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El concepto de defensa en España: apuntes más allá del terreno militar

 

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(Para CITpax)

En España- como efecto derivado de una experiencia que ha marcado profundamente buena parte de su historia en el siglo XX, y a pesar de que el fin de la Guerra Fría queda ya suficientemente lejano- todavía hoy los conceptos de seguridad y defensa están muy contaminados por referencias militares. En buena parte de la sociedad civil, y en amplios círculos de opinión, la mera mención de palabras como seguridad y defensa suscitan imágenes de uniformes, armas y equipo militar. Es como si algunos hubiesen quedado atrapados en un tiempo pasado- el de la Guerra Fría-, en el que el clima omnipresente de la confrontación bipolar hacía que las consideraciones de la estrategia militar dominaran la práctica totalidad de las relaciones internacionales.

En aquel tiempo cualquier dimensión de la seguridad y la defensa que no fuese la estrictamente militar era fácilmente despreciada, con el argumento de que nada podía distraer la atención sobre la amenaza de un holocausto nuclear que podía eliminar de la faz del planeta todo vestigio de vida humana. Hablar de otras amenazas- como las derivadas de la creciente brecha de desigualdad entre ricos y pobres, del hambre, del deterioro medioambiental o de las pandemias- y de otras interpretaciones de la seguridad- desde la asociada a la alimentaria o energética a nuevos conceptos como la seguridad colectiva, compartida y, mucho menos, la seguridad humana- parecía una simple distracción inaceptable. Y sin embargo, como han demostrado los hechos a partir de mediados de la década pasada, la aplicación de aquel modelo de seguridad y defensa tan militarista no resultó exitosa, por cuanto el mundo no era, ni es hoy, más seguro, más justo y más sustentable que cuando arrancó la rivalidad entre las dos superpotencias.

Por lo que respecta a España, el interés por dejar atrás una época de aislamiento internacional y el afán por alcanzar la homologación como país desarrollado, llevó a encapsular los temas de seguridad y defensa. Eso explica que todavía siga pendiente a día de hoy un necesario debate sobre nuestra visión de la seguridad y la defensa de los intereses nacionales, y sobre la articulación de los diversos instrumentos disponibles al servicio de esa tarea. Si a eso se suman los temores iniciales por cuestionar el papel de quienes un día se consideraron la columna vertebral del Estado, como si el resto de los actores públicos y privados no fueran igualmente importantes, y la vigencia de algunos estereotipos muy interiorizados entre amplias capas sociales sobre la significación del estamento militar, se puede acabar entendiendo que, por unas razones y por otras, no se haya logrado aún desligar plenamente lo que corresponde a los temas de seguridad y defensa de los estrictamente militares.

Y ésta no es, en esencia, una responsabilidad que quepa achacar a los propios militares. Desde hace mucho tiempo, y como imponen los cánones de todo Estado de derecho, ellos se limitan a obedecer órdenes del poder civil y a hacer su trabajo con un nivel de profesionalidad ampliamente reconocido dentro y fuera de nuestras fronteras. En realidad la clave está en la ausencia de un esfuerzo de carácter pedagógico a nivel nacional. Tanto la generalidad de los representantes políticos como de los medios de comunicación siguen anclados en visiones distorsionadas de un realidad periclitada, sin un gran interés por actualizar su nivel de conocimiento en el terreno de la seguridad y defensa y, menos aún, sin atreverse a liderar una tarea que supone pisar un terreno que aún cabría calificar como resbaladizo. La tarea no es solamente de divulgación para perfilar mejor- ajustándolos al mundo de hoy- las implicaciones de la acción exterior del Estado, con sus componentes de política exterior, política de seguridad, política de defensa y política militar. También debe aspirar a la interiorización de unos conceptos de seguridad y defensa que sirvan para hacer frente a las amenazas de un contexto globalizado en el que la gestión de la seguridad se nos antoja más compleja, pero no menos preocupante, que en las décadas pasadas.

Hablamos de un mundo, de unos riesgos y de unas amenazas para las que los instrumentos militares no parecen los protagonistas únicos, ni los más adecuados. Dicho de manera telegráfica: dado que los riesgos y amenazas son básicamente de naturaleza social, política y económica, parece inmediato concluir que el protagonismo en la respuesta debe recaer en los instrumentos sociales, diplomáticos, políticos y económicos. Eso no quiere decir, en modo alguno, que las capacidades militares no tengan ya ningún cometido a realizar. Lo que más bien indica es que estas últimas son capacidades complementarias, de último recurso, que solo conviene activar cuando todos los demás mecanismos y capacidades han fracasado o están a punto de hacerlo.

