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Israel y Jordania, elecciones de trámite

Aunque siempre suelen generar cierto revuelo mediático, las convocatorias electorales que acaban de celebrarse en Israel (22 de enero) y Jordania (23 de enero) no parecen llamadas a pasar a la historia, ni por sus resultados ni por sus posibles consecuencias.

Por lo que respecta a Israel, la victoria (31 escaños) del tándem Likud-Ysrael Beiteinu (o, lo que es lo mismo, Benjamin Netanyahu-Avigdor Lieberman) no constituye sorpresa alguna. Tampoco lo es que, como viene ocurriendo desde 1948, ningún partido haya logrado la mayoría absoluta, prácticamente inalcanzable con una ley electoral que establece un distrito único nacional y que tan solo exige un 2% de los votos para obtener algún escaño en la Knesset. Visto así, y a la espera de que el siempre turbulento proceso de conformación de un gabinete ministerial dé como resultado más probable una coalición de Bibierman (como se ha llamado coloquialmente a los vencedores) con el centrista Yair Lapid (al frente del novedoso Yesh Atid, con 19 escaños) y con la laborista Shelly Yachimovich (con 15), nada apunta al fin de los serios problemas internos israelíes ni, mucho menos, a la pronta resolución de los problemas que aún mantienen con los palestinos, sirios y libaneses.

Es cierto que los resultados muestran una cierta corrección del electorado con respecto al temor de derechización extrema en el que Israel lleva tiempo metido. Pero el rumbo está ya muy definido en sus líneas fundamentales. Así, en clave interna, parece claro que Bibierman está en condiciones de aprobar duras medidas económicas, contando ahora con socios que las harán más digeribles a sectores sociales que están siendo duramente castigados por un sistema que genera una creciente desigualdad social, mientras sigue gastando no menos de un insostenible 7% en defensa (frente al objetivo, nunca alcanzado, del 2% que señala la OTAN a sus miembros).

Tampoco hay señales de que el futuro gobierno vaya a buscar seriamente la paz con sus vecinos. Aunque el discurso oficial sigue planteando la idea de dos Estados, la realidad diaria muestra sobradamente la voluntad israelí de dominar la totalidad de Palestina, aunque eso suponga violar los derechos de la población ocupada y recibir críticas de algunos gobiernos occidentales. Hoy por hoy, la sociedad israelí parece incapacitada para entender que su seguridad no puede estar basada en la inseguridad de sus vecinos.

Jordania, por su parte, ha vuelto a enfangarse en un formal ejercicio electoral que no resuelve ninguno de los graves problemas que afectan a su siempre débil monarquía, ni tampoco a los que castigan a la mayoría de una población fragmentada y crecientemente crítica con un régimen que sigue creyendo que basta con reformas cosméticas para seguir controlando la situación. En nada sustancial cambia el hecho de que ahora el primer ministro sea elegido directamente por el parlamento (el rey ha quemado ya a cuatro personajes en ese puesto desde que empezaron las movilizaciones de 2011), o de que los escaños reservados para los partidos pasen de 17 a 27 (cuando los 123 restantes quedan asignados a líderes tribales y personajes acomodaticios a los designios de palacio).

Las reiteradas proclamas reales sobre su intención de desembocar en una monarquía constitucional se difuminan a los ojos de una población- con mayoritaria presencia palestina y con un notable protagonismo de la rama local de los Hermanos Musulmanes- que ya se ha atrevido abiertamente a cuestionar el papel de una dinastía foránea, impuesta en su día por Londres. Aunque la jornada haya sido pacífica y con observadores internacionales que han validado su desarrollo, es cuestionable que el porcentaje de participación haya sido del 56,5.

Lo ocurrido suena a un juego demasiadas veces repetido, con las cartas marcadas de antemano, manipulando las claves tribales para asegurarse el voto de los líderes locales por mera obediencia más o menos entusiasta, mientras se escenifica un cierto espíritu de reforma, permitiendo que haya 17 mujeres y hasta una treintena de representantes del islamismo político (en calidad de independientes) entre los miembros de un parlamento que no cabe imaginar que esté dispuesto a ir más allá de donde Abdalá II desee.

Si a lo ocurrido en estos dos países se suma el inquietante panorama que presentan hoy Siria y Líbano, sin olvidar a un Egipto igualmente convulso, se puede concluir que la región necesita algo más que meros retoques. Pero eso no parece que vaya a ocurrir mañana mismo.

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