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España e Israel a la búsqueda de una relación especial: Una historia de amor y odio

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(Para Le Monde Diplomatique. Edición española)
Cuando, a finales de 2005, se multiplicaban los preparativos para celebrar los veinte años del inicio de las relaciones entre España e Israel, el embajador israelí en Madrid las caracterizaba como “normales” y mostraba su esperanza de que pronto pudieran llegar a ser “especiales”. Parecían quedar atrás sinsabores acumulados por ambas partes y, tanto en el ámbito económico como en el político, las señales eran positivas. Poco habría que esperar, sin embargo, para que los nubarrones ensombrecieran lo que nunca llegó a ser un idilio. El conflicto armado entre las Fuerzas Israelíes de Defensa y la milicia libanesa del Partido de Dios (Hezbolá) sirvió, en el verano de 2006, para romper el proceso en ciernes y reabrir viejos resquemores y recelos. El mismo diplomático constataba esta realidad al declarar que las relaciones “no pasaban por su mejor momento”. Así era entonces y así sigue siendo a día de hoy.

Históricamente el trato entre España e Israel ha sido anómalo, al igual que lo ha sido con el pueblo judío en términos más amplios (a día de hoy se estima que únicamente unos 40.000 residen en España). En el terreno político, España necesitó 38 años para reconocer finalmente a Israel como un Estado soberano. Pesaba mucho el temor a perturbar la entonces pomposamente denominada “tradicional amistad con los países árabes”, en un contexto en el que la paz con su vecino sionista parecía cada vez más lejana. Tampoco Israel facilitaba el acercamiento, empeñado en señalar a España como un país tradicionalmente hostil y al que, en su opinión, no cabía ni siquiera aceptar como miembro de la ONU. Si finalmente el Gobierno socialista de Felipe González dio el paso (16 de enero de 1986) fue como resultado de un cálculo en el que influyó poderosamente el interés por superar las barreras que dejaban a España fuera de círculos tan atractivos como la OTAN y, sobre todo, la Unión Europea.

Este arranque muestra que en ningún momento hubo un sincero deseo de normalización sino que la decisión derivó de una exigencia no escrita. Fue, en definitiva, una medida instrumental que ayuda a explicar la falta de entusiasmo con la que se han ido desarrollando las relaciones hasta nuestros días.

En el terreno histórico, y al margen de una forzada idealización de la convivencia entre las tres culturas que un día protagonizaron la vida española, la imagen del pueblo judío en nuestro país ha estado permanentemente contaminada por una inefable combinación de estereotipos infundados, ignorancia y juicios de valor críticos. En el sentido contrario, España ha quedado en la memoria de ese pueblo como una referencia de un esplendor histórico momentáneo, truncado repentinamente por una decisión real que lo señalaba como el enemigo a eliminar de la faz del territorio nacional. La pervivencia en el inconsciente colectivo de la legendaria Sefarad no basta para borrar la huella de una expulsión que sigue siendo, aún hoy, una herida abierta para la práctica totalidad de los judíos. Y sobre esa base se han construido posteriormente imágenes de conspiración (la “confabulación judeo-masónica” tan socorrida por el régimen de Franco) y de un supuesto “poder en la sombra” para gobernar el mundo que, en su conjunto, han alimentado una visión escasamente simpática de un pueblo que sigue generando aún hoy controversias bien visibles en el debate nacional.

Las encuestas de opinión no dejan lugar a dudas. De manera sostenida, todos los estudios realizados muestran la escasa estima que la ciudadanía española siente por Israel. En estos resultados pesa sobremanera la percepción de ese país como una potencia ocupante, violadora de la legalidad internacional y que apuesta por el uso de la fuerza para imponerse a sus vecinos. Incluso, en la medida en que la sociedad española es, dentro de las europeas, de las más críticas con Estados Unidos, el estrecho vínculo que une, desde hace décadas, a Washington con Tel Aviv sólo sirve para acrecentar aún más esa visión crítica. Visto en sentido contrario, y sin datos recientes que permitan cuantificar este tema, la imagen que los israelíes tienen sobre España está dominada no tanto por el pasado (Sefarad una vez más) como por el presente de un país que se alinea con las posiciones de la Unión Europea y, por tanto, al que se asigna la misma crítica feroz con la que Bruselas es vista desde allí.