Esa necesidad de replanteamiento de conceptos y de prelación de unos instrumentos sobre otros está ya recogida en el propio título de este seminario. Durante la Guerra Fría (y nuevamente en la actualidad si nos atenemos a los planteamientos definidos por la equivocada «guerra contra el terror» liderada por Washington) esos cuatro niveles de planificación, decisión y actuación- exterior, seguridad, defensa y militar- resultaron confundidos en un solo- el militar- que consecuentemente se impuso a los demás. Si ahora nos planteamos la necesidad de hablar de un concepto ampliado de defensa es porque percibimos que, para atender precisamente a esas amenazas difusas y complejas: a) los esquemas heredados del pasado siglo no resultan eficaces; b) es necesario volver al orden jerárquico clásico, colocando al componente militar como un escalón subordinado a los otros tres ya mencionados; c) es preciso atender de manera más directa y sostenida a las causas que generan inestabilidad e inseguridad, sin limitarse a hacer frente a los síntomas más visibles de la violencia en sus diferentes manifestaciones; y d) para ello es fundamental potenciar las capacidades no militares de actores civiles, complementados con los militares en los ámbitos en los que éstos puedan aportar un valor añadido a los demás.

A día de hoy ésta sigue siendo, en la mayoría de los países, una asignatura pendiente. En términos generales se sigue percibiendo- es una realidad con la que tenemos que contar- que hay un notorio desajuste entre el discurso y la realidad. El primero ha logrado un alto nivel de desarrollo, asumiendo que hoy la seguridad es multidimensional y que ya no se juega en las fronteras nacionales sino a escala planetaria. En esa misma línea, se insiste en que la seguridad y el desarrollo son dos caras de la misma moneda y que se debe trabajar simultáneamente en ambos planos si se quieren lograr resultados sólidos. La segunda, sin embargo, sigue empeñada en mostrarnos las dificultades para vencer inercias tan poderosas como las que han marcado la orientación de los esfuerzos de tantos gobiernos y organizaciones internacionales de seguridad durante tanto tiempo. En lugar de asumir que el uso de la fuerza es siempre el reconocimiento del fracaso de la política, se mantienen vigentes los planteamientos de Clausewitz, considerando que la guerra es simplemente la continuación de la política por otros medios. De ese modo, se tiende a adoptar un enfoque reactivo (en lugar de preventivo) y selectivo (de ahí que se hable con toda propiedad de conflictos olvidados) en el que se prefiere optar por el protagonismo de los medios militares, sin haber apurado previamente las potencialidades de todos los demás.

El error de obrar de ese modo es mayúsculo: es como si no se quisiera entender que hablar de reglas comerciales justas, de diplomacia preventiva, de reforma de la discriminatoria arquitectura financiera internacional, de tratamiento equilibrado de la deuda externa o de transferencia de tecnología es hablar, con absoluta propiedad, de seguridad y defensa. En el mundo de hoy (y todavía por mucho tiempo) los aviones de combate y los misiles seguirán siendo necesarios, pero nuestra seguridad y la de quienes nos rodean no puede descansar principalmente en ellos. Hacerlo así es renunciar a la construcción de la paz y a la prevención del estallido de la violencia y es, por otro lado, seguir pensando que nuestra seguridad y desarrollo pueden lograrse a costa de la inseguridad y el subdesarrollo de los demás.

Parecería que, en algunos casos, hemos conseguido ya pensar en términos globales, tratando de aunar enfoques y capacidades, pero, en gran medida, seguimos actuando básicamente en términos militares. Se trata de un desajuste que no ha sido resuelto a día de hoy ni a escala española ni a escala internacional.

España en la dirección correcta

En el caso de España ahora mismo estamos afortunadamente- casi diría, por fin- ante la puesta en marcha de un proceso para la elaboración de una Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa1. No solamente es justo que ese proceso tome cuerpo para colocar a España al mismo nivel de otros países de nuestro entorno, sino que es urgente y absolutamente necesario.

