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Fin de la Hoja de Ruta

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Esta iniciativa, que nunca había levantado realmente grandes expectativas, nacía lastrada por la sensación de que se trataba de un último paso en la estrategia diseñada por Ariel Sharon para certificar, con el innegable apoyo de Washington, la superioridad israelí sobre un pueblo que debería abandonar definitivamente la idea de llegar a disfrutar algún día de un verdadero Estado soberano. El mantenimiento de las obras de construcción del muro de separación (presentado oficialmente como una medida temporal para mejorar la seguridad de Israel, cuando su coste (1.200 millones de dólares) y su trazado muestran claramente la voluntad del gabinete de Sharon por despreciar la legalidad internacional y por utilizar la fuerza como único argumento de su política) no es más que uno de los elementos que dejaban a las claras el amplio margen de maniobra que tanto Estados Unidos como, en definitiva, el resto de los miembros del Cuarteto le venían concediendo. Lo mismo puede decirse de la aceptación, también impuesta por Sharon, de eliminar políticamente a Yasir Arafat (olvidando que se trata del único líder palestino con legitimidad no sólo popular sino también electoral), o de la imparable expansión de los asentamientos o, por citar sólo algunas prácticas desestabilizadoras, la continuación de los asesinatos selectivos.

En esas circunstancias, la labor del débil primer ministro palestino, Mahmud Abbas, no podía llegar a ser respaldada por su pueblo, que tendía a percibirlo como un actor excesivamente sometido a Israel. Con las manos atadas, no sólo por un Arafat que no acepta su desaparición de la escena política, difícilmente podía adoptar una política más firme de control sobre los grupos palestinos violentos, tal como le exigía la citada Hoja, cuando, en ningún caso, podía presentar resultados tangibles para el conjunto de una población sometida a un permanente estado de sitio y de violación de sus derechos más elementales. La tregua unilateral mantenida durante escasas semanas es un saldo muy pobre, y poco valorado, por una población que ve empeorar constantemente su nivel de vida (60% por debajo de la línea de pobreza, 50% de tasa de desempleo), mientras que sus objetivos políticos quedan cada vez más difuminados en un horizonte dominado sin paliativos por Israel.

La crisis provocada por la ruptura de la tregua, por la dimisión, inevitable, de Abu Mazen y por el intento de asesinato del líder espiritual de Hamas, Ahmed Yassin, se traduce a corto plazo en un profundo pesimismo. Demuestra a Sharon que su apuesta por la fuerza nunca le rendirá los frutos deseados, pero al mismo tiempo le arrastra a reaccionar con acciones de represalia que sólo conducirán a alimentar la espiral de violencia en la zona. Deja en evidencia que el gabinete israelí no se plantea una verdadera renuncia a planteamientos maximalistas de imposible realización y otorga a los violentos de ambos bandos el control de la agenda política. Asimismo, devuelve un mayor protagonismo a Arafat, en una nueva muestra de capacidad de supervivencia política. Con el nombramiento de Abu Ala tratará de cerrar cualquier deriva contemporizadora con Israel, sin cambiar en nada sustancial su política (con todos los errores que esto implica, incluyendo la aceptación de la violencia como recurso político). No es menor, en este sentido, el efecto negativo que esta situación provocará, bloqueando la renovación de un liderazgo necesitado de nuevos dirigentes (resulta imposible imaginar que lleguen a celebrarse en estas circunstancias las elecciones en los Territorios Palestinos.)

Cuando en una crisis de esta naturaleza los portavoces más destacados del gabinete de Sharon concentran sus fuerzas en convencer a su propia opinión pública, y a la internacional, de que la mejor medida para avanzar hacia una solución del problema es la expulsión de Arafat, puede concluirse que no existe realmente una estrategia merecedora de tal nombre para alcanzar ningún tipo de acuerdo mínimamente sólido. ¿Alguien puede creer que si las fuerzas israelíes logran llevar a cabo una operación de ese tipo, la salida de Arafat de los Territorios vaya a suponer un alivio para Israel? ¿Nadie piensa en las repercusiones que tendría esa acción, que más allá de la previsible reacción de los grupos armados palestinos provocaría una movilización general del conjunto de una población que sigue apoyando mayoritariamente a quien lleva más de un año soportando el encierro impuesto por Israel en el destartalado complejo de la Mukata? Se trata de una medida altamente peligrosa, incluso para la propia sociedad israelí, a no ser que quienes la promueven crean que encontrarán, al mismo tiempo, a un sustituto más contemporizador con las demandas israelíes. Alguien que, además, no sólo se preocupe de reprimir esa movilización, sino que permita a las fuerzas de seguridad israelíes aprovechar las circunstancias para completar su labor de eliminación física de quienes puedan constituir una amenaza a su seguridad. ¿Existe esa figura?

Aunque así fuera, esta línea de actuación estaría condenada al fracaso. La sociedad civil palestina ha demostrado sobradamente ser más fuerte que sus propios líderes. También la sociedad israelí da muestras de entender que la violencia no le permitirá nunca vivir en paz entre sus vecinos. Queda por ver si esas fuerzas sociales, junto a un cambio de actitud por parte de la actual administración estadounidense, hacen ver a Sharon lo equivocado de su política. Más allá de los errores cometidos por la Autoridad Palestina, numerosos y graves por desgracia, la principal responsabilidad de reconducir la situación hacia escenarios de diálogo y negociación sigue recayendo sobre Sharon. Es él quien tiene en sus manos las claves para facilitar el cambio de rumbo. Es labor de su propio pueblo, y de la comunidad internacional, hacérselo entender así. Sin embargo, nada apunta a que este elemento de racionalidad vaya a prevalecer a corto plazo, frente a la llamada de la sangre que ahora domina la región.

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