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Deterioro creciente en el conflicto palestino-israelí

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(Para INETemas)
El deterioro que sufre la situación del conflicto palestino-israelí parece incesante, de tal manera de los más negros presagios formulados por los especialistas son inmediatamente superados por la realidad diaria en los Territorios Palestinos. Este proceso es el resultado de una conjunción de factores externos e internos entre los cuales destaca, sobre cualquier otro, el decidido propósito del gobierno liderado por Ariel Sharon por terminar por la fuerza con la resistencia, y tal vez con la presencia, del pueblo palestino en los Territorios ocupados militarmente desde 1967.

Nada cambia en el lado israelí. Su comportamiento- empeñado en una estrategia agresiva que sólo reconoce a Estados Unidos como la única referencia externa ante la que tiene que dar cuentas- se basa en la convicción de que puede resolver el problema con sus vecinos por la fuerza, de que cuenta con el apoyo estructural de Washington y de que dispone todavía de un margen de maniobra que, en todo caso, puede agotarse tras las elecciones estadounidenses del próximo mes de noviembre. Eso le permite mantener el rumbo de la confrontación directa, sin necesidad de ajustarse a ningún calendario ni presión exterior. En esa línea Sharon, al tiempo que mantiene su pretensión de eliminar a Arafat y evitar que pueda algún día existir un Estado palestino viable, está empeñado en sacar adelante el plan unilateral de separación que le otorgaría nuevas ganancias territoriales y asentaría una situación de ilegal apropiación de recursos ajenos.

Mientras tanto, en otros frentes se van agotando las posibilidades de provocar un cambio de rumbo que permita aflorar una llama de esperanza para que los actores directamente enfrentados puedan regresar a la mesa de negociaciones, único escenario que posibilitará una solución justa, global y duradera para este viejo conflicto. En el frente externo- y ante la paralización de hecho de los esfuerzos del Cuarteto y la permanente marginación de la ONU-, estamos a la espera de que dentro de unos meses el Tribunal Internacional de Justicia emita finalmente su opinión sobre el muro que Israel está construyendo en el territorio ocupado de Cisjordania. Cuando eso ocurra, la situación en torno al conflicto palestino-israelí no habrá hecho más que empeorar. No puede preverse otra cosa en función de la permanente catarata de acontecimientos negativos que proceden de la región. De poco sirve, en estas circunstancias, recordar que fue un caso similar, con el tribunal de La Haya como protagonista, lo que desencadenó un proceso que condujo al derribo del odioso régimen del apartheid en Sudáfrica.

Las variables a considerar en este caso, tanto internas como externas, son muy distintas. En primer lugar, nada permite comparar a Sharon con De Klerck, el primer ministro surafricano que promovió el cambio desde dentro, consciente de la inviabilidad de su modelo. En Israel, Sharon sólo puede huir hacia delante. Por una parte está acosado por un sistema judicial que apunta directamente a sus implicaciones en prácticas de corrupción. Por otra, sigue entregado a su discurso de la violencia, que tanto en su opinión como en la de Washington es el único lenguaje que entienden los árabes, de forma que cualquier aparente señal de relajación será interpretada como un síntoma de debilidad por una opinión pública israelí que está siendo martilleada con el peligro que para su seguridad implica la existencia de un Estado palestino en sus inmediaciones. Además, se enfrenta a la emergencia de su colega de partido y de gabinete, Benjamín Netanyahu, que está sabiendo recoger el descontento que ciertos rumores, como el abandono de algunos (que no todos) asentamientos en la Franja de Gaza, está generando en el poderoso movimiento de colonos y entre los partidos ultraderechistas y religiosos. Llegar al final de la legislatura pasa, invariablemente, por mantener el mismo rumbo, aun a costa de provocar un desastre mayor.

Por plantearlo en esos términos, Sharon está condenado a seguir en la misma línea, por mucho que eso no lo convierta en un líder más fuerte y por mucho que aleje a Israel de sus verdaderos intereses (que, por otro lado, sólo pueden verse cumplidos en un contexto de paz con sus vecinos). En esa dinámica hay que entender su rechazo a la capacidad del Tribunal para entrar en juicios sobre materias como la construcción del muro (dado que formalmente el Tribunal sólo puede actuar para dirimir asuntos entre Estados, algo que la entidad palestina todavía no es, y contando con el acuerdo entre las partes, inexistente en este caso) y su decisión de no enviar representantes a las audiencias que se han desarrollado recientemente. Sabe que su situación es insostenible en el terreno jurídico, más allá de las formalidades procedimentales, pero sabe también, y eso es lo que cuenta en definitiva para sus planes, que la decisión del Tribunal no es vinculante y sólo producirá en su momento una declaración más o menos relevante de la Asamblea General de la ONU, sin ningún efecto práctico (en cualquier caso, una nueva resolución condenatoria de este organismo no le hará temblar el pulso tras una historia de décadas de permanentes desprecios a la legalidad que representa dicha Asamblea) . También es consciente de que sigue contando con el apoyo de Washington para evitar que el Consejo de Seguridad de la ONU tome alguna decisión de mayor calado contra su actual estrategia de destrucción sistemática de toda posibilidad de independencia para el pueblo palestino.

