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¿Quién se acuerda de Darfur?

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(Para Radio Nederland)
A mediados del año 2002 y tras varias semanas de negociaciones, el gobierno sudanés y los rebeldes del Ejército Popular de Liberación de Sudán (SPLA) firmaron un primer acuerdo de paz que parecía abrir esperanzas para el fin de una cruel guerra que duraba más de veinte años. El conflicto, de base religiosa e implicaciones étnicas, entre los musulmanes del Norte y los cristianos y animistas del Sur de Sudán, se remonta incluso a antes de la independencia de Gran Bretaña en 1956 y ha sido en todos estos años una de las guerras que más víctimas se ha cobrado en el escenario internacional. La confrontación armada, unida a las malas cosechas, a la dificultad para la llegada de la ayuda internacional, a los masivos éxodos de población, a las violaciones masivas de los derechos humanos y a la fragilidad del Estado para cumplir con sus obligaciones, cuando no su complicidad en las exacciones, han hecho de Sudán uno de los casos más representativos de eso que se ha dado en llamar eufemísticamente «emergencias humanitarias complejas» por parte de la comunidad internacional. Complejidad que se ha ido viendo incrementada con el descubrimiento, a finales de los años noventa, de enormes reservas de petróleo y al aumento del juego de intereses en el país.


Sudán ha sido también paradigma de ese otro concepto de «conflictos olvidados», que sólo recaban nuestra atención cuando imágenes especialmente dramáticas conmueven nuestras conciencias, o cuando no compiten con otra guerra en la atención mediática.


Cuando parecía que durante 2003 el proceso de paz continuaría, mientras algunos organismos internacionales y ONG preparaban planes de rehabilitación posbélica y se concretaba el acuerdo de paz, a finales de ese mismo año comenzaron a llegar noticias de masivos desplazamientos de población en la región de Darfur y de un incremento del número de refugiados hacia el fronterizo Chad. La respuesta internacional durante este tiempo ha sido muy escasa y centrada en la dimensión humanitaria de la crisis, pero la situación se ha ido agravando hasta niveles verdaderamente alarmantes. Los últimos informes hechos públicos estos días por parte de Human Rights Watch o el Alto Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas y otros organismos humanitarios, hablan de más de un millón de afectados, más de 100.000 desplazados y refugiados y de la puesta en marcha de un verdadero proceso de limpieza étnica por parte del gobierno sudanés, que ha hecho que la mayor parte de los habitantes de las etnias masalit y fur hayan tenido que huir y sus aldeas hayan sido arrasadas. Bertrand Ramcharan, Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en funciones, declaró tras una misión a la región la pasada semana que «es el reino del terror. Se están cometiendo crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra delante de nuestros ojos». Del mismo modo, James Morris, director del Programa Mundial de Alimentos, ha manifestado que la crisis alimentaria es una de las más graves de los últimos años y va a verse agravada con la llegada de la estación de lluvias en las próximas semanas. Durante esta estación, el acceso a las remotas zonas rurales es aún más complicado, lo que sin duda dificultará aún más los esfuerzos de ayuda. De hecho, el acceso a las víctimas ha sido uno de los problemas más graves con el que han topado las organizaciones humanitarias en esta guerra. Si además, las comunicaciones se dificultan, prácticamente será imposible lograrlo.


El Secretario General de la ONU, Kofi Annan, ha intentado en varias ocasiones llevar al Consejo de Seguridad la discusión de una resolución sobre Darfur, que permita el despliegue de una operación de paz, pero esto ha chocado con la negativa de varios países. Algunos, como Rusia o los países africanos, «argumentan» que una resolución del Consejo pondría en peligro las conversaciones de paz que se desarrollan en Kenia. Otros, como los europeos, incluida España, no han mostrado mucho interés en el asunto, preocupados por otros conflictos y por asuntos internos. Resulta triste ver que diez años después del genocidio en Ruanda, y pese a las similitudes entre ambos casos y los mea culpa de la comunidad internacional, la situación al día de hoy se parezca mucho a la del año 1994 en la región de los Grandes Lagos. Lo único que por el momento ha conseguido la ONU ha sido la misión de inspección de Bertrand Ramcharan y otros funcionarios, pero pese a lo alarmante de sus constataciones y a la gravedad de sus acusaciones al gobierno sudanés, el Consejo de Seguridad no ha decidido nada. El día 20 de mayo, el Alto Comisionado de la ONU para los refugiado, el holandés Ruud Lubbers, se dirigió al Consejo de Seguridad para expresar su preocupación sobre las dificultades de acogimiento de los refugiados en Chad. La parálisis del Consejo tras la guerra de Iraq, se está viendo agravada además en este caso por la Presidencia de turno que recae sobre Paquistán y que, como sugiere Human Rights Watch, abriga un sentimiento inoportuno de solidaridad islámica con el régimen de Jartum. Sea como fuere, sin una resolución decidida del Consejo y un compromiso de los países miembros, la situación seguirá deteriorándose y las víctimas aumentando. Y los objetivos de desplazamiento de población por parte del gobierno, habrán sido logrados.
Por eso, es imprescindible actuar cuanto antes y no tener que lamentarse posteriormente como en otros casos. Los actores humanitarios corremos siempre el riesgo de ser acusados de alarmistas. Pero es mejor asumir ese riesgo, que conformarse con haber sido «profetas» de unas violaciones de los derechos humanos que hubieran podido impedirse.

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