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Análisis | Otros

La Asociación Euro-Mediterránea en peligro

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(Para Revista Española de Desarrollo y Cooperación)
Los esfuerzos de los portavoces de la Unión Europea (UE) por seguir proclamando que la Asociación Euro-Mediterránea (AEM) goza de buena salud y que se avanza a paso sostenido en la consecución de sus objetivos, chocan de forma cada vez más evidente con el discurso pesimista y crítico de los doce socios mediterráneos implicados muy directamente esta aventura iniciada en 1995 y, sobre todo, con una realidad que se empeña en mostrar perfiles escasamente esperanzadores. Cuando aún queda al menos hasta 2010 para poder efectuar un balance con cierta consistencia, que determine si la Asociación es realmente el instrumento adecuado para cumplir los ambiciosos objetivos trazados en Barcelona en noviembre de 1995, ya asoman por el horizonte planteamientos y señales que indican la posibilidad cierta de que el proceso sea desmantelado mucho antes de esa fecha. Esta idea- que podría calificarse de alarmista y que pondría nuevamente en cuestión la voluntad política de la Unión Europea para mantener el rumbo de sus propias propuestas, sin dejarse llevar por el desánimo y por la necesidad de cumplir las exigencias de una moda que parece obligar cada cierto tiempo a cambiar esquemas, nombres y planteamientos- nace tanto de las dinámicas que se perciben en el interior de la Unión como por las derivas de factores externos muy poderosos.

Dinámicas internas de insuficiencia y reemplazo

En el primer caso, la propia UE apenas puede ocultar su desolación ante la parálisis general que muestra la Asociación. Al mismo tiempo, se afana por atraer la atención sobre su recién nacida Política de Nueva Vecindad , como si el Proceso de Barcelona ya tuviera las horas contadas. Es notorio que en sus ya más de ocho años de existencia no haya logrado una mejora sustancial, ni en términos de estabilidad regional ni en lo que afecta a los niveles de desarrollo social, político y económico de los países mediterráneos no comunitarios. En esa línea, la UE parece ahora empeñada en insistir en una vía ya transitada en el pasado, que le lleva a desacreditar sus propias iniciativas, con el lanzamiento de otras nuevas, no siempre justificadas. Algo similar ocurrió ya en 1992, cuando de manera prácticamente simultánea se ponía en marcha la Política Mediterránea Renovada (aprobada en 1990, pero no operativa hasta ese año) y se lanzaba en el Consejo Europeo de Lisboa (junio de 1992) la iniciativa de una asociación euro-magrebí, que fue el germen de la actual AEM. Por una parte, se transmitía una pésima señal sobre la capacidad de Bruselas para diseñar propuestas sólidas, a la altura de los retos que plantea una región conflictiva y escasamente desarrollada. Por otra, la diversidad de posturas e intereses entre los países miembros, así como su histórica debilidad en el frente exterior, se concretaba en una multiplicidad de propuestas desconectadas y disgregadoras (Grupo 5+5, Conferencia ministerial del Diálogo Euro-Árabe, Foro Mediterráneo, Conferencia de Seguridad y Cooperación en el Mediterráneo), con el denominador común de la falta de convicción sobre sus verdaderas posibilidades.

Ahora, cuando las tendencias pesimistas parecen imponerse- tanto por lo que respecta al brutal deterioro del conflicto palestino-israelí, como al incremento de las brechas que separan a ambas orillas del Mediterráneo en el terreno económico, social o político- asistimos a un intento más, por parte de la maquinaria comunitaria, para abrir un nuevo episodio en las relaciones entre la UE y sus vecinos mediterráneos. En teoría, y de momento no es posible ir más allá, la Política de Nueva Vecindad aspira a ampliar el número de países a los que tradicionalmente se ha dirigido Bruselas, ya no sólo contemplando la inclusión de Libia- objetivo ya planteado por otra parte en la AEM, en cuyo marco figura actualmente con el estatuto de país observador-, sino integrando también a Oriente Medio. Pero más allá de la fachada de una iniciativa de la que se desconocen todavía muchos de sus detalles, emerge la sensación de que, en esencia, se definen objetivos ya sobradamente repetidos en el pasado (sean éstos establecidos en términos de estabilidad y desarrollo, o en los más «modernos» de la creación de un espacio de paz y prosperidad compartidos).