Sobre la base de esas percepciones no es fácil la tarea de dar el salto desde la anomalía (ya resuelta, al menos en el plano formal) a la plena normalidad (muy afectada por los continuos vaivenes del conflicto que enfrenta a los israelíes con los países árabes), para llegar en algún momento a consolidar una relación especial (objetivo irreal a día de hoy). Además de las percepciones subjetivas, o precisamente por culpa de ellas, los ámbitos de actividad que habitualmente sirven para medir el grado de relación entre países tampoco muestran un panorama muy alentador.

En el ámbito comercial, se viene registrando un deterioro en la balanza de intercambios que ha enfriado las expectativas de acelerada mejora que se auguraban en el arranque de la década actual. Si en 2000 España era el undécimo proveedor de Israel (con unas importaciones españolas que representaban el 2,3% del total), hoy es sólo el decimosexto (con el 1,3%). Desde 2004, el saldo de la balanza bilateral ha cambiado de signo, pasando de una cobertura favorable a España (127,8%, en 2001) a otra favorable a Israel (70,74%, en 2007). Y todo ello con un volumen de intercambios que, a finales de 2007, llegaba a los 1.537 millones de euros frente a los 1.116 del año 2000. Al margen de experiencias exitosas de un pequeño número de empresas, en términos generales no se han logrado aprovechar las potencialidades respectivas en áreas industriales, de alta tecnología, de uso del agua y de actividades agrícolas. Tampoco se ha podido rentabilizar, por otra parte,  el esfuerzo político que ha llevado a establecer una veintena de acuerdos bilaterales para facilitar los intercambios (evitando la doble imposición o priorizando determinadas aventuras empresariales).

En el campo político se ha cumplido en estos años con el guión estandarizado entre países que pretenden dotar a sus relaciones de una apariencia de normalidad. Si en 1991 el entonces presidente del Gobierno español, Felipe González, visitó Israel, al año siguiente fue el presidente israelí, Haim Herzog, quien rindió visita a España (fue en ese marco en el que se produjo la histórica visita del rey Juan Carlos a la sinagoga de Madrid para pedir, 500 años después de la expulsión de los judíos, el reencuentro entre los dos pueblos).

Ya en 2005, el entonces presidente israelí, Moshé Katsav, volvió a realizar una visita de Estado a España, devuelta por el príncipe de Asturias en junio de 2006, y entre tanto se han registrado innumerables intercambios y reuniones de trabajo entre diferentes responsables gubernamentales. A esto cabría añadir, en un plano multilateral, el permanente papel de España como puente entre árabes e israelíes para promover fórmulas de diálogo y negociación entre ellos, tomando como punto de arranque la designación de Madrid como anfitriona de la Conferencia de Paz en Oriente Próximo (octubre de 1991) que puso en marcha el hoy fenecido Proceso de Paz.

Mención especial merece, no tanto por su significación económica como por su impacto político y social, el nivel de las relaciones bilaterales en el área de la industria de defensa y entre los actores militares y de seguridad de ambos países. Israel es un reconocido productor y exportador de armas a escala mundial y España viene apostando desde hace tiempo por adquirir material de guerra israelí (misiles de diferente tipo y, más recientemente, aviones no tripulados, como los ahora desplegados por las tropas españolas en su misión en Afganistán). También se ha convertido en un buen socio en el terreno de los sistemas de inteligencia y las técnicas de guerra asimétrica o guerra electrónica. Incluso, en el terreno privado se ha conocido recientemente que un número no desdeñable de escoltas españoles realizan allí sus actividades de formación y perfeccionamiento. En sentido contrario, España se limita a vender a Israel simuladores de vuelo y otro material de doble uso y, en todo caso, a apostar por la consideración de Israel como un buen socio en el marco de la OTAN.

