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Israel, celebraciones con sordina

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(Para Radio Nederland)
Toda celebración de un aniversario conlleva una mirada hacia atrás que, a menudo, olvida el presente y el futuro. El que hoy celebra Israel, cumpliendo sus primeros sesenta años de existencia, no escapa a este modo de actuar. Desde hace días, anticipándose a una celebración oficial ahora mortecina, se vienen escuchando con reiteración los argumentos que destacan el triunfo que supone haber consolidado un Estado después de siglos de diáspora y de un sufrimiento tan brutal como el del Holocausto a manos del régimen nazi. Es obligado decirlo: Israel es, en ese sentido, una empresa de éxito como Estado reconocido por la mayoría de la comunidad internacional y con capacidad demostrada para garantizar que, por la fuerza, nunca será derrotado por sus vecinos (ni de uno en uno, ni tampoco circunstancialmente aliados). Pero eso no basta ni modifica un ápice los parámetros de una violencia que no cesa y los augurios sobre la insostenibilidad de la actual apuesta militarista que sus dirigentes vienen realizando desde hace, al menos, cuarenta años.

De hecho, ni siquiera ese pasado trufado de heroicidades y lucha contra el destino aparece libre de sombras. Seis guerras con los vecinos y dos revueltas internas (Intifadas) de la población ocupada de Gaza, Cisjordania y Jerusalén no pueden ser hitos de los que enorgullecerse. Tampoco lo puede ser el historial de incumplimientos de la legalidad internacional o la tragedia impuesta a otro pueblo a expensas del cumplimiento de un sueño largamente ansiado (y finalmente concretado de la mano del movimiento sionista que, aún hoy, sigue dominando la escena política israelí). Algo debe haber de problemático en esa aventura histórica cuando hoy sólo 5,7 millones de judíos, de los aproximadamente quince que hay en el planeta, se han convencido de que Israel es el hogar nacional al que vale la pena encaminarse. En términos de paz- y a pesar de los más de sesenta planes, iniciativas y negociaciones contabilizados hasta hoy- Israel sólo ha logrado firmar un acuerdo (lo que no equivale en ningún caso a la normalización de relaciones) con Egipto y Jordania. Por el camino ha ido perdiendo, asimismo, gran parte de la simpatía internacional que había cosechado en su arranque, hasta el punto de convertirse a lo ojos de sociedades muy distintas, no solamente árabes o musulmanas, en una fuente de inseguridad e inestabilidad.

Internamente tampoco ha logrado cerrar las brechas, más bien al contrario, entre sefardíes y askenazíes (con clara discriminación de los primeros), ni entre laicos y religiosos (minoritarios pero con suficientes palancas de poder para seguir manteniendo privilegios cada vez más cuestionables y para chantajear a sus conciudadanos en muchos aspectos de su vida diaria) y, de modo más general, entre ricos  pobres (por utilizar los conceptos clásicos). Israel se mantiene unido en gran medida por la fuerza de la religión y la pervivencia de un enemigo exterior común. Pero presenta unas fracturas internas tan poderosas que no es aventurado argumentar que, si lo logra, la resolución de los problemas con sus vecinos no significará el final de su lucha por conformar una sociedad abierta y democrática.

Las referencias al presente no transmiten una imagen mucho más atractiva. Desde mediados de la década pasada- más concretamente, desde que su entonces primer ministro, Isaac Rabin, fuera asesinado en noviembre de 1995 por un ciudadano judío israelí- Israel ha pasado, con una corta excepción liderada por el laborista Ehud Barak, a ser comandado por dirigentes (Netanyahu, Sharon, Olmert y, tal vez mañana, nuevamente Netanyahu) que creen poder alcanzar sus objetivos estratégicos e históricos sin ceder nada sustancial a ninguno de los que comparten con ellos el Oriente Próximo. La fuerza como instrumento preferente, el temor y el miedo como motor de movilización ciudadana, el apoyo férreo del líder mundial y el desprecio a las leyes internacionales son los elementos principales de un camino equivocado. Un error que no deriva de una apreciación subjetiva del observador externo, sino de una simple constatación del deterioro de la seguridad (precisamente el factor obsesivamente manipulado por las autoridades) y de los niveles de bienestar de los ciudadanos israelíes.

Hoy no hay ningún proceso de paz en marcha, ni siquiera una negociación o diálogo con cierta aspiración que vaya más allá de la necesidad mediática de dar a entender que hay voluntad por explorar una resolución pacífica de las diferencias. La realidad desmiente diariamente esa falsa apariencia, con el goteo de una acción de fuerza que genera más dolor y más sentido de revancha y la ampliación de unos asentamientos totalmente ilegales que hipotecan, aún más si cabe, a los futuros negociadores que sucederán a los actuales gobernantes. No nos engañemos: también hay incumplimientos y violencia alimentada desde el otro lado, pero eso no puede ocultar que el camino marcado por el ocupante sólo conduce a la más absoluta oscuridad para todos. Quienes hoy ocupan el poder en Israel no sólo atentan contra los intereses de los palestinos, sino también contra los de su propio pueblo en la medida en que su estrategia no ofrece ninguna salida digna a una sociedad que quiere reconocerse entre los países desarrollados, tolerantes y democráticos.

Con esos antecedentes y con lo que los propios protagonistas actuales de la escena israelí proclaman cada día el futuro se presenta turbulento. La dinámica que ha llevado hasta aquí dificulta hasta el extremo que mañana un líder y una sociedad israelíes, entrenados en el temor y en la fuerza bruta, asuman la retirada a las fronteras de 1967, el diálogo con Hamas o la liberación de Marwan Barguti, uno de los pocos líderes palestinos con capacidad para romper la parálisis que atenaza hoy a la Autoridad Palestina.

Siempre se pueden encontrar razones para un brindis, pero en Israel hay que hacer un forzado ejercicio de autosugestión para levantar la copa con cierta alegría. Larga vida a los judíos y a los israelíes… y a los palestinos, y a los árabes, y a los musulmanes.

Artículo en gallego

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