Cuando se repasa la estructura de la Asociación Euro-Mediterránea, en sus tres capítulos básicos de cooperación , se extrae la conclusión de que los, ahora, Veinticinco disponen de un esquema global suficientemente rico en potencialidades y diverso en cuanto a los instrumentos a utilizar para alcanzar las metas propuestas. En el capítulo de cooperación política y de seguridad se contempla como objetivo inmediato, ya desde Malta (1997), la aprobación de una Carta de Paz y Estabilidad en el Mediterráneo, que recoge principios fundamentales para lograr la consolidación de un clima de confianza mutua entre todos los socios. Se pretende así, en primera instancia, modificar las graves tendencias que apuntan a la confrontación regional. En el sentido Norte-Sur, salvo la creciente preocupación por el terrorismo internacional que se manifiesta de manera cada vez más evidente, no se percibe ninguna amenaza a corto plazo alimentada directamente por ningún gobierno de la zona. En ese ámbito, por lo tanto, la Carta serviría fundamentalmente para consolidar el acuerdo sobre principios básicos que faciliten el diálogo permanente y a todos los niveles, imprescindible para eliminar suspicacias y para evitar el estallido de cualquier posible crisis de seguridad. En el sentido Sur-Sur es donde, por el contrario, más urgentemente se precisa instaurar este tipo de mecanismo, tanto para solucionar problemas de rivalidad vecinal (baste como ejemplo recordar que las fronteras entre Argelia y Marruecos siguen cerradas desde hace ya diez años), como para romper la dinámica de desencuentros que caracteriza a Oriente Próximo, empantanado desde hace décadas en el conflicto árabe-israelí.

Sólo a partir de la aprobación de dicha Carta, entendiéndola únicamente como el primer paso de un largo proceso, se podría posteriormente tratar de alcanzar otros objetivos, aún más ambiciosos, como poner en marcha un proceso que pueda conducir a acuerdos de control de armas y de desarme en la, por otro lado, región más militarizada del planeta. Como es bien sabido, si hasta ahora no se ha logrado ni siquiera alcanzar la firma de la citada Carta no es por falta de capacidad analítica de sus promotores o de instrumentos conocidos para fomentar esa necesaria confianza, sino por la imposibilidad de superar el obstáculo que supone la persistencia del conflicto árabe-israelí. De hecho, la Asociación sólo pudo ponerse en marcha (tras vencer las resistencias mostradas por Washington y las divergencias internas que siempre han caracterizado a los miembros de la Unión, algunos de los cuales mantienen una sorda competencia por capitalizar cualquier aproximación a la zona) cuando se entendió que el Proceso de Paz en Oriente Próximo estaba encarrilado, a partir de la puesta en marcha del esfuerzo negociador iniciado en Madrid (1991) y continuado con los Acuerdos de Oslo (1994-5). El asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabin, a finales de 1995, abortó hasta hoy, más allá de episódicos momentos de relativa esperanza, la resolución del conflicto clave en la zona. En consecuencia, la totalidad del ejercicio comunitario para encarrilar las relaciones con sus vecinos mediterráneos descansa en una variable cada vez más tenebrosa, y sobre la que apenas tiene capacidad de influencia.

Lo mismo ocurre en lo que respecta al capítulo de cooperación económica y financiera, por mucho que sea en este ámbito en el que Bruselas se empeña en defender que se han logrado los avances más sustanciales. Esto sería en todo caso válido si nos referimos únicamente al hecho de que se han firmado la práctica totalidad de los Acuerdos de Asociación previstos (a falta del que todavía se negocia con Siria y en previsión de que, tras el nuevo acercamiento de Libia a Bruselas, se inicie a corto plazo un proceso negociador similar con Trípoli). Pero en cuanto se analiza con mayor detalle lo realizado hasta aquí, se hace patente un panorama muy distinto. Por un lado, la UE ha demostrado su falta de entusiasmo para lograr una aplicación plena de los principios del libre comercio, en la medida en que sigue aferrada a la defensa de sus intereses agrícolas, sin asumir las reiteradas demandas de sus socios mediterráneos. Por otro, no se ha producido un solo movimiento conjunto para aliviar la pesada carga de la deuda externa, que recae sobre unas economías debilitadas por tantos años de corrupción e ineficacia en la gestión de los asuntos públicos. En este terreno, en el que más que iniciativas de condonación se deberían plantear otras de reconversión ligadas a determinados compromisos, vuelve a demostrarse la falta de impulso comunitario para entrar en temas relevantes y para poner en juego criterios de condicionalidad política, que sirvan como palancas adicionales para impulsar las tan necesarias reformas sociopolíticas y económicas que demanda la población de estos países.