Interesa en este punto recordar que hoy nos movemos, tanto en el plano nacional como en el de las organizaciones de seguridad a las que pertenecemos, sin un marco actualizado. No olvidemos que el concepto estratégico de la OTAN es de 19992, mientras que la Unión Europea sólo ha sido capaz de formular una Estrategia Europea de Seguridad en 20033 y España cuenta con una Directiva de Defensa Nacional de 20044. Simultáneamente, por lo que afecta a España, se han dado los primeros pasos para llegar a dotarse de una Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa que es, desde mi punto de vista al menos, una pieza fundamental de un edificio que todavía adolece de carencias significativas.

España viene identificándose, desde 2004, como un activo constructor de la paz. Ésa es una seña de identidad que España pretende consolidar en su acción exterior y ya hay realidades que aspiran a rellenar de contenido esa inicial declaración de voluntad5. A la vista de estas aspiraciones es inesquivable la reconsideración del propio concepto de defensa. Y es en ese marco, aplicado a España, en el que me atrevería a plantear algunos apuntes en tres planos interrelacionados: el conceptual, el institucional y el operativo.

Plano conceptual – Es bien sabido que la paz se construye a través de un esfuerzo permanente, que implica a todas las sociedades (ninguna está inmunizada contra la violencia) y que descansa en los actores locales (los externos solo pueden complementar lo que surge desde el seno de la sociedad afectada). Su pretensión última no es tanto la desaparición del conflicto, como su resolución a través de métodos no violentos. Para alcanzar un objetivo tan ambicioso resulta prioritario concentrar la atención en la fase previa a cualquier posible estallido violento (la prevención del conflicto); pero igualmente hay que atender a la gestión de la crisis y a la resolución del conflicto, si no se ha logrado evitar la explosión violenta; y, por supuesto, no puede descuidarse la etapa de reconstrucción postbélica, para impedir que se pueda producir una recaída. Todo esto hace de la construcción de la paz un concepto muy exigente- que debe operar en «el durante» y «el después», pero sobre todo en «el antes» del estallido generalizado de la confrontación armada. En su aplicación son necesarios instrumentos muy diversos, entre los cuales tendrán que estar los militares, pero justo en la proporción adecuada y en el momento adecuado.

España debe construir la paz en su propio marco territorial, para consolidar su actual situación de estabilidad estructural, caracterizada por su alto grado de bienestar y su garantía de seguridad individual y colectiva. Asimismo, debe guiar su acción exterior- tanto en los llamados Estados frágiles, como en otros que integran su agenda exterior- por esos mismos presupuestos, tratando de alejar la posibilidad de la violencia y procurando mejorar las expectativas de vida del conjunto de los ciudadanos de esos Estados. Ésta es una tarea eminentemente civil- de orden diplomático, cultural, económico y político-, en la que obviamente debe haber un componente de defensa militar. Es también un enfoque permanente, en el sentido de que debe desplegar sus capacidades en todo tiempo y lugar (dentro de las posibilidades reales de nuestras fuerzas), sin esperar a que en un determinado territorio surja una crisis o, menos aún, un conflicto violento.

Es preciso volver sobre el mismo punto: de lo que estamos hablando, si queremos construir la paz, es de evitar que el estallido de la violencia se produzca. Todo lo demás, operaciones internacionales de paz incluidas, supone reconocer un cierto nivel de fracaso, porque no se ha logrado abortar el proceso que conduce a ese punto de confrontación directa. Si se asume este principio, cabría esperar que la asignación de recursos de los que un Estado dispone para su acción exterior se estructurara en función de ese objetivo, dedicando más esfuerzos a la prevención de conflictos que a la gestión de crisis o a la reconstrucción postbélica. En la práctica no parece que ése sea el modelo dominante, y esto es así tanto en el caso español, como en el de la UE, la OTAN o en el de cualquiera de los considerados como actores nacionales más significados del panorama internacional.

Por otro lado, y también desde el punto de vista conceptual, interesa insistir en que la tarea de construcción de la paz- y esto debería resultar obvio para una potencia media como España, tanto en éste como en otros muchos terrenos- excede a sus capacidades individuales (igual que, de hecho, ocurre a la totalidad de los Estado del planeta). Esta simple constatación, nos obliga a trabajar de manera coordinada, sea en el plano bilateral o, preferentemente, en el multilateral.