En el terreno simbólico también se han adoptado decisiones orientadas a cerrar brechas históricas y desencuentros que han lastrado nuestras relaciones bilaterales durante tanto tiempo. Así, desde 2005 se ha instaurado en nuestro país la celebración del Día Oficial de la Memoria del Holocausto (el 27 de enero), en línea con lo que ocurre desde hace mucho más tiempo en un buen número de países de nuestro entorno. En esa misma línea, en febrero de 2007, se inauguró la Casa Sefarad Israel, centro ubicado en Madrid y encargado tanto de mirar hacia atrás, analizando y divulgando los fundamentos de la historia común de ambos pueblos, como hacia el futuro, intentando cerrar las brechas todavía existentes y explorando nuevas vías de cooperación en el terreno cultural. Por último, aún cabría destacar en este mismo capítulo las visitas que destacados equipos españoles de fútbol han realizado en tiempos recientes a Israel, en su condición de “embajadores” de buena voluntad.

Siendo todo esto un esfuerzo necesario e importante, el balance a día de hoy sigue siendo insatisfactorio. Las continuas apelaciones a la oportunidad que cada visita, cada acto o encuentro representa para consolidar las relaciones entre ambos países y para cerrar las brechas pendientes son, en sí mismas, el reconocimiento, veintidós años después, de que se trata todavía de un desiderátum no cumplido. España no ha cambiado radicalmente a los ojos de Israel, tanto por sus particularidades históricas específicas como por su condición de país comunitario, en tanto que la Unión Europea es allí mayoritariamente percibida como una entidad proárabe. Por su parte, Israel no ha logrado, a los ojos de la opinión pública española, desembarazarse de su imagen de potencia ocupante, escasamente respetuosa con los derechos humanos e insensible al sufrimiento de un pueblo castigado por su aspiración de constituir un Estado en la Palestina histórica.

Ya no se trata únicamente de una inclinación a favor del débil frente al fuerte, sino que aquí también confluye una asentada percepción antiimperialista de amplios sectores de la sociedad española (que afectan a Israel, aunque sólo sea en la medida en que cuenta con el inequívoco respaldo de Washington, como potencia mundial hegemónica). Hoy como ayer, gran parte de las percepciones mutuas se alimentan de las posiciones adoptadas por cada parte en relación con el conflicto entre israelíes y árabes. Es imposible, al menos a medio plazo, desconectar ambos planos.

Si el sustrato histórico no favorece el acercamiento, la vigencia de ese conflicto regional impide por sí sola que se produzca un cambio drástico en nuestras relaciones. Es muy lejano ya el tiempo en el que jóvenes españoles empleaban parte de sus vacaciones en un kibutz israelí, como señal progresista de compromiso con una causa que entonces se valoraba muy positivamente. Por el contrario, es mucho más cercana la imagen actual de jóvenes españoles con la kufia palestina sobre sus hombros. Como mínimo esto puede interpretarse no tanto como un cambio en la mentalidad española sino más bien como la reacción a un cambio del comportamiento israelí (notabilísimo a partir de la Guerra de los Seis Días, 1967), que pasó de ser percibido como un caso ejemplar de supervivencia en un medio hostil, a otro de dominación por la fuerza en su afán expansivo a costa de otro pueblo. Y en esas seguimos.

No cabe esperar que, por el mero hecho de que se cumplan ahora sesenta años desde la creación del Estado de Israel, se vaya a producir un fenómeno de amnesia colectiva, que lleve a hacer tabla rasa de todo lo anterior para empezar como si nada hubiese ocurrido. Para desgracia de palestinos e israelíes también se cumplen los mismos sesenta años de conflicto violento entre ellos, y nada apunta a su pronta resolución. En esas condiciones resulta obligado volver a insistir en que sin una solución justa, global y duradera a la confrontación en la zona no será posible ni normalizar las relaciones entre España e Israel, ni mucho menos dotarlas de un carácter especial.

Texto para Le Monde Diplomatique (edición española) N. 151, mayo de 2008.

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