En estas condiciones no basta, como a menudo intentan los portavoces comunitarios, con destacar el incremento de los fondos financieros dirigidos a la zona (desde los 4.405 millones de euros de los IV Protocolos Financieros (1992-96) a los 9.493 de MEDA I (1995-99), para llegar a los 11.750 en MEDA II (2000-06)). Es evidente que nunca será suficiente el volumen de fondos movilizados desde el presupuesto regular comunitario y desde el Banco Europeo de Inversiones para resolver los problemas de la región. Pero es que además, y frente al optimismo oficial, todavía podría destacarse que en torno al 60% de dichos fondos revisten la forma de préstamos y que, con la salvedad de estos últimos dos años, el grado de movilización real de las ayudas publicitadas ha sido históricamente limitado (26% en MEDA I). Sin inversión privada sustancial (el conjunto de los países de la zona apenas absorbe el 1% de la inversión extranjera directa mundial), sin reglas comerciales justas- que castigan a los bienes agrícolas de nuestros vecinos y que se traducen en un superávit comercial favorable a la UE que ya supera anualmente los 20.000 millones de euros-, sin un Banco de Desarrollo regional (una propuesta que no acaba de concretarse), sin un alivio de la carga de la deuda…, es difícil justificar el optimismo oficial de Bruselas.

La responsabilidad en estas deficiencias no pueden, en cualquier caso, dejar de lado las que han sido provocadas por los gobiernos de los países mediterráneos no comunitarios. Son ellos, con una gestión que sólo puede calificarse de fracasada, los primeros responsables de una situación de permanente deterioro en las condiciones de vida de una población mayoritariamente excluida de los beneficios de unos sistemas desiguales por definición. Cabe decir, para despejar cualquier duda, que no estamos ante países subdesarrollados, en tanto que carentes de potencialidades notables de desarrollo, sino de países mal desarrollados, en función de un ejercicio del poder realizado de espaldas a los intereses del conjunto de la población. Por desgracia, esos mismos gobernantes son los que vienen siendo apoyados sistemáticamente por sus vecinos del Norte, en la medida en que la visión comunitaria sobre la zona se fundamenta, sin cambios profundos hasta la actualidad, en el mantenimiento de un statu quo no sólo paralizante sino, cada vez más, desestabilizador.

En cuanto al diálogo social, cultural y humano no se ha logrado evitar la sensación de que se trata de un capítulo de cooperación de segundo orden. Por mucho que se pretenda enfatizar la importancia de iniciativas como la aplicación de programas universitarios a los países de la orilla Sur y Este del Mediterráneo o la puesta en marcha de una Fundación Euro-Mediterránea para el Diálogo de Culturas y Civilizaciones , al tiempo que se ha reemprendido la andadura de los programas de cooperación descentralizada, nada puede evitar la imagen de que se trata de un tema de interés secundario. Únicamente en el terreno de la lucha conjunta contra las amenazas que representan el terrorismo internacional, el narcotráfico, el crimen organizado o las mafias que trafican con personas cabe identificar un campo de cooperación gubernamental en el que se han producido avances significativos. Sin embargo- al margen de la inconveniencia de que esos temas se hayan ubicado en este capítulo y de la necesidad, por otro lado, de tratarlos en la medida en que constituyen amenazas reales que afectan a los intereses de todos los pueblos de la zona-, queda muy lejos todavía el objetivo de eliminar los estereotipos negativos incrustados en el imaginario colectivo de las sociedades de ambas orillas y de construir un espacio para el intercambio de estudiantes, profesionales, trabajadores… que deben ser, en última instancia, los sujetos fundamentales del necesario cambio en estas materias.

