Irak: la democratización a la fuerza
(Para Radio Nederland)
Además de su afán por convencer de que el objetivo de la campaña militar lanzada contra Sadam Husein es lograr su desarme, los portavoces de la actual administración estadounidense vienen reiterando hasta la saciedad que su intención última es la liberación y la democratización de Iraq. En cuanto al primer objetivo cabe recordar que, sin perder de vista que efectivamente se trata de un régimen proliferador, nada indica que desde la imposición de las sanciones internacionales tras la operación «Tormenta del Desierto» (1991) el dictador iraquí haya podido relanzar sus programas nucleares, químicos o biológicos hasta el punto de que hoy en día puedan considerarse una amenaza inminente para la seguridad internacional. También resulta cuando menos llamativo que la crisis provocada simultáneamente por una Corea del Norte que ha reconocido abiertamente que ya posee armas nucleares sea enfocada desde una perspectiva exclusivamente diplomática, mientras que contra Iraq se haya lanzado una operación militar en toda regla.
Por lo que respecta al segundo objetivo, bastaría con repasar la historia de la región y sus relaciones con sus antiguas potencias colonizadoras (Gran Bretaña, fundamentalmente) y con Estados Unidos para comprobar cómo la democracia nunca ha estado en la agenda. Por una parte, lo que permanentemente se ha pretendido, con la intención de mantener el control sobre una región clave en los mercados mundiales de hidrocarburos, es configurar unos países con fronteras artificiales, dentro de las que se ha obligado a convivir a comunidades sin ningún tipo de proyecto nacional común. Por otra, se ha optado por apoyar a unos regímenes políticos que han demostrado sobradamente su alto nivel de corrupción y de ineficiencia, más interesados en la defensa de sus privilegios que en la satisfacción de las necesidades básicas de su población.
En consecuencia, la política occidental en la región ha preferido apostar por líderes manejables y sociedades sumisas. Así se ha podido mantener durante décadas el control de unos países que resultan vitales para el mantenimiento de los sistemas económicos propios de los llamados países desarrollados, basados en el consumo de los hidrocarburos. En el camino ha quedado siempre arrinconado el interés por promover una auténtica democracia que, a corto plazo, tendría como resultado más probable la toma del poder por parte de los grupos islamistas reformistas o radicales que constituyen, de hecho, la única alternativa política que cuenta con un respaldo popular incuestionable. El caso argelino constituye un buen ejemplo, dado que cuando en 1991 las urnas, en las primeras elecciones realmente libres de toda la región, estaban a punto de confirmar el triunfo del Frente Islámico de Salvación, tanto los países comunitarios como Washington optaron por justificar un golpe de Estado interno promovido por los militares para abortar esa deriva que percibían como altamente desestabilizadora. Antes de enfrentarse a nuevos interlocutores que, a buen seguro, pretenderían establecer nuevas reglas de juego, la respuesta más probable es seguir defendiendo a los líderes políticos que han regido los asuntos de la práctica totalidad de los países árabo-musulmanes de espaldas a sus propias poblaciones, en la medida que sigan dispuestos a aceptar su papel secundario y que sean todavía capaces de controlar, con métodos claramente represivos, cualquier proceso desestabilizador del statu quo actual.
Nada indica que ahora el plan estadounidense de control político de Iraq, una vez eliminado de la escena el poder de Sadam Husein, vaya a poner en marcha un proceso de democratización regional. Los rescoldos de la campaña militar seguirán generando tensiones de grado significativo, lo que obligará a mantener una presencia militar por un tiempo indefinido, mientras que los mandos militares estadounidenses actuarán como auténticos procónsules del imperio, con capacidad, al margen de que lleguen a contar finalmente con el respaldo oficial de la ONU, para regular todos los aspectos de la vida iraquí. Esta situación no parece la mejor de las posibles para consolidar un proceso democrático, inédito por otro lado en la historia del país, que realmente arraigue entre los más de 22 millones de iraquíes. Aún en el caso improbable de que Washington estuviera realmente decidido a impulsar un proceso netamente democrático es preciso recordar que Iraq, a diferencia de los clásicos ejemplos de democracia impuesta por las armas (Japón y Alemania), no es un país homogéneo. Las fracturas internas entre diferentes grupos confesionales (shiíes, sunníes, cristianos…) y étnicos (kurdos, turcomanos…) auguran un panorama altamente inestable que aleja tanto la pacificación del Iraq post-Sadam Husein como, mucho más, su democratización.