorprendente el eco mediático que todavía genera cualquiera de las reuniones regulares o extraordinarias de los 22 países de la Liga Árabe. Invariablemente estas convocatorias crean unas expectativas, alimentadas tanto por los medios de comunicación como por los portavoces de la propia Liga, que luego se ven, indefectiblemente, defraudadas por una realidad que muestra bien a las claras la inoperancia de un organismo que malvive desde la entrada en vigor de su carta fundacional en 1945.
En esta ocasión, la reunión celebrada en Túnez hace unos días venía ya precedida de un intento fallido por reunir a los mandatarios árabes en la misma ciudad a finales del pasado mes de marzo. Tras un encuentro preparatorio de los ministros de asuntos exteriores en El Cairo, el pasado 8 de mayo, se logró finalmente convocar la mencionada cumbre de Túnez a la que, teóricamente, acudirían la totalidad de los máximos dirigentes políticos de cada uno de los Estados miembros. Sin embargo, no sólo se multiplicaron las ausencias de última hora, sino que incluso entre los asistentes se produjeron deserciones tan sonadas como la del líder libio, Muammar el Gadafi, quien abandono la sala de reuniones en mitad del discurso de apertura del secretario general de la liga, el egipcio Amr Musa, alegando que el orden del día (sobradamente conocido de antemano) no respondía a los asuntos que deberían ser tratados.
La historia de la Liga ha estado trufada de constantes frustraciones y problemas. Probablemente el más destacado fuera el provocado en 1979 por la expulsión de su líder natural, Egipto, como consecuencia de la firma del acuerdo de paz con Israel, lo que provocó al mismo tiempo que su sede fuera trasladada de El Cairo a Túnez (algo que no se corrigió hasta 1994, cuando el Proceso de Paz abrió esperanzas, de momento infundadas, de que finalmente la paz entre árabes e israelíes estaba próxima). De la misma escala puede calificarse el producido con ocasión de la guerra del Golfo de 1991, cuando algunos de sus miembros se alinearon con Estados Unidos en su afán por castigar a Sadam Husein, tras la invasión por este último de su vecino Kuwait, mientras otros lo hicieron a favor del dictador iraquí. Desde entonces la organización no ha logrado, en ningún momento, desarrollar un papel a la altura de las exigencias, sobreviviendo en un marasmo de inútiles declaraciones, más o menos altisonantes, pero sin transmitir ningún convencimiento de que existiera la suficiente voluntad política para poner en práctica sus teóricas posturas de articulación política del sentimiento de unidad árabe, de defensa de la causa palestina o de un enfoque común en cualquier asunto de la agenda internacional. En resumen, la diversidad de posturas, cuando no el desencuentro directo, ha sido un rasgo común de la Liga, de tal forma que sus miembros nunca han logrado resolver sus propios problemas vecinales en su seno ni, mucho menos, aunarse frente al exterior como un bloque unido y operativo.
En lo que se refiere a la reunión de Túnez, y en función del comunicado emitido en su clausura, se repiten sensaciones anteriores provocadas por un discurso tan aparentemente encendido como falto de visión y de voluntad política para recuperar un cierto papel que sirva a la organización para corregir las graves deficiencias que presenta la región. Por una parte, y en relación con el conflicto palestino-israelí, no se sale de las retóricas, y en todo caso necesarias, apelaciones a la condena de la política de fuerza israelí, mientras que se echan en falta (desde hace ya demasiado tiempo) acciones prácticas dirigidas a paliar los efectos negativos que la ocupación tiene entre la población de los Territorios y entre los millones de refugiados que siguen sufriendo diferentes grados de marginación en los países árabes donde han sido acogidos desde hace décadas. No basta, para cambiar la situación, con mantener como referencia la postura adoptada en su reunión de Beirut, que ofrecía el reconocimiento a la existencia a Israel a cambio de la paz con sus vecinos.
Algo similar ocurre con respecto al conflicto en Iraq. Tras una mínima fachada de denuncia contra la forma en que las fuerzas ocupantes están gestionando actualmente el país, se esconde una notable moderación que trata de no molestar a Washington. Si, por un lado, se manifiesta que no hay voluntad de participar con tropas árabes en Iraq, mientras se mantengan las fuerzas de ocupación actuales, se pasa de largo sobre el asunto de las torturas a los prisioneros iraquíes. Siendo ésta la primera cumbre de la Liga desde que se inició la campaña militar contra Iraq, cabría esperar una condena directa de la invasión y de las consecuencias que está produciendo tanto en ese país como en la calle árabe. Sin embargo, los dirigentes árabes han preferido, una vez más, mirar hacia otro lado.
¿Qué sentido puede tener, más allá del puramente retórico, la proclamación de que los gobiernos representados en Túnez están decididos a poner en marcha profundas reformas de sus modelos políticos para consolidar unos sistemas realmente democráticos? Al margen de que no se concretan ninguna de las reformas a realizar y de que no se fija ningún calendario para ello, resulta difícil otorgar un nuevo margen de credibilidad a regímenes que si por algo se han distinguido inequívocamente es por su aversión a cualquier apertura, temerosos de que los grupos islamistas reformistas puedan aprovechar la brecha para expulsarlos de un poder que llevan monopolizando, con el apoyo sostenido de los países occidentales, prácticamente desde la independencia. Las alusiones a las reformas más parecen un intento por concertar una postura que permita a los representantes de Jordania, Yemen, Bahrein, Egipto y Argelia presentarse sin exponerse a críticas (al tiempo que sirven para avalar el apoyo a las ideas de Washington) en la próxima reunión, del 8 al 10 de junio, del G-8 en Sea Island (EEUU). La iniciativa del Gran Oriente Medio, que la administración Bush quiere lanzar, en su intento por demostrar que tiene una estrategia para la región que incorpora algo más que el uso de la fuerza, sólo será bien aceptada por los gobiernos presentes en la Liga si se limita, del mismo modo que estos últimos contemplan sus propias declaraciones e iniciativas, un paquete atractivo por fuera, pero sin contenido real que fuerce a estos gobernantes a encarar una senda de reformas que no sirve a su idea de perpetuarse en el poder.
Por último, las apelaciones a la puesta en marcha de un proceso de unión aduanera, a la instauración de una zona de libre comercio para la totalidad de los países árabes y al compromiso por respetar las decisiones y la carta de la Liga suponen, sin desearlo, un reconocimiento del fracaso cosechado hasta ahora. Lo mismo sucede con la promesa de encarar finalmente la reforma de la estructura y el funcionamiento interno de la propia Liga. Parecen, tan alejados de la realidad como se adivinan, meros apuntes de un comunicado que, de otra forma, se quedaría demasiado desnudo.