Aunque pueda parecer lo contrario, la escasez del balance extraído en los tres capítulos de la Asociación no debe atribuirse a un equivocado planteamiento de partida o a la ausencia de instrumentos adecuados para hacer frente a los problemas detectados. La UE, que representa el ejemplo más exitoso de la historia en prevención de conflictos (hasta el punto de hacer impensable hoy por hoy una confrontación directa entre sus miembros), dispone de sobradas capacidades para el diálogo político, para la cooperación económica y para la promoción de valores democráticos y de respeto a los derechos humanos. La clave del éxito para alcanzar mejores resultados en el área mediterránea no está, por tanto, en la creación de un nuevo marco de relaciones como el de la Política de Nueva Vecindad o cualquier otro. Poner en marcha otro esquema, en el que no se adivinan objetivos diferentes ni tampoco instrumentos muy distintos a los que ya contempla la AEM, es un juego fatuo que no esconde la principal tara de las iniciativas lanzadas hasta ahora por Bruselas: la falta de voluntad política para asumir en la práctica lo que recogen reiteradamente los documentos.

El ejercicio de construcción de un espacio euro-mediterráneo de seguridad y prosperidad compartido, que entraña riesgos no desdeñables para promover el cambio de unas sociedades globalmente cerradas a otras abiertas, sólo puede desarrollarse si se asume la necesidad de apostar finalmente por la contribución decidida a la reforma de los modelos políticos de nuestros vecinos (lo que seguramente implica la presión sobre los interlocutores tradicionales para permitir la emergencia de esas sociedades abiertas), si se acepta una regulación más justa de las relaciones comerciales y, de igual manera, si la UE se decide a otorgar a la zona la atención que debe merecer como parte integrante de su propia seguridad. No se trata de imponer nuestras soluciones y nuestros modelos, sino de favorecer la potenciación de los actores sociales y políticos ya presentes en su seno, concienciados de la insostenibilidad de los modelos actuales, y de modificar el comportamiento de apoyo acrítico de unos gobernantes que no responden a los anhelos de unas sociedades en crecimiento constante y que se sienten mayoritariamente marginadas. La condicionalidad política y económica, simplemente cumpliendo lo que ya se recoge en los diferentes Acuerdos de Asociación Euro-Mediterránea firmados en el marco de la AEM, debería ser, si Bruselas finalmente asume su responsabilidad, una vía prioritaria para acelerar el proceso de cambio.

Dinámicas externas de conflicto y competencia

Por si esta tarea de superación de obstáculos fuera poca, el agravamiento del conflicto árabe-israelí se presenta como el principal escollo externo que dificulta sobremanera cualquier avance. Enterrada la Hoja de Ruta y empantanados los socios mediterráneos en un eterno debate sobre el concepto del terrorismo, todo parece estar ahora a la espera de la reacción, que será con toda seguridad violenta, de los grupos armados de Hamas y otros movimientos palestinos tras el asesinato del jeque Ahmed Yassin y de su sucesor, Abdelaziz Rantisi. Por su parte, el primer ministro israelí, Ariel Sharon- con el aval explicito que le concede la administración de George W. Bush, único actor externo al que se siente en cierta medida obligado a rendir cuentas- sigue empeñado en dar la espalda a la Hoja de Ruta, mientras trata de sacar adelante su controvertido plan de desconexión unilateral con el hipotético abandono de las colonias de Gaza, al tiempo que continúa con la construcción del muro de separación, con los castigos colectivos a la población palestina de los Territorios, con las amenazas a Siria y Líbano y con el asedio ¿último? al propio presidente de la Autoridad Palestina, Yaser Arafat. En estas condiciones, la espiral de violencia está garantizada por la ceguera de ambas partes, empeñadas en un uso de la fuerza que los aleja cada vez más de la consecución de sus respectivos objetivos. En ese contexto, existe unanimidad en considerar que únicamente la participación decidida de los actores exteriores puede modificar las tendencias suicidas de israelíes y palestinos.

Más allá de apelaciones formales al Cuarteto, que en el comunicado final de su última reunión del pasado 4 de mayo sigue transmitiendo la misma señal de impotencia que en la anterior de septiembre de 2003, es evidente que sólo Estados Unidos tiene capacidad para influir en los acontecimientos. Lo que no parece tan claro es que en las circunstancias actuales- con los focos de Afganistán e Iraq todavía abiertos y con las elecciones estadounidenses ya a la vuelta de la esquina- la administración Bush vaya a emplearse a fondo para lanzar ninguna iniciativa novedosa, ni para forzar a su fiel aliado israelí a abandonar su estrategia de fuerza. Por su parte, la UE parece condenada a seguir manteniendo un perfil bajo en el conflicto, al margen de que sea, con diferencia, el principal apoyo económico al proceso de paz. Sus propias diferencias internas, el tradicional desprecio con el que Tel Aviv responde a cualquier propuesta comunitaria y el interés de Washington de no favorecer el protagonismo de sus socios europeos son factores que explican, por sí mismos, la escasa posibilidad de que Bruselas pueda desbloquear la situación actual. En éste como en otros casos, no se trata de movilizar más o menos fondos para lograr resultados más positivos, sino de disponer de una capacidad de actuación creíble y de una voluntad política para sostener un esfuerzo prolongado. La Unión Europea, de momento, sigue careciendo de ambas.

