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El Magreb, un frente más de la guerra contra el terror

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(Para Radio Nederland)
Aunque la atención sigue centrada obsesivamente en la, por otro lado, preocupante situación del Iraq post-Sadam, la guerra contra el terror, tal como la han definido los principales responsables de la Administración Bush no se circunscribe a esta región. No cabe olvidar que el propio presidente Bush la ha definido como una guerra larga y con múltiples frentes, en la que «quién no esté con nosotros estará contra nosotros». Este mensaje ha sido inmediatamente captado por diferentes actores, con agendas propias que, coyunturalmente, convergen con la que trata de imponer Washington. Así hay que entender tanto la reacción favorable del presidente ruso, Vladimir Putin, interesado en evitar las presiones exteriores para manejar la crisis chechena a su manera, o la del primer ministro israelí, Ariel Sharon, que inmediatamente ha sabido interpretar los nuevos aires declarando que su guerra contra los palestinos debe ser vista como una prolongación literal de la estrategia estadounidense para derrotar al terrorismo internacional, con Yaser Arafat en el papel de Osama Bin Laden.

Algo similar ocurre en el Magreb por parte de los autoritarios regímenes de la zona y así lo ha puesto de manifiesto la reciente visita del estadounidense secretario de Estado, Colin Powell, a Túnez, Marruecos y Argelia (continuación de la efectuada en los últimos días del pasado mes de octubre por el secretario de Estado adjunto, Richard Burns a esos mismos países). Si algo temen los gobernantes actuales de la región- mucho más interesados en consolidar su permanencia en el poder que en resolver los enormes problemas sociales, políticos y económicos de su población- es la posibilidad de que los grupos islamistas reformistas se conviertan en actores políticos con capacidad para provocar un relevo a la cabeza del Estado. Se trata de grupos que, evidentemente, plantean una amenaza directa a las élites que controlan prácticamente desde la independencia los principales resortes del poder político y económico en su propio beneficio, mientras se incrementa el porcentaje de población excluida y marginada y las desigualdades en todos los órdenes. Esos gobernantes saben, al mismo tiempo, que los gobiernos occidentales tienden a identificar, en una confusión interesada, a estos grupos con los elementos violentos que desarrollan acciones terroristas contra determinados objetivos. Al mismo tiempo mantienen, sobre todo entre Marruecos y Argelia, una permanente competencia por ser reconocidos como el líder regional y, en ese sentido, procuran convertirse en los interlocutores privilegiados de Occidente, y de forma más clara de Washington, en tanto que única superpotencia en ejercicio.

Ese cúmulo de circunstancias permite entender lo que pretenden tanto Washington como Túnez, Rabat o Argel en la actualidad. Para Estados Unidos, que hasta ahora no había prestado apenas atención al Magreb, se trata de estrechar los lazos con unos regímenes colaboracionistas que les sirven para romper la imagen de soledad que puede deducirse de sus dificultades para movilizar a otros gobiernos en su estrategia de fuerza contra el terror, y evitar cualquier interpretación de que nos encontramos ante un choque de civilizaciones entre el Islam y Occidente. Por otra parte, se pretende aprovechar el conocimiento que estos gobiernos puedan tener sobre la realidad de unos grupos que se han convertido en el principal enemigo de Washington, identificados de manera apresurada como miembros plenos de la intangible red Al Qaeda.

Para los gobiernos magrebíes que ahora reciben las atención de la hiperpotencia hay que entender que esa colaboración se traduce en un respaldo a sus propias estrategias de erradicación del islamismo político, al que interesa confundir con los grupos terroristas que reclutan personas de creencia musulmana, tratando así de eliminar una amenaza directa a su ocupación del poder. Además, les permite recabar un mayor apoyo, ya no solamente simbólico sino operativo, concretado en información, asistencia técnica, formación, entrega de material y armamento con los que poder incrementar la capacidad operativa de las fuerzas armadas y de los servicios de seguridad. Así debe interpretarse el anuncio dado a conocer el pasado 29 de octubre, con ocasión de la ya citada visita de Richard Burns, de incrementar por cuatro la ayuda no militar que Washington prestará a Marruecos en 2004, hasta llegar a los 40 millones de dólares, mientras que llegará a los 20 la asistencia estrictamente militar (al margen de un apoyo nítido a sus planteamientos en la resolución del conflicto del Sahara Occidental). Lo mismo cabe decir de la noticia sobre la creación en Tamanrassett, a 2.000 km. al sur de Argel, de un centro de escuchas por parte de la National Security Agency (NSA) de Estados Unidos, con el objetivo de evitar que las vastas regiones desérticas del Sahara central- en las que el ejercicio de la autoridad estatal se hace más difícil- se conviertan en un lugar de concentración y de entrenamiento del mal llamado terrorismo islámico.

No cabe criticar la necesaria lucha contra la amenaza del terrorismo internacional, pero sí cabe hacerlo contra una estrategia, de la que Powell no puede considerarse ajeno, que pone excesivamente el énfasis en el uso de la fuerza militar para tratar un tema que tiene sus causas en campos en los que su operatividad es muy reducida, y que opta por reforzar los lazos con regímenes políticos directamente implicados en un intento de erradicación de cualquier alternativa política a su dominio. Se trata de los mal llamados regímenes árabes moderados (salvo por lo que respecta a su forma de entender las relaciones con los más poderosos) y de unos aliados con una visión muy limitada de lo que significa el respeto de los derechos humanos. En cualquier caso, pretender que Washington debe entender su papel en la zona como promotor de reformas que consoliden auténticos Estados de derecho quizás sea demasiado para quien ha puesto en marcha el aberrante experimento de Guantánamo.

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