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Haití, lejos de la salida del túnel

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(Para Cadena Ser)
Aunque nunca hubiera ocurrido el terremoto, del que ahora se cumple un año, ni la epidemia de cólera, con la que remata 2010, Haití seguiría siendo el país más pobre de América Latina y uno de los más indiscutibles estados frágiles del continente. Por desgracia éste ha sido su perfil habitual desde hace ya demasiado tiempo, como consecuencia directa de su debilidad estructural en la que confluyen un alto nivel de pobreza, una acusada fragmentación interna y una cuasi constante lucha cainita por el poder. En esas condiciones los principales perdedores han sido siempre los haitianos, insatisfechos en sus necesidades más elementales y sin expectativas de poder llevar una vida digna en su propio territorio, lo que ha derivado en una permanente pulsión migratoria de los más capacitados entre ellos hacia otros países.

 

Cuando no ha estado abandonado a su suerte (como un territorio irrelevante, por su carencia de recursos naturales importantes para la economía mundial, y de escaso peso geopolítico), se ha visto sometido a dinámicas exteriores ante las que poco o nada ha podido hacer. La principal de ellas tiene que ver con su excesiva cercanía a Estados Unidos, en la medida en que Washington ha procurado mantener el control de este territorio para evitar que sus problemas pudieran afectarle directamente. Así se explica su puntual política de injerencia, apoyando a aquellos gobernantes locales que sirvieran como garantes de una estabilidad impuesta por la fuerza y como colaboradores en impedir un colapso que se tradujera en el éxodo masivo de haitianos hacia territorio estadounidense y en su conversión en un foco de narcotráfico. Poco importaba en ese caso, su endémico nivel de corrupción interna, su escasa vocación democrática, su ineficacia en la gestión de los asuntos públicos o su falta de voluntad para emprender las reformas que demandaba un país en caída libre.

El despliegue, hace ahora más de seis años, de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas para Haití (MINUSTAH), intentó poner un parche a un deterioro que apuntaba sin remedio a una guerra civil abierta e incluso a la posibilidad de exportación de la violencia fuera del territorio. Aunque existe un generalizado consenso sobre el balance positivo de dicha misión, en la que el mayoritario componente latino ha sido percibido como muy acertado, al haber logrado frenar la dinámica de violencia generalizada, no puede decirse, sea cual sea la vara de medida elegida, que haya resuelto los problemas de seguridad.

Y esto es así, por un lado, porque sigue existiendo el mismo caldo de cultivo estructural que alimenta la violencia. Baste recordar que más de un 80% de los haitianos viven en situación de pobreza extrema y que el desempleo supera el 70% de la población activa. Por si eso no fuera suficiente, la propia Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití reconoce que, en octubre de 2011, tan solo un 40% de los escombros producidos por el terremoto habrá podido ser removido y únicamente 400.000 de los 1,3 millones de afectados por el seísmo habrán logrado realojarse, dejando atrás las carpas improvisadas en las que de momento malviven.
Por otro, porque, como ya ha ocurrido en tantas otras ocasiones, el compromiso de la comunidad internacional en la reconstrucción hace aguas por todas partes. Sirva como ejemplo el dato de que, hasta hoy, solo se ha desembolsado el 10% de los 5.300 millones de dólares acordados para el período 2010-11 en la Conferencia de Donantes celebrada en Nueva York en marzo pasado.

Pero todavía en un plano superior cabe identificar como principales asignaturas pendientes para posibilitar un verdadero proceso de reconstrucción nacional dos puntos de extrema importancia. El primero se refiere a la necesidad de contar con un gobierno legítimo y representativo de la diversidad de sensibilidades de la ciudadanía haitiana. En el terreno de la construcción de la paz es un axioma central que el protagonismo del esfuerzo debe recaer en los actores locales- entendiendo que los externos son, por definición, complementarios. En la actualidad, Haití vive sumido en una campaña electoral que, en lugar de apuntar hacia la superación de una etapa de bloqueo institucional, genera una notable inquietud ante los síntomas de recrudecimiento de la violencia que viene soportando el país desde la primera vuelta de las elecciones presidenciales del pasado 28 de noviembre. Nada puede darse por asegurado para la segunda vuelta, prevista para el 16 de enero, dado el nivel de crispación popular y la sensación de haber asistido a un generalizado fraude propiciado desde el poder. A los seguros competidores- la ex primera dama, Mirlande Manigat, y el oficialista Jude Celestin, yerno del actual presidente- puede todavía añadírsele el tercero en discordia, Michel Martelly, en lo que sería una decisión sin precedentes (y aún puede ocurrir que la competencia vuelva a abrirse a todos los candidatos en disputa en la primera vuelta). El peligro de reapertura de guerra civil es hoy más real que en ningún momento de la pasada década, lo que podría arruinar definitivamente cualquier esfuerzo por salir del oscuro túnel en el que los haitianos llevan metidos tanto tiempo.

El segundo, igualmente clave para abortar ese peligro de confrontación abierta y para asentar las bases de una verdadera reconstrucción nacional, pasa por entender que el problema no puede resolverse con medios militares ni con visión de corto plazo. MINUSTAH es solo un parche que adquiere sentido en el marco de un esfuerzo de naturaleza civil, sostenido a largo plazo y coordinado entre todos los actores implicados (con la ONU como referente principal). No hay remedios mágicos que solucionen problemas de la magnitud de los que sufre Haití de un día para otro. No basta con estabilizar la situación, si por eso se entiende volver a la casilla de salida (cuando precisamente esa posición era indeseable por tantos motivos). Se necesita construir y crear de nuevo las condiciones para que surja como resultado una sociedad abierta y unas reglas de juego que, sobre la base de la seguridad humana, apuesten por la satisfacción de las necesidades básicas del conjunto de la población y garantice su seguridad (no tanto con medios militares como policiales y con una reforma profunda del sistema de seguridad, judicial y penitenciario). La teoría ya es sobradamente conocida, ¿cabe suponer que existe la voluntad política para ponerla en práctica en Haití?

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