A los frentes ya mencionados se le añade ahora uno nuevo, de la mano de la nueva iniciativa que Estados Unidos pretende desarrollar para lo que, tan pomposa como imprecisamente, denomina ahora «Gran Oriente Medio». El simple anuncio de Washington complica aún más la tarea de la UE para llevar adelante sus planes mediterráneos. Al parecer, la iniciativa del Gran Oriente Medio plantea la voluntad de Washington para promover la emergencia de sociedades democráticas en un arco que abarcaría desde Mauritania hasta Afganistán. Poco se sabe en detalle todavía de esta idea, y habrá que esperar probablemente hasta la celebración de la próxima reunión del G-8 (junio de 2004) para que sea dada a conocer en su totalidad. Mientras tanto, ya puede percibirse el malestar que está generando en diferentes instancias, tanto árabes (la suspensión de la cumbre de la Liga Árabe, que debía haberse celebrado el Túnez el pasado 29 de marzo, se enmarca en este contexto) como comunitarias (con críticas por no haber sido consultados, olvidando quizás cómo se marginó a Washington en la convocatoria de la AEM, en la que sólo pudo figurar como observador a pesar de su interés por ser admitido como miembro de pleno derecho).

Al margen del fundamento real que pueda tener esa crítica, resulta más sustancial detenerse en otras cuestiones de mayor calado. Por una parte, resulta muy evidente el paralelismo que hay entre la iniciativa estadounidense y la que representa la propia AEM (sin que esta última pueda reclamar tampoco ningún título de propiedad, en tanto que a su vez es heredera del Acta Final de Helsinki, de 1975). En todos estos casos se plantea habilitar fórmulas que consigan la cooperación entre los firmantes en torno a los asuntos políticos y de seguridad, a los económicos y a los socio-culturales (derechos humanos incluidos), considerados al mismo nivel como parte de un todo. Cabría aceptar como un hecho incuestionable que, por muchos que sean los defectos de la AEM, la Unión Europea va ahora mismo por delante de los Estados Unidos en la puesta en marcha de esta fórmula para la región mediterránea, que tan beneficiosa resultó en el marco de la confrontación bipolar propia de la Guerra Fría. Al mismo tiempo, cabría entender que la Política de Nueva Vecindad que ahora plantea Bruselas va, igualmente, en la misma dirección que la que pretende lanzar Washington. Por último, cabe suponer que, a pesar de las notables diferencias que se van progresivamente manifestando entre ambos socios trasatlánticos, todavía son muchos más los intereses y percepciones comunes que nos unen, que aquello que nos separa. En consecuencia, ¿sería tan ilusorio imaginar que ambos pudieran aunar esfuerzos para, poniendo en juego sus ingentes recursos de todo tipo, lograr un objetivo que, al menos teóricamente, parece acorde con nuestros valores, principios e intereses? A la vista de lo ocurrido desde el arranque de la «guerra contra el terror», y sobre todo con ocasión de la ilegítima campaña militar contra Iraq, es difícil actualmente responder positivamente a esta cuestión.Más importante resulta, en todo caso, destacar las implicaciones que tendría el objetivo de la pretendida democratización de estos países (recogida al parecer como objetivo central en la iniciativa de Washington). En primer lugar, porque estas propuestas serán difícilmente aceptadas ni por los gobiernos de la zona (interesados en mantener unos modelos que les garantizan el disfrute de considerables privilegios), ni por el conjunto de la población (que percibe la idea como un nuevo elemento colonialista, de imposición de fórmulas ajenas). Además, basta repasar la historia de las relaciones de Estados Unidos, y de Occidente en general, con el mundo árabe para comprobar que la instauración de la democracia nunca ha sido parte de la agenda. Antes al contrario, se ha optado históricamente por establecer vínculos de comprensión y apoyo a regímenes políticos, mal llamados moderados, en la medida en que cumplieran su papel subordinado a los intereses occidentales, a cambio de garantizarse un amplio margen de maniobra para gestionar a su manera los asuntos internos. Resulta, por tanto, muy aventurado suponer que, en un ejercicio de reconversión repentina, sea ahora la democracia el valor fundamental a defender. Sobre todo si se tiene en cuenta, por último, que los resultados de cualquier posible proceso electoral realmente libre y transparente darían la victoria, con toda seguridad, a los movimientos islamistas que se han convertido, al menos a corto plazo, en la alternativa política más sólida para amplios sectores de una población desencantada de los actores políticos tradicionales.