Si queremos darle sentido a esa idea del multilateralismo efectivo- que, acertadamente, España ha adoptado como lema importante de su acción exterior-, las referencias más destacadas no pueden ser otras más que la Unión Europea y la ONU contempladas, al menos desde un punto de vista personal, precisamente en ese orden. Dicho así, se entiende de paso que la OTAN, tercera referencia a mencionar, debería figurar como la última de la terna. Y todo esto a pesar de que ya sabemos que la OTAN es la organización militar más poderosa del planeta y la más eficaz para la defensa colectiva de sus Veintiséis miembros. Al margen de otras consideraciones, la Alianza Atlántica puede haber prestado innegables servicios a la defensa occidental, pero, mirando hacia el futuro, no puede ser la pieza fundamental de la seguridad mundial (siempre sería un imperfecto policía mundial) ni el marco para desarrollar las relaciones entre Washington y Bruselas. Apostar por la vía del reforzamiento de la OTAN, solo podrá hacerse- dada la finitud de los recursos existentes- en detrimento de otras instancias (UE, en su calidad de potencia civil con capacidades militares al servicio de la prevención de conflictos violentos; y ONU, como auténtico policía mundial con la misión de evitar el flagelo de la guerra a las generaciones futuras, tal como reza su Carta fundacional). No parece éste el mejor modo de atender a los intereses de España.

Plano institucional – España tiene ya a día de hoy un Consejo de Defensa Nacional. Esto supone una mejora con respecto a la Junta de Defensa Nacional con la que contábamos antes6. Es, por tanto, un paso en la dirección correcta, pero todavía se queda a medio camino para alcanzar lo que parece imprescindible a día de hoy.

¿No ha llegado ya el tiempo de crear un Consejo Nacional de Seguridad? Si realmente se asume la idea de que la seguridad es bastante más que la defensa y mucho más que las cuestiones militares, ¿no va siendo de que España se autoimponga la necesidad de crear un Consejo Nacional de Seguridad en el que se integren actores gubernamentales y no gubernamentales, civiles y militares que permitan contar, sobre una base de implicación permanente, con todos los conocimientos y recursos necesarios para atender a una tarea de la máxima exigencia para nuestros intereses? No podemos contentarnos con el paso dado desde la Junta al Consejo; como tampoco podemos quedarnos frenados ante los obstáculos, los personalismos y las reticencias corporativas que puedan surgir en el horizonte cuando se pretende vencer inercias tan asentadas. El Consejo Nacional de Seguridad no es una moda o un simple nombre, más o menos acertado: es una imperiosa necesidad para articular adecuadamente nuestras diversas visiones institucionales y nuestros variados instrumentos.

A esta necesidad cabe añadir aún, en este mismo plano institucional y aunque solo sea por remachar en la misma idea ya expresada anteriormente, la conveniencia de contar ya con una Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa. Ni la tenemos aún ni existe un generalizado acuerdo sobre su utilidad. Para impulsarla es preciso por tanto un ejercicio de liderazgo que solo puede venir, para ser efectivo, desde la propia Presidencia del Gobierno. Una vez más hay que insistir en lo obvio: la Estrategia afecta a Defensa, pero va mucho más allá. No puede ser, por tanto, un ejercicio impulsado desde el Ministerio de Defensa, aunque resulta igualmente elemental entender que su participación debe ser importante a lo largo de todo el proceso. Por si sirviera de algo lo que se hace en nuestro entorno más inmediato, tenemos aún muy fresco lo que Francia ha aprobado a partir de un impulso directo de su máxima instancia ejecutiva.

Una Estrategia de ese calado, como ya apuntaba anteriormente, tiene que integrar plenamente a los actores gubernamentales- con las dificultades que pueda suponer el encaje de los planteamientos de Ministerios como el de Interior, Defensa Economía, Industria, Educación y tantos otros (teniendo en cuenta, además, la realidad autonómica de un Estado como el español). Pero se quedaría corta en sus aspiraciones y necesidades, si no logrará implicar igualmente a los actores no gubernamentales- y esto no quiere decir solamente a las ONG, sino también a las empresas españolas con vocación exterior. Su concurso es vital para mejorar nuestro conocimiento de lo que ocurre fuera de nuestras fronteras, pero también para actuar de manera coherente y coordinada en pos de objetivos que deben ser comunes: el bienestar y la seguridad de quienes nos rodean, como mejor vía para asegurar nuestro bienestar y nuestra seguridad.

