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¿Un nuevo proceso de paz palestino-israelí?

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Son tantos los deseos acumulados tras años de frustraciones y fracasos en la búsqueda de una paz justa, global y duradera entre árabes e israelíes que ahora cualquier señal, por pequeña que sea, tiende a generar unas expectativas desproporcionadas. Así ha ocurrido tras la segunda reunión oficial entre Ariel Sharon y Abu Mazen, celebrada en Jerusalén el 29 de mayo. Más allá de las reacciones de apoyo que deba suscitar toda acción encaminada a volver a la mesa de negociaciones y a alejarse de opciones violentas que, para ninguna de las dos partes, representan vías eficaces para alcanzar sus objetivos nacionales, es preciso analizar con mayor detalle lo que se ha dado a conocer como resultado de dicha reunión.

Puede concluirse que tanto israelíes como palestinos, aunque por distintas razones, han asumido la Hoja de Ruta como un camino a explorar conjuntamente y que desde el exterior se aunarán esfuerzos para lograr avances reales. Sin embargo, nada oculta las tremendas las dificultades que presenta ese itinerario cuando, además, no puede contarse desde su arranque con una voluntad política conjunta por aprovechar esta nueva oportunidad para romper el ciclo de la violencia. Sharon actúa como quien se siente muy próximo a alcanzar sus objetivos, convencido de que \\\»los árabes sólo entienden el lenguaje de la fuerza\\\», y dentro de su lógica no tendría mucho sentido dar marcha atrás para conceder una nueva tabla de salvavidas a los palestinos. Más bien parece decidido a aprovechar esta coyuntura, en la que se combina su apuesta por el uso de la fuerza con el apoyo que le ha prestado Washington, para forzar la resistencia palestina en una mesa de negociaciones a la que, una vez más, los líderes de la Autoridad palestina llegan claramente disminuidos. Estos últimos, por su parte, parecen haber renunciado a objetivos ambiciosos y se muestran dispuestos a aceptar lo que se le ofrezca (con lo que se arriesgan, entre otras cosas, a aumentar todavía más la alienación de su propia sociedad, tanto los que habitan los Territorios como los más críticos que engrosan las filas de los refugiados.)

Cualquier intento por aprovechar las, por otro lado muy limitadas, opciones de la Hoja de Ruta debería centrar el esfuerzo desde su inicio en la defensa de, al menos, tres principios. El primero es el de la simultaneidad en los pasos a dar a partir de ahora. En declaraciones públicas, prácticamente coincidentes con la celebración de la reunión ya citada, el ministro israelí de exteriores, Silvan Shalom, se ha encargado ya de matizar que, desde la perspectiva de su gobierno el método no debe ser paralelo (simultáneo), sino secuencial, de tal manera que Israel se reservará siempre la posibilidad de no seguir adelante cada vez que considere que los palestinos no han cumplido a su satisfacción un paso anterior. Aunque, teóricamente, esto mismo podría ser planteado por los dirigentes palestinos, todo apunta a que la carga de la prueba recae en la práctica en estos últimos. Hay que repetirlo nuevamente, sin simultaneidad (y para eso es necesaria una voluntad política decidida a no levantarse de la mesa aunque la violencia siga presente y una fuerte presión externa, con Estados Unidos a la cabeza) no será posible convencer ni a los habitantes de los Territorios (próximos al estallido generalizado incluso contra sus propios dirigentes), ni a los grupos violentos (que sólo podrían renunciar, aunque sólo sea por razones tácticas, a los ataques en la medida en que se percibieran pasos efectivos de Israel, en términos de retirada militar, de finalización de los asesinatos selectivos o de los castigos colectivos.)

El segundo principio a aplicar sin concesiones debería ser el de entender que la Hoja de Ruta es innegociable y que, por lo tanto, las catorce peticiones de reforma que pretende introducir Sharon están fuera de lugar. No sirve el argumento de que se trata de reformarla para hacerla precisamente más eficaz, intentando aclarar determinados conceptos para acercar posiciones. Teniendo en cuenta la diferencia de fuerzas en cualquier mesa, es inmediato imaginar que el acercamiento se realizaría siempre a favor de la interpretación que el gobierno de Sharon quisiera imponer. Desde esa perspectiva sería necesario no solamente enviar un mensaje tajante al gobierno israelí en el sentido de que debe renunciar a esa pretensión, sino de que entre los pasos inmediatos a dar deberían incluirse la detención tanto del muro de separación como de la ampliación de los asentamientos.

Por último, resulta imprescindible evitar que Estados Unidos se convierta, tal como desea Sharon, en el único árbitro con capacidad para evaluar el comportamiento de israelíes y palestinos. No se trata solamente de evitar que Washington incline todavía más la balanza a favor de su importante aliado en la zona (¿cómo puede entenderse que todavía hoy, casi veintitrés años después de la declaración de Venecia, por la que la entonces Comunidad Económica Europea reconoció a la OLP como el legítimo representante del pueblo palestino y apostó por el derecho a su autodeterminación, los gobernantes israelíes hayan marginado sistemáticamente a Bruselas de cualquier esfuerzo negociador?). Se necesita, asimismo, que los palestinos sientan el apoyo de los países comunitarios para compensar su inferioridad en la mesa de negociaciones y que, de esa manera, estén más dispuestos a aceptar cualquier futuro acuerdo. Si esto no se logra, y únicamente Washington aparece como intermediario ¿honesto y objetivo? en la mesa, las posibilidades de que la Hoja de Ruta conduzca a buen puerto serían aún más escasas.

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