El ejército egipcio entra en escena
Pocas veces un ejército ha contado con tan abrumador respaldo para poder liderar un proceso de cambio como el que se abre en Egipto a partir de la festejada despedida de Hosni Mubarak. Tras 17 días de movilización popular las fuerzas armadas decidieron poner finalmente las cartas boca arriba, al entender que la permanencia en el poder del vilipendiado rais generaba una inestabilidad que podía desembocar en colapso. La reunión- por tercera vez en toda su historia- del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas escenificó el pulso, dado que a ella no llegó a asistir Mubarak a pesar de ostentar el mando supremo. La penosa escenificación de su último discurso a la población, tratando de colocarse por encima de todos a pesar de verse obligado a transferir sus poderes, no sirvió para frenar a una ciudadanía que ya había emitido su veredicto. Ha sido precisamente la presión de la calle lo que ha permitido a la cúpula militar ganar finalmente la apuesta, convirtiéndose ahora en el principal actor político bajo el formato del Alto Mando Militar.Conviene saber, por tanto, de quién estamos hablando. Con sus 460.000 efectivos, la institución militar ha sabido salir reforzada a pesar de su prolongada colaboración con el régimen. Su medida neutralidad durante las movilizaciones le garantiza una buena imagen entre la ciudadanía- los gritos de “el pueblo y el ejército, unidos” se han repetido sin descanso estos días-, como si no hubiera sido un significativo sostén de Mubarak y no gozara de unas ventajas económicas que convierte a sus miembros en una casta privilegiada dentro de la sociedad egipcia. Sus mandos se forman tradicionalmente en Estados Unidos- de donde reciben la mayor parte de su equipo y armamento, junto a unos 1.300 millones de euros anuales-, lo que otorga a Washington un nivel de información e influencia que no tiene ningún otro país.
Aunque solo sea como efecto de una larga tradición de querencia por el poder- tanto Nasser como Sadat y el propio Mubarak han sido militares-, interesa retener hoy los nombres de Tantawi, ministro de defensa, y Annan, jefe del Estado Mayor de la Defensa. Ambos son las figuras preeminentes de la cúpula que ahora va a determinar el ritmo y la profundidad de las medidas que deben adoptarse para “responder plenamente a las demandas de la población”, como ellos mismos han declarado.
Nada indica, por otro lado, que existan diferencias notables en su seno- más allá de la inevitable fractura generacional-, o que sus filas hayan sido infiltradas por elementos islamistas. Todo ello le confiere una extraordinaria fiabilidad como maquinaria capacitada para planificar y dirigir un proceso político, aunque no pueda decirse lo mismo como brazo armado del Estado, en función de su histórica condición de derrotado en cuantas guerras ha combatido contra Israel.
Es evidente, en cualquier caso, que hoy su valoración no se mide en términos militares sino eminentemente políticos. Cuenta con el respaldo de la población- que se resiste a ver lo ocurrido como un putsh militar. Lo mismo cabe decir de la práctica totalidad de las fuerzas políticas- que interpretan ese liderazgo militar como una garantía de seriedad y de eficacia para poner en marcha un proceso que estiman en unos 6-12 meses, convocando a muy corto plazo las elecciones presidenciales mientras se permite el libre juego político para unas posteriores legislativas. Incluso los Hermanos Musulmanes, en su intento de asegurarse un hueco en esta nueva etapa y no asustar a la población con su posible dominio, aceptan este mecanismo de patronazgo militar.
Por si esto no fuera suficiente, es bien notorio el apoyo que Washington (y otras capitales occidentales) presta a este plan. El simple hecho de que, en mitad de la crisis, Annan estuviera en Estados Unidos (no regresó al país hasta el 29 de enero) da entender hasta qué punto existe una confluencia de intereses entre el Departamento de Estado y los altos mandos militares egipcios. Para las potencias occidentales la estabilidad de la región es el factor preponderante a considerar. Basta con citar la posibilidad del bloqueo del Canal de Suez o la reapertura del frente militar con Israel, desactivado desde 1979, para entender el temor que suscita cualquier deriva caótica o dominada por actores antioccidentales.
Quienes comparten la inquietud por el peligro de que el ejército se desvíe de la tarea que ahora tiene asignada, y prefiera defender sus propios intereses optando por un nuevo orden (no necesariamente democrático) que transmita estabilidad hacia dentro y hacia fuera, solo señalan como contrapeso a la sociedad egipcia. Si se ha echado a la calle para expulsar al dictador, estiman que volverá a hacerlo si alguien pretende frenar la consolidación de la democracia. Ojalá no haga falta llegar a ese extremo. Mientras tanto, los militares tienen en sus manos una gran responsabilidad y un amplísimo margen de libertad para maniobrar. ¿No será esto demasiado para unos neófitos en democracia?