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El despertar de los pueblos árabes

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El pueblo parecía dormido hasta que un buen día despertó. Quizás debido a cuestiones económicas como la incesante subida de precios en los alimentos básicos, que repercuten cada vez más sobre la ya empobrecida población. Quizás por el fuego que consumió a un ya considerado mártir, Mohamed Bouazizi, o simplemente por el hastío de la población que decidió decir basta ante el constante pisoteo de sus derechos. Lo cierto es que las supuestas masas dóciles sometidas finalmente despertaron, y con un objetivo bien claro: derrocar los regímenes dictatoriales impuestos ya hace décadas. Considerando que más del cincuenta por ciento de la población de estos países árabes es menor de 25 años, podemos afirmar que la mayoría de los manifestantes de hoy nunca conocieron otro régimen que el de su respectivo tirano. La mayoría de los dictadores de la región (Túnez, Argelia, Egipto, Jordania, Siria, Marruecos y Libia) llevan al menos 20 años en el poder y tanto Estados Unidos como la Unión Europea han sido sus principales sostenes desde el principio.

Desde su independencia (no, como suele decirse, cuando el islamismo radical reemerge con fuerza a finales de los años 80) el conjunto de los gobiernos europeos viene apostando por la estabilidad a toda costa en los países árabes, al margen de las credenciales democráticas de sus gobernantes. Por tanto, bajo la apariencia de una suerte de discurso humanista y democrático, se ha sostenido abiertamente a estas dictaduras. Prueba de ello es, por ejemplo,  el reciente suceso que le ha costado el cargo a Michèle Alliot-Marie, ministra de Asuntos Exteriores de Francia, que no tuvo reparos en viajar en el jet privado de un amigo del defenestrado Zin el Abidin Ben Alí y, posteriormente, ofrecer material antidisturbios a las fuerzas del dictador tunecino días antes que éste huyera del país.

Pero Túnez, dada la rapidez con la que se suceden los acontecimientos y aunque todavía le queda un largo trecho para poner en marcha un verdadero proceso democrático, ya es historia. Actualmente, la caída del régimen de Mubarak, principal aliado de Estados Unidos e Israel en Oriente Próximo, ha atraído con fuerza el interés mundial debido a su importancia geoestratégica y geoeconómica en la región. Aquí los militares, aprovechando el clima de optimismo que acompañó a la salida del dictador, han optado por una estrategia de no agresión a la población durante el transcurso de las revueltas. Eso les ha permitido erigirse como una alternativa política apoyada por la ciudadanía, a pesar de haber sido durante todos estos años el sostén del régimen de Hosni Mubarak. Es obligada la cautela sobre sus últimas intenciones, sin que de momento sea posible determinar si nos dirigimos a un simple cambio de caras dentro del mismo régimen o a una auténtica democracia.

De hecho, aventurar una democracia plena en estos países es hoy por hoy arriesgado. En realidad cabe resaltar que, actualmente, los únicos interesados en el cambio democrático son la mayoría de los ciudadanos de estos países. Entre los distintos actores sociales, son los jóvenes quienes han tenido el principal protagonismo en las movilizaciones. Y lo han hecho no sólo usando las nuevas tecnologías, que desembocaron en una afluencia masiva en las calles, sino también imponiendo su número (el 60% de la población es menor de 25 años). Representan a una población harta de la corrupción y la falta de expectativas para poder llevar una vida digna, que miran con anhelo la forma de vida de los países occidentales. Tras un negativo balance de décadas de clientelismo, represión e ineficacia para satisfacer las necesidades básicas, la población ha perdido el temor y se ha movilizado para provocar un cambio radical de los sistemas que los obligan a una mera lucha por la supervivencia, sin que esta vez parezcan contentarse con la clásica fórmula para «comprar la paz social» mediante las sobras del régimen. Hoy, las nuevas generaciones han decidido alzarse para intentar construir su propio futuro.