Un elemento adicional en este campo, aunque de una significación distinta a los anteriores, apuntaría a la simbología (y operatividad) que tendría el hecho de que España se incorpore a la Human Security Network7. Hacerlo- asociándose a otros trece países, entre los que están Suiza, Austria, Canadá o Irlanda- no solo dotaría de mayor visibilidad al esfuerzo español por convertirse en un activo constructor de paz, sino que permitiría aprender y compartir experiencias con otros socios que entienden la necesidad de poner los intereses y la seguridad de los seres humanos por delante de la de los Estados.

Plano operativo – Nada de lo anterior tendría sentido si sobre el terreno no se consigue contar con los instrumentos necesarios para hacer realidad los deseos y las declaraciones de voluntad. Partiendo del claro desequilibrio señalado ya desde el arranque del texto, a favor de la concepción militarista de la seguridad y defensa, no puede sorprender que los recursos acumulados hasta hoy en este campo sean más numerosos y potentes en el terreno militar que en el civil. Eso es, precisamente, algo que debe corregirse.

En unos casos se trata únicamente de poner lo que ya existe, tanto en el terreno militar como en el civil, al servicio de una visión común (la construcción de la paz y la prevención de conflictos violentos; sin abandonar en modo alguno la defensa en el sentido más estricto que marca la propia Constitución). En otros, por el contrario, se necesitan crear ex novo capacidades específicas.

En el ámbito civil existe un notable margen de mejora. Conceptos como los de Defensa Civil y propuestas como la creación o participación en Cuerpos Civiles de Reacción Rápida (en el marco de la UE, por ejemplo) son todavía hipótesis de trabajo que no han pasado a formar parte de la agenda gubernamental. Ni siquiera en un terreno tan necesitado de refuerzos como el de la Protección Civil parece existir un empeño sostenido para potenciarla. Antes al contrario, y ahí está la equivocada decisión de crear una Unidad Militar de Emergencias (UME) para demostrarlo, parece asumirse su inoperatividad ante la fragmentación que supone esa competencia entre las comunidades autónomas que conforman el Estado. En resumen, no se trata tanto de cuestionar la conveniencia o necesidad de aportar más o menos soldados a operaciones internacionales de paz (que seguramente serán más demandados en determinados contextos), sino de entender que la construcción de la paz y la prevención de conflictos es parte esencial de nuestra seguridad y de que esta tarea obliga a contar con medios no militares para hacer frente a las causas que generan la inestabilidad, la inseguridad y, en definitiva, la violencia que decimos querer erradicar.

Si eso es así en el ámbito civil, en el terreno militar la necesidad que se plantea a día de hoy sigue siendo la de construir unas fuerzas armadas en buena medida distintas a las actuales. Recordemos que estamos en España, es decir, en un país que no percibe ninguna amenaza en fuerza contra sus intereses y que cuenta con unas Fuerzas Armadas (FAS) en las que el modelo de profesionalización, que se puso en marcha de manera acelerada e imprevista a principios de la década, no es precisamente un ejemplo de éxito (aunque desde 2005 se haya logrado modificar la tendencia negativa que arrastraba desde su arranque). Esa ausencia de amenazas- aunque es elemental que será necesario seguir contando con medios creíbles de disuasión y castigo- permite replantear misiones, medios y recursos para atender a otras exigencias más presentes en la agenda de seguridad y defensa de nuestros días (y del previsible futuro).

Desde el final de la Guerra Fría nuestras FAS, como le ocurre en general a las del resto de los países de la OTAN, sufren una crisis existencial que no ha sido superada en su totalidad. En esa situación- en la que es necesario desembarazarse de rémoras que han perdido su sentido originario y adoptar nuevos enfoques de futuro- se corre un mayor riesgo de cometer errores. En el caso español, y por citar tan solo dos ejemplos de ello- achacables principalmente a los responsables políticos que toman decisiones y no a los militares que cumplen las órdenes recibidas-, cabe destacar dos bien recientes: la utilización de las FAS como actores humanitarios y la ya referida creación de la UME. Nada menos que el entonces responsable del área- y no un portavoz de una ONG- llegó a definir a las FAS como un ONGército (dando a entender que contaba con mejores medios que cualquier ONG para cumplir misiones de asistencia y protección de posibles víctimas de catástrofes o conflictos armados). Plantearlo de este modo es sencillamente desconocer que los principios por los que se guían los ejércitos no coinciden con los que mueven a los actores humanitarios. Es- a pesar de lo que una lectura superficial de la Ley Orgánica 5/2005 de Defensa Nacional pudiera dar a entender- no querer reconocer que las FAS, por definición, no pueden ser actores humanitarios, aunque en algunos momentos puntuales puedan prestar alguna ayuda a víctimas de un conflicto o de una catástrofe (como tampoco pasan a ser bomberos, aunque contribuyan en algún momento a apagar un incendio).

