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Jugar con fuego sin asumir las consecuencias: apoyo a impresentables

Para Esglobal.

La peligrosa tentación de Gobiernos y Estados de apoyarse en señores de la guerra, criminales, milicias y todo tipo de grupúsculos violentos para lograr propósitos geopolíticos y geoeconómicos

Pueden ser gobiernos como el de Bashar al Asad en Siria, grupos paraestatales tales como Hamás, Hezbolá o los hutíes en Oriente Medio o señores de la guerra, bandidos, maras, criminales y hasta terroristas y mercenarios en una amplia gama que va desde los cárteles latinoamericanos y las guerrillas y milicias de muy distinto signo hasta los talibanes afganos, Al Qaeda, Daesh, el Ejército Nacional Libio comandado por Jalifa Haftar e innumerables grupúsculos violentos apenas disfrazados con algún mínimo discurso ideológico. Para quienes tienen alma de demiurgo y se sienten tentados de tomar atajos para lograr sus fines, todos ellos aparecen a sus ojos en algún momento como potenciales instrumentos útiles. Instrumentos de los que normalmente reniegan en público sus patronos, pero muy presentes en sus agendas como parte de un juego de alto riesgo que suele provocar los eufemísticamente denominados «efectos colaterales» que se ceban con la población civil y que, en no pocas ocasiones, acaban por quemar a quienes los promueven.

Ninguno de ellos, por supuesto, tendría espacio y acogida en un mundo ideal, donde la ONU no solo tendría la voluntad sino también la capacidad real para gestionar la agenda de paz y seguridad a escala planetaria, vigilando que todos cumplen las reglas de juego y castigando al que se las salte. Del mismo modo, tampoco los Estados miembros de la comunidad internacional les darían cancha, ajustándose en la defensa de sus legítimos intereses a no usar ni amenazar a otros con la fuerza, a no entrometerse en sus asuntos internos, a respetar el Derecho internacional y a confiar en la ONU como un policía global efectivo.

Pero, por desgracia, en el mundo real nada de eso sucede. Hoy la ONU está totalmente marginada e incapacitada para cumplir su tarea (nada menos que evitar la guerra a las generaciones futuras, como recoge su Carta fundacional). También hay Estados, tanto si son democráticos como si son señalados como dictaduras, que olvidan con demasiada frecuencia los valores y principios que dicen defender y promover en el concierto internacional, cayendo en la tentación de optar por impresentables, creándolos o potenciándolos, al servicio de sus intereses geopolíticos y geoeconómicos.

Quienes, desde una plataforma estatal, practican el todo vale suelen responder, en principio, a dos motivaciones. La primera se hace más obvia cuando para el que decide entrar en ese tipo de relaciones con indeseables no están en juego sus intereses vitales. En ese caso, se prefiere reservar las propias fuerzas para mejor ocasión y emplear a actores locales que hagan el trabajo sucio. Ejemplos tan notorios como la Contra nicaragüense, los muyahidines afganos o, más recientemente, los hombrecitos de verde en Ucrania sirven para mostrar cómo tanto Washington como Moscú y muchos otros han acabado creyendo que podían manipular a su antojo a pequeños monstruos dispuestos a cumplir a rajatabla sus dictados. La segunda, muy ligada a la anterior, responde al intento de escapar al escrutinio parlamentario y mediático que suele suponer el empleo de tropas propias en aventuras militares fuera del territorio nacional. Quienes prefieren esta opción cuentan con que la muerte de extraños en operaciones más o menos encubiertas no tiene la misma repercusión entre su propia opinión pública en términos electorales, lo que creen que les otorga un mayor margen de maniobra, aunque eso suponga hacer dejación de sus responsabilidades y adentrarse en aguas muy turbias.

Por su parte, en el otro extremo del espectro, son muchos los gobiernos y grupos no estatales deseosos de contar con el apoyo de padrinos generosos, dispuestos a jugar con fuego. Saben que con sus propias fuerzas les resulta imposible lograr sus propósitos y confían en que un poder superior les permita alcanzarlos. Y eso vale tanto para un Sadám Husein que Estados Unidos vio en su día como un ariete manejable y capacitado para echar abajo la revolución iraní encabezada por el ayatolá Jomeiní, como para los dirigentes kurdos que en repetidas ocasiones se han puesto en manos estadounidenses con el fin de avanzar en su sueño político de constituir un Estado propio o los rebeldes (expresión que esconde a menudo a especímenes poco recomendables) deseosos de derribar a Muamar al Gadafi o a Bashar al Asad. Aunque sean conscientes que hay un riesgo claro de quedar abandonados en mitad del camino -cuando sus servicios ya no sean considerados útiles para los propósitos de quienes los respaldaban-, saben también que no pueden despreciar esa ayuda si desean acercarse a sus objetivos.