Incluso asumiendo sus propios planteamientos, su línea de actuación en el específico tema del muro es, como en tantos otros casos, inconsistente. Si realmente fuera imprescindible recurrir a una medida como la construcción del muro, que se pretende hacer pasar por temporal, entendiendo que con ello se lograría una mejora sustancial en términos de seguridad para una población israelí sometida a la amenaza de grupos palestinos violentos, ésta no es la forma de hacerlo. En lugar de provocar una reacción internacional condenatoria (al margen de lo que pueda decidir el Tribunal de La Haya), bastaría con que la construcción se hubiera realizado sobre suelo israelí, al Oeste de la Línea Verde. Las protestas contra esa medida no habrían podido plantearse entonces en los mismos términos y haría más evidente la incapacidad de la Autoridad Palestina para controlar a quienes siguen pensando erróneamente que la violencia es una solución para alcanzar algún día los objetivos palestinos. Sin embargo, la decisión de construirlo en territorio palestino ocupado sólo puede ser percibida como una señal de prepotencia y desprecio a las normas internacionales.

Por otro lado, cuando Sharon proclama que el muro es temporal, probablemente esté diciendo lo que realmente piensa. En su visión de futuro habrá un momento en el que será necesario derribar esta obra, que puede llegar casi a los 700 kilómetros de longitud. Pero si eso finalmente sucede no será para que Israel vuelva a la Línea Verde, en la práctica reconocida como la frontera entre Israel y Cisjordania, ni tampoco para facilitar la creación de un Estado palestino independiente. Lo más probable, tomando en cuenta la dirección que adopta su política de fuerza destructora, es que lo haga una vez que haya quebrado totalmente las aspiraciones soberanistas palestinas y, en consecuencia, pueda ya consolidar su presencia en la totalidad de Cisjordania, llevando por tanto la frontera hasta Jordania. Al margen de que la atención siga centrada ahora mismo en el muro, los informes regulares de las organizaciones defensoras de los derechos humanos en la zona, incluyendo las israelíes, siguen confirmando las acciones diarias de asesinatos selectivos, destrucción de infraestructuras, campos de cultivos, casas, castigos colectivos mediante el cierre de los Territorios, crecimiento de los asentamientos e impedimentos para renovar o conseguir permisos de residencia para los palestinos en su propia tierra. Desde esa perspectiva, cabe recordar muchas otras ocasiones pasadas, cuando las autoridades de Tel Aviv han logrado desviar la atención con la creación de crisis llamativas, que les facilitaban la continuación de otras prácticas que provocaban tantos o mayores perjuicios para la paz en la zona. No cabe despistarse en este punto.

Por otra parte, en el entorno palestino, la situación interna en los Territorios presenta asimismo negros nubarrones. No es restaurando la pena de muerte, tal como acaba de decidir la Autoridad Palestina (AP), como se logrará poner fin al profundo proceso de deterioro interno que sufren los aproximadamente tres millones y medio de habitantes de Gaza y Cisjordania. Además de la trágica y errónea deriva israelí, que tiene a Sharon como primer responsable, los palestinos sufren una segunda desgracia no menos importante: la ocupación del limitado poder que ostenta la Autoridad Palestina por unos líderes inmerecidos.

El problema se remonta más allá del estallido, en septiembre de 2000, de la actual Intifada. Desde el arranque del proceso de Oslo, la Autoridad Palestina ha sido monopolizada por Yaser Arafat y sus leales, todos ellos procedentes del exilio (fundamentalmente Túnez, donde se localizaba el cuartel general de la OLP, después de haber sido expulsados de Líbano en 1982, y anteriormente de Ammán en 1970), desplazando a los líderes que habían protagonizado desde los Territorios Ocupados la primera Intifada (1987-93). El control de esas escasas palancas de poder que Israel transfirió a los nuevos líderes no se llevó a cabo sin problemas internos, que fueron generando sucesivas marginaciones, en perjuicio de quienes habían soportado directamente la ocupación, y discriminaciones, favoreciendo a los «gazatíes» en detrimento de los «cisjordanos». Al mismo tiempo, el entramado administrativo que la AP comenzó a poner en pie respondía a la tradicional concepción paternalista y controladora de tantos otros regímenes árabes totalitarios.