En cuanto a la UME, en lugar de reconocer la necesidad de potenciar las capacidades de la Protección Civil para atender a tareas que le son propias, se ha preferido no ya solo emplear medios ocasionalmente ociosos de los ejércitos para colaborar en misiones que en origen no les corresponden, sino que se ha optado por crear una capacidad militar de difícil encaje en el marco competencial autonómico y en el organigrama de las propias fuerzas armadas.

Mientras tanto, no se han puesto en marcha con suficiente impulso las necesarias reformas en los modelos de instrucción, así como en los presupuestos, equipo, material y armamento, para mejorar nuestras capacidades en el desempeño de las misiones que con más frecuencia van a ser demandadas a nuestras fuerzas. No podemos pensar, por muchas que sean las alabanzas recibidas por nuestra participación en las misiones internacionales de paz, que con eso se justifica ante la opinión pública el esfuerzo dedicado a la defensa. Tampoco se puede mostrar satisfacción plena por un modelo de FAS que sigue contemplando el despliegue de fuerzas en el exterior como decisiones ad hoc, sin entender la necesidad de disponer de un centro permanente de enseñanza e instrucción para las unidades susceptibles de recibir esas misiones.

En esencia, y sin salirnos del campo militar, cuando España asume que sus intereses ya no se juegan prioritariamente en sus fronteras parece obligado que esa idea tenga consecuencias en cuanto al papel que van a tener sus fuerzas armadas. Unas FAS que no pueden tener el mismo equipo, material y armamento (ni el mismo tipo de militares y de sistemas de enseñanza e instrucción) que cuando se movían en el marco de la confrontación bipolar (o cuando nos manejábamos con el esquema de la «amenaza compartida» y la «amenaza no compartida»).

En resumen, estos apuntes- necesitados de un desarrollo más detallado y de otras aportaciones que permitan mejorarlos- solo pretenden llamar la atención sobre la imperiosa necesidad de actualizar nuestra visión de la seguridad y defensa en España. No atender a esa llamada significaría seguir encerrados en esquemas trasnochados de defensa, inadecuados para tratar los síntomas y las causas de la inestabilidad y la inseguridad del mundo de hoy.

Notas:

(1) No es irrelevante el orden de los factores en esta ecuación. Se debe colocar el de «nacional» en su sitio: es una Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa y no una Estrategia de Seguridad Nacional o de Defensa Nacional.

(2) Se entiende que será renovado en la cumbre de abril de 2009, que conmemorará el sexagésimo aniversario de su creación.

(3) A la espera de que se produzca el desbloqueo institucional en el que está sumida desde 2004 y de que sea posible actualizar lo que el Consejo Europeo aprobó, en materia de seguridad, el 12 de diciembre de 2003.

(4) En el momento en que se redactan estas páginas, octubre de 2008, es inminente la aprobación de una nueva.

(5) Bastaría para confirmarlo con repasar el texto de la conferencia del propio Presidente del Gobierno en el Museo del Prado (16 de junio de 2008), bajo el título «En interés de España: una política exterior comprometida».

(6) La última reunión de la Junta de Defensa Nacional se celebró en enero de 2002 y aunque la Ley Orgánica 5/2005 de Defensa Nacional contemplaba la creación del Consejo de Defensa Nacional, éste no llegó a constituirse hasta la aprobación del Real Decreto 1310/2007, de 5 de octubre de 2007. Su primera reunión, presidida por el Rey, se desarrolló el 10 de octubre de 2007. Se trata del principal órgano colegiado de asesoramiento y consulta del Presidente de Gobierno para asistirle en la dirección de los conflictos armados y la gestión de crisis que afecten a la defensa, así como informarle sobre las grandes directrices de la política de defensa.

(7) http://www.humansecuritynetwork.org

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