Y en ese cruce de intereses y cálculos recíprocos se terminan por encontrar unos y otros. Los primeros, traspasando los límites que impone el Derecho internacional, creen poder así acortar los tiempos para imponer su agenda, manipulando los sueños (o las pesadillas) de actores menores para convertirlos en carne de cañón al servicio de sus intereses. Los segundos, que saben que van a ser negados y hasta criticados públicamente por sus patrocinadores, entienden que esa cobertura es la vía principal, sino la única, para poder superar sus propias limitaciones y aspirar a alcanzar sus objetivos finales, sean estos políticos o, cada vez más frecuentemente, meramente crematísticos. A fin de cuentas, unos y otros calculan que, si la aventura conjunta resulta exitosa, tiempo habrá de reescribir la Historia para travestir de héroes y luchadores por la libertad a sus participantes, integrándolos incluso en la vida nacional en la nueva etapa que se abra tras la victoria. En caso contrario, lo habitual es olvidarse de aquellos cuya compañía ya no resulta rentable y buscar un chivo expiatorio que cargue con la responsabilidad de haber hecho lo incorrecto. Y, si las críticas suben de tono, aún cabe elevar el discurso exculpatorio, echando mano de eufemismos tan manidos y desgastados como el de la necesidad de bajar a las cloacas y ensuciarse para defender la democracia o, como última ratio regis, haciendo referencia a los tan sacralizados intereses superiores del Estado que a tantos les sirven de patente de corso para llevar a cabo acciones ilegales.

La más pura realpolitik puede intentar justificar este tipo de comportamiento, aduciendo que en ocasiones no hay más remedio que mancharse si se quiere desbloquear una situación conflictiva. Pero, además de las consideraciones éticas y de las que emanan del compromiso adquirido de respetar las leyes y los derechos humanos -que ya deberían ser suficientes para resistir la tentación-, basta con repasar tantos ejemplos de fracaso cosechado por esa vía para concluir que en ningún caso cabe verlo como una buena práctica. Hasta que se llegue a entender que la defensa de valores y principios no es incompatible con la defensa de intereses geopolíticos y geoeconómicos -por el contrario, es la mejor vía para garantizarlos-, bastaría con tener presente los efectos negativos de confiar en maleantes de todo signo.

Sin embargo, a pesar de las lecciones aprendidas se constata que sigue recurriéndose cotidianamente a esos actores como socios o aliados. Y las razones para ello son desgraciadamente múltiples. En primer lugar, por el convencimiento de que, aunque hacerlo suponga una violación del Derecho internacional y una abierta incoherencia entre las palabras y los hechos de quien se decide a recurrir a ellos, se cuenta con que será muy difícil demostrar la relación entre el promotor y el ejecutor hasta el punto de que de ahí pueda derivarse una condena efectiva. Además de esa sensación generalizada de impunidad, corroborada por tantos ejemplos conocidos (incluyendo los actuales de la implicación militar rusa y turca en el conflicto libio), el dominante enfoque cortoplacista que define las relaciones internacionales explica, asimismo, que ante la falta de voluntad para realizar un esfuerzo sostenido en el tiempo que atienda a las causas estructurales que explican la violencia, se opte por recurrir a fórmulas de supuesto efecto inmediato, aunque con ello acaben creándose más problemas.

Si a eso se suma que también con frecuencia esos circunstanciales aliados tienen sus propias agendas es fácil suponer que, sobre todo cuando el conflicto en el que están inmersos se prolonga en el tiempo, no van a limitarse a cumplir subordinadamente lo que les indica su patrón exterior, sino que tenderán a desarrollar sus propios planes. Estos pueden no coincidir con los de su patrocinador e incluso pueden derivar en que terminen por morder la mano de quien les ha dado de comer hasta entonces.

No son, en definitiva, ni un mal menor ni una opción inesquivable. Y la toma de conciencia sobre las hipotecas que generan con respecto a sus patrocinadores, tanto en imagen como en afectación a sus verdaderos intereses y en las enormes dificultades para lograr liberarse de las criaturas que ellos mismos han creado o potenciado -lo que muchas veces lleva a un mayor empantanamiento en estrategias fracasadas (como ocurrió, por ejemplo, con el apoyo estadounidense a los señores de la guerra y a los talibanes en Afganistán)- debería ser suficientemente disuasoria para rechazar implicarse en un juego tan peligroso y condenable.

IMAGEN: El general libio Khalifa Haftar con el Presidente italiano, Giuseppe Conte, en la Conferencia para Libia celebrada en Palerno, 2018. Tullio Puglia/Getty Images

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