El molinillo colombiano
(Para Radio Nederland)
Cada vez resulta más evidente que el revuelo de las últimas semanas en los fracasados intentos de intercambio humanitario, y el mucho mayor revuelo creado tras los problemas en las fronteras con Ecuador y Venezuela, han sido usados por el Gobierno colombiano de Álvaro Uribe como cortinas de humo para ir aplazando algo que era a todas luces evidente: que el escándalo de la parapolítica, más tarde o más temprano, acabaría afectándole. El goteo de parlamentarios y otros políticos cercanos al presidente que iban siendo investigados y en algún caso encarcelados, dejaban pocas dudas. La detención, tras evidentes intentos de fuga, de su primo y colaborador político Mario Uribe, o la acusación directa de un paramilitar sobre la participación del presidente en reuniones previas a actos de violencia en su época de gobernador de Antioquia, son las últimas de estas evidencias y, mucho nos tememos que se seguirán produciendo en las próximas semanas acontecimientos que fuercen cambios políticos en el panorama colombiano. Un elemental planteamiento de decencia política va haciendo aconsejable esos cambios.
El Gobierno de Uribe, como hacen otros muchos gobiernos, ha tratado de presentar la realidad de su país agarrándose a los buenos datos económicos, a los éxitos en el combate a la guerrilla de las FARC y al aumento de popularidad que le suponía despertar los ancestrales enfrentamientos con sus vecinos. Y ha tratado de deslegitimar desde el poder cualquier crítica proveniente del opositor Polo Democrático, e incluso de sectores del Partido Liberal y de su propio partido. Pero algunas de las iniciativas jurídicas, lentas pero inexorables, han comenzado a arrojar pruebas palpables de la relación de amplios sectores de la clase política y del “establecimiento” colombiano con los grupos paramilitares y el narcotráfico.
El proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) iniciado bajo el mandato de Uribe, pretendía ofrecer una vía de reinserción a estos grupos paramilitares, mediante la llamada Ley de Justicia y Paz, concediéndoles algunos beneficios penitenciarios, pero trataba, al mismo tiempo de echar tierra sobre las relaciones de estos grupos con sectores políticos y económicos del país. Este proceso, que ha recibido numerosas críticas internacionales por la falta de rigor con que se realizó, ha sido presentado como un éxito por el gobierno de Uribe que hablaba del fin del paramilitarismo en el país. Y aún reconociendo que el proceso sirvió para desmovilizar a numerosos paramilitares y que Uribe fue atrevido en este intento, no es menos cierto que otros grupos no lo hicieron y que se ha producido un crecimiento de los llamadas bandas emergentes como las “Águilas negras” en algunas zonas del país. Los datos de las organizaciones de derechos humanos y de la propia Defensoría del Pueblo muestran que este ansiado y proclamado fin del paramilitarismo está, lamentablemente, lejos de producirse.
Y lo que es triste en los últimos días es que el gobierno colombiano, presionado por los datos que la propia fiscalía y otras instancias van suministrando, haya decido poner en marcha el molinillo y la política del “tú más”. Las declaraciones del Ministro de Defensa Juan Manuel Santos ayer mismo, en una sesión secreta del Congreso colombiano, en el sentido de que con los datos del ordenador de Raúl Reyes va a aparecer un escándalo de la “FARC-política” mayor que el de la parapolítica, son preocupantes. Un gobierno legítimamente elegido como el colombiano no puede plantear una comparación en términos de simetría y mucho menos de competición con un grupo insurgente. Las FARC, por definición, están al margen de la ley y el tipo de planteamientos del ministro parece olvidar eso. La función de un gobierno democrático es dejar actuar a las instituciones, en este caso al poder judicial y a la investigación parlamentaria, para que diluciden las implicaciones de representantes políticos con los grupos paramilitares. Y, si como parece, un elevado número de miembros del poder político han mantenido o mantienen este tipo de relaciones, y han obtenido beneficios de ellas o han servido a sus fines, la única alternativa es una limpieza a fondo de las instituciones y los partidos políticos que devuelva, o que consiga tal vez por vez primera, la credibilidad y la legitimidad para la clase política del país y sus instituciones.
Como cualquier democracia compleja, la política colombiana tiene muchos frentes, pero jugar al “totum revolutum” como hace el ministro Santos, tratar de huir hacia delante escudándose en los innegables avances en otros frentes, no va a impedir que sigan aflorando las miserias de uno de los fenómenos más tristes de la reciente historia colombiana: la parapolítica. Y el presidente Uribe deberá decidir que política emprende a partir de ahora. Algún tipo de reforma política de profundo calado, más allá de las medidas de maquillaje que algunos propone, parecen necesarias.