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¿Soldados para todo?

(Para Radio Nederland)

La creciente utilización de las Fuerzas Armadas (FAS) en muchos países de América Latina para tareas que tradicionalmente han sido asumidas por la policía (lucha contra la delincuencia, combate al narcotráfico, violencia en cascos urbanos) ha hecho que se vuelva a poner sobre el tapete el papel que éstas deben cumplir en un estado democrático.

Y este debate, en un continente en el que la hoja de servicios de las FAS en materia de derechos humanos o respeto de las libertades es lamentablemente trágica, es muy relevante ya que toca aspectos esenciales del estado de derecho y de las concepciones sobre la democracia.

El hecho de que el tema de las políticas para combatir la violencia y el crimen organizado se haya incluido en la VI Cumbre de la Américas que se celebrará en Cartagena de Indias (Colombia) los próximos días 14 y 15 de abril, debiera permitir abordarlo de un modo franco ya que los gobiernos que están haciendo este uso de sus FAS en estas materias se encuentran en todos los campos del espectro político.

Un tema antiguo con nuevas dimensiones

El uso de las FAS para tareas típicamente civiles que no les son propias es algo que forma parte de la práctica de muchos estados en situaciones de emergencia y existen numerosos ejemplos de ello. Desde el uso de medios militares en tareas de socorro en desastres de todo tipo, hasta la militarización de ciertos servicios públicos en casos excepcionales.

El control del tráfico aéreo, o los servicios de salud o transporte se han militarizado en muchos países en casos de huelga o disturbios internos con ese carácter de excepcionalidad. Y aunque siempre es un tema discutible, los argumentos a favor de esta utilización, repetimos excepcional, de las FAS son claros y tienen que ver con la obediencia, el régimen jerárquico y la supuesta eficacia para cumplir de modo rápido funciones de gran prioridad social y que garanticen servicios básicos o aumenten la seguridad.

El balance de estos casos es también polémico y va desde el «éxito» del presidente estadounidense Ronald Reagan en 1981 en la huelga de controladores aéreos, hasta los fiascos por el uso inadecuado y muy ineficiente de medios militares en la atención de salud en emergencias en las inundaciones de Mozambique en el año 2000.

El tema se complica aún más cuando ciertas tareas clásicamente civiles y que podrían realizarse con normalidad por actores civiles se incorporan al trabajo de las FAS de modo permanente y estable. El caso de la Unidad Militar de Emergencias (UME) en España sería, a nuestro juicio, un mal ejemplo de militarización de una política pública, la protección civil (¡además civil!) que sería perfectamente abordable sin la utilización de las FAS.

Y en este caso y otros similares las razones tiene más que ver con la necesidad de justificar el papel de las FAS en países en los que las amenazas clásicas a la seguridad –aquellas precisamente para que las FAS estarían preparadas-, o bien han desaparecido o se han modificado radicalmente. Las fronteras entre la seguridad exterior competencia de las FAS y la interior, en la que se centrarían las fuerzas policiales, se han difuminado.

Los riesgos de la militarización de la seguridad en América Latina

El agravamiento de ciertas amenazas a la seguridad, básicamente aquellas vinculadas con la gran delincuencia organizada ligada al narcotráfico, ha hecho que en numerosos países del continente se haya acelerado el uso de las FAS para enfrentarlas, en detrimento de los medios policiales.

Dentro de un enfoque de la seguridad básicamente represivo y con pocas consideraciones novedosas desde la perspectiva judicial, educativa o preventiva. En casos tan variados como México o Guatemala pero también Venezuela, Ecuador, Bolivia o Brasil, cada vez más, las FAS forman parte de los dispositivos habituales de lucha contra la delincuencia, el crimen organizado o la garantía de seguridad en la periferia de las grandes ciudades o los barrios problemáticos.

En algunos casos esto supone de facto un reconocimiento del fracaso de la lucha policial, pero al mismo tiempo transmite un mensaje de fragilidad institucional y de falta de voluntad política para fortalecer los medios que deberían ser los adecuados frente a estas amenazas.

Y si siempre se recurre al argumento de la corrupción entre las fuerzas policiales y sus nexos con el crimen organizado, no es menos cierto que las FAS en la mayor parte de países tampoco cuentan con una historia de transparencia y de rendición de cuentas de su actuación que los legitime.

Eso sí, son más dóciles ante los intereses de sus mandos políticos y también tienen interés en fortalecer su papel en sociedades en cambio, que no les han percibido en el pasado como garantes de sus libertades. Y que en cada vez más casos cuestionan su papel.

Un tema que no es menor es el de la adecuación de la formación que reciben las FAS para enfrentar estas nuevas amenazas y el de la falta de profesionalidad para ejercerlas. Abordar tareas de seguridad interior supone, debe suponer, un conocimiento del marco jurídico y de derechos y una consideración de los ciudadanos como sujetos de derecho.

Y una subordinación al poder civil y a las reglas democráticas. Algo muy distinto a las consideraciones clásicas de las FAS en materia de seguridad exterior, amenazas externas, etc. Y es dudoso que las FAS estén, en general, preparadas para eso.

Las nuevas amenazas a la seguridad derivadas del incremento de ciertos tipos de delincuencia requieren propuestas innovadoras y, tal vez, cierta osadía como la de abordar los temas de legalización de las drogas de modo abierto, como han planteado algunos líderes americanos.

Pero recurrir a viejas y simples respuestas como la militarización supone riesgos que pueden suponer a medio plazo más problemas que los que hoy tratan de resolverse.

 

 

 

 

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