En términos generales estos regímenes políticos vienen comportándose de ese modo desde su llegada al poder y, sin embargo, han logrado sostenerse a pesar del creciente descontento y frustración popular que generaban su gestión de los asuntos públicos. ¿Por qué la explosión se ha producido tan solo ahora? Son muchos los factores que confluyen para dar una respuesta completa. Uno de ellos es el incremento de los precios de primera necesidad, en un contexto en el que ya no les ha sido posible a los gobernantes volver a apostar por neutralizar la tensión con las recurrentes subvenciones a los alimentos básicos. Otro factor a mencionar es el que corresponde al clientelismo que procuraba comprar lealtades políticas, aprovechando el complejo aparato burocrático (civil y militar) para integrar a los diversos actores sociales que pudieran representar algún peligro para la estabilidad del régimen, ofreciendo favores a quienes se pretendía contentar (y neutralizar). No menor es el impacto de las filtraciones de Wikileaks, que ha arrojado luz pública sobre el brutal nivel de enriquecimiento ilícito de la clase dirigente. En definitiva, unos regímenes con estas características, no podía durar para siempre.

En esa misma línea de identificación de factores concurrentes en las movilizaciones actuales , el papel de algunos medios de comunicación y de las tecnologías de telecomunicación ha sido muy relevante. La multitud de medios disponibles para la comunicación lograron hacer partícipe de las manifestaciones a miles de personas que, de otra manera, hubieran permanecido en silencio. Y todo ello a pesar de los constantes intentos oficiales de censura mediante el corte parcial o total de las telecomunicaciones, que pudieron sortear los rebeldes con gran habilidad. Ahora parece claro el valor de la intervención de la cadena informativa árabe Al Yazira y de las redes sociales, Facebook y Twitter, que facilitaron el efecto contagio y exportaron a los países cercanos el malestar reinante. La participación de estos medios informativos otorgó a las manifestaciones una cierta garantía de visibilidad y respuesta por parte del mundo exterior, al tiempo que inyectó presión a los medios represivos gubernamentales para que no se excedieran en sus acciones. Se podría considerar éste como uno de los aspectos positivos de la globalización, ya que nos ofrece una visión amplia del transcurso de los acontecimientos y nos permite disentir de la versión oficial, antaño la única posible de conocer.

Como contrapunto negativo, interesa destacar igualmente que la explosión de la ciudadanía árabe, lejos de provocar reacciones positivas, silenció a los gobiernos occidentales. Es indignante el silencio que reina aún hoy en el mundo occidental, particularmente en el conjunto de países que conforma la Unión Europea (UE). Sólo Estados Unidos se ha animado en algunos casos a asomar la cabeza, aunque solo haya sido en ocasiones con poco más que declaraciones amables y apelaciones a lugares comunes del lenguaje diplomático. Decir que «la transición debe hacerse de forma ordenada», como se le ha escuchado decir al presidente Obama en relación con Egipto, no parece realmente una opinión arriesgada. Al decir «ordenada», ¿quiere insinuar Obama que debe mantenerse el orden a toda costa, incluso mediante el uso de la fuerza? ¿Cabe entenderlo como una defensa inequívoca a favor de la democracia o, por el contrario, de la estabilidad?

Aunque lo dicho por Washington parezca insuficiente y lleno de ambigüedad, peor es en todo caso la postura de la UE. De momento no existe una postura común. Mucho más activos han estado los portavoces de los intereses económicos, que se han afanado para tratar de tranquilizarnos, asegurándonos que «la provisión de gas está asegurada, incluso si debido a las revueltas sociales el suministro se corta». Es difícil evitar la sensación de que esto es lo único que realmente nos interesa, al menos de momento. Así ha sido durante décadas, conscientes de que nuestra seguridad energética ha descansado en la alianza con gobernantes corruptos y violadores de derechos humanos y en el sometimiento por la fuerza de poblaciones enteras. Por lo que, siguiendo esta línea, podríamos interpretar que todos nosotros hemos sido cómplices del régimen de Ben Ali, Mubarak y Gadafi, contribuyendo a su sostenimiento.

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