Por un lado, se intentaba asegurar la lealtad de una parte de la población concediendo favores, en términos de empleos en los diferentes organismos creados por la AP, o tratando de recompensar a viejos luchadores por la causa palestina ahora retornados a los Territorios. Se pretendía, asimismo, mejorar la situación socioeconómica de la población, convirtiendo a la AP en el principal empleador de la zona, en un intento por ganar legitimidad y popularidad entre una población todavía esperanzada en que el Proceso de Paz llegase finalmente a buen término. Por otro, se ponía en funcionamiento un complejo entramado de servicios y fuerzas de seguridad, escasamente coordinadas entre sí y más preocupadas de servir a los propósitos del propio líder que a la seguridad de los palestinos, en una mezcla de afán controlador y represivo de la población y de pretensión de asegurar el dominio sobre cualquier posible rival político. Por último, se ralentizaba, hasta la exasperación, la puesta en marcha de organismos de control financiero y de gestión económica, en un intento por escapar al imprescindible control que demandaban permanentemente los donantes internacionales. La falta de transparencia, la corrupción y la ineficacia del entramado económico de la administración palestina han sido rasgos muy significativos de estos últimos años.

A pesar de las presiones, los responsables de la AP han sabido navegar en esas aguas turbulentas con el tradicional argumento de que todos los males provenían de la imposibilidad para actuar de otro modo debido al constante acoso de las autoridades israelíes. Con ser esto último totalmente cierto, no lo es menos que la propia gestión de la AP era manifiestamente mejorable en todos los terrenos. En ningún caso puede decirse que el deterioro en las condiciones de vida de los palestinos en los Territorios sea achacable en exclusiva a Israel, sino que es preciso reconocer las insuficiencias de los propios gobernantes palestinos. Unas insuficiencias que han ido más allá del ámbito económico, con la circulación de fondos desviados de las cuentas oficiales o que nunca han llegado a figurar en ellas, para afectar igualmente al campo de la seguridad.

En la medida en que Israel se ha encargado de impedir la emergencia de un socio palestino más eficaz en la gestión de los asuntos que le habían sido transferidos, llegando incluso a facilitar la consolidación determinados monopolios (cemento, tabaco, hidrocarburos…) que mueven grandes cantidades de dinero al margen de todo control oficial, debe también asumir también su parte de responsabilidad en la situación actual. Una situación que ha desembocado en un creciente y altamente preocupante descontrol interno en los Territorios. La aparición de recientes noticias, acerca de hechos sobradamente conocidos desde hace mucho tiempo, que implican directamente a Arafat y sus allegados en el uso fraudulento de fondos y en la incapacidad para controlar a los numerosos grupos mafiosos que campan a sus anchas por los Territorios, no deja de ser sorprendente.

Tratando de identificar las razones de esta sucesión de noticias, es inmediato reconocer el interés que el gobierno de Sharon tiene en abrir un nuevo frente contra el propio rais palestino, en su pretensión de lograr su total eliminación como actor político relevante. Su desprestigio sirve al objetivo de desplazarlo de la escena y de enfatizar la necesidad de dar un golpe de timón para enderezar la situación interna; en esa misma línea Israel, no por casualidad, se muestra dispuesto a colaborar con el nuevo líder (que se pretende más acomodaticio a los designios de Tel Aviv) para erradicar a los grupos violentos. No deja de ser curioso que no se diga nada sobre la decisiva contribución que previamente Israel ha tenido para neutralizar la capacidad operativa de los servicios de seguridad palestinos, para generar un tremendo descontento social, o para paralizar a la propia AP con una política sistemática de asedio y ataques directos.

Junto a eso, y sobre todo para desgracia de los palestinos, debe reconocerse en cualquier caso que la población de los Territorios no se merece a los líderes que tiene en la actualidad. Las insuficiencias y prácticas indeseables del liderazgo palestino son bien conocidas y han sido denunciadas reiteradamente, tanto desde el exterior como desde dentro de los propios Territorios. Las deficiencias en el terreno político, social y económico son brutalmente notorias y no se percibe una sincera voluntad por parte de quienes ahora controlan el poder palestino para modificar el rumbo. Es necesario, por tanto, un giro radical de la situación, lo cual implica necesariamente un cambio de liderazgo. Sin embargo, en la situación actual nada permite imaginar que esto vaya a ocurrir a corto plazo. Mientras el gobierno de Sharon siga manteniendo su política de fuerza, lo único que logrará en el bando palestino será un cierre de filas en torno a Arafat, contribuyendo así a abortar cualquier posible reforma de la AP, y mucho menos un recambio en los órganos de decisión de la AP. En estas condiciones, sólo cabe pensar que se incrementará el margen de maniobra que quienes aprovechan la situación para su propio beneficio personal y, en consecuencia, la inestabilidad, haciendo cada vez más difícil que se pueda producir en algún momento un cambio ordenado de poder, a través de unas elecciones libres.

En resumen, ni en el frente externo ni en el interno se identifican señales positivas que permitan vislumbrar a corto plazo un cambio de orientación que provoque, a partir del cansancio de los violentos y la convicción de que por esa vía nunca será posible alcanzar los objetivos perseguidos, una vuelta al diálogo y a la mesa de negociaciones.

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