Con la mente puesta en los riesgos que presenta la región y en la manera de hacerles frente, lo relevante no es si alguien copia esquemas ajenos, sino analizar en qué medida las iniciativas propuestas sirven a los objetivos planteados. En términos ideales todavía cabe imaginar, tal como se ha planteado más arriba, que la mejor vía de actuación debería ser la combinación de esfuerzos entre Bruselas y Washington. En la práctica, sin embargo, es inevitable percibir la emergencia de esta nueva propuesta estadounidense como una señal adicional de la profundización de las brechas existentes.

Tiempo de decisiones

Desde una perspectiva comunitaria se abre paso la necesidad de encarar una reforma profunda de sus planteamientos mediterráneos. El preocupante escenario de desestabilización regional, el agravamiento de los conflictos ya existentes, la emergencia de amenazas tan directas como el terrorismo internacional y la proliferación de armas de destrucción masiva, junto a la conciencia de que el modelo vigente en estas últimas décadas ya ha dejado de servir a la defensa de los intereses propios en el área, en tanto que los gobernantes actuales no se muestran favorables a la reforma profunda de sus manifiestamente mejorables sistemas de poder, apuntan en esa dirección. En esa coyuntura, la UE puede orientar sus esfuerzos hacia el abandono de fórmulas pasadas, incluyendo la AEM, en la creencia de que una sustitución de siglas y de nombres puede provocar un cambio real sobre el terreno. Si así se decide, es previsible que asistamos a un nuevo esfuerzo diplomático de autosugestión y de convencimiento de los países de la orilla Sur y Este del Mediterráneo, para embarcarse en una nueva aventura que sólo ofrecerá como novedad el envoltorio en el que irán integrados los mismos objetivos y muy parecidos instrumentos.Pero, alternativamente, la UE puede aprovechar la reciente ampliación para incorporar a diez nuevos miembros (como ocurrió en 1972, cuando la entrada de Inglaterra promovió la Política Global Mediterránea) para asumir definitivamente los retos que plantea su periferia Sur más inmediata. La solución, en la medida en que la UE debe ser un actor interesado en su búsqueda, no pasa por volver a descubrir el Mediterráneo o por reiterar compromisos tan repetidos como incumplidos. La Asociación Euro-Mediterránea reúne, a pesar del magro balance acumulado hasta aquí, las condiciones para convertirse en la fórmula adecuada para servir de marco de actuación. En ella están ya planteadas desde la aplicación de las cuatro libertades básicas (mercancías, servicios, capitales y personas), que ahora se presentan como si fuera una novedad absoluta en la Política de Nueva Vecindad, hasta la condicionalidad política vinculada a la promoción de valores democráticos y el respeto de los derechos humanos, pasando por la plena instauración de un régimen de libre comercio.

En definitiva, lo que se necesita, cabe repetirlo una vez más, no es seguir a la búsqueda inalcanzable de un marco ideal que englobe todas las variables posibles. Las claves fundamentales para encontrar la salida del túnel vienen definidas por la necesaria capacidad de actuación- para lo que la aprobación de la Constitución europea constituye un elemento vital- y la voluntad política necesaria para asumir lo que ya recoge la AEM. A partir de ahí, y con la inevitable incertidumbre que siempre suponen estos temas, la significativa diversidad de instrumentos culturales, sociales, políticos, económicos, diplomáticos y de seguridad con los que cuenta la UE deberán producir resultados netos positivos no sólo para los socios de Bruselas sino para la totalidad del área euro-mediterránea. La defensa a ultranza del statu quo ya hace mucho tiempo que ha dejado de tener sentido, a no ser que la UE quiera enfrentarse a un escenario descontrolado que se vuelva directamente contra sus intereses en la zona.

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