Desplazados: una vuelta de tuerca más de la violencia en México
El germen de la extrema violencia que hoy se vive en México se localiza en las últimas décadas del gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Tras 71 años en el poder, la «dictadura perfecta», como la llamara Vargas Llosa, basada en el autoritarismo, la impunidad y el encubrimiento, generó un sistema gubernamental y policiaco corrompido en todos los niveles. Entre otros efectos perversos, esto permitió el fortalecimiento de diversos grupos de narcotraficantes que poco a poco se posicionaron en rutas y mercados que cruzaban la geografía mexicana. El principal destino de la droga era y es los Estados Unidos, donde ésta se vende y donde una parte del dinero de las mafias es «invertido» en armamento que fácilmente se introduce a través de la permeable frontera entre ambos países. Así, dichas bandas se han ido fortaleciendo paulatinamente, aunque en un principio, más que las balas, eran los narcodólares los que despejaban rutas y abrían puertas al trasiego de la droga. Como reza la frase atribuida a un expresidente del país, el General Álvaro Obregón: «Nadie resiste cañonazos de 50 mil pesos». De este modo numerosos políticos, guardias fronterizos, policías y funcionarios encargados de la impartición de la justicia estaban arropados por un régimen que no se sentía obligado a ofrecer transparencia y cuenta de sus acciones, al tener su permanencia asegurada a través de simulacros de elecciones democráticas sexenales.
Todo indica que el proceso de liberalización política y la llegada al poder en 2000 del inexperto Partido Acción Nacional (PAN) rompió ese pacto no escrito en un momento en el que los narcotraficantes se encontraban perfectamente armados y organizados- por ejemplo, incorporando en sus filas a exmiembros de la propia policía e incluso penetrando en ella a golpe de talonario-. Comenzó así la lucha frontal entre los distintos cárteles activos en la zona, en un proceso que no ha hecho más que ampliarse y recrudecerse desde que el saliente presidente Felipe Calderón declarara la guerra al narcotráfico. Por un lado, cada cabecilla caído o grupo encarcelado deja un territorio del que los otros cárteles intentan apropiarse a punta de pistola. Por otro, la decisión de sacar a las calles al ejército ha generado multitud de críticas desde diferentes instancias y ha provocado un notorio malestar entre la población, sobre todo, después de que errores y tiroteos comenzaran a generar bajas civiles. Así pues, y como resumen desordenado de unas estrategias estatales fallidas, de la fortaleza armamentística del narcotráfico, de la sempiterna pobreza como caldo de cultivo para el crimen organizado y de los efectos perniciosos de los narcodólares, que siguen engrasando la maquinaria de la corrupción del Estado mexicano, el segundo sexenio panista ha dejado un saldo que oscila entre los 50.000 y los 50-60.000 muertos.
Al número de narcos, policías, militares e inocentes que sucumben en ajustes de cuentas o enfrentamientos, se suman de forma creciente las víctimas de otra rama de la delincuencia organizada estrechamente relacionada con el narcotráfico y que florece por la corrupción: las múltiples bandas de secuestradores y extorsionadores que proliferan por buena parte del territorio mexicano. Muchos traficantes de droga han ampliado su campo de acción o se han reconvertido en secuestradores porque, con la nueva guerra cárteles-ejército, el «negocio» de la retención ilegal de personas es más sencillo y seguro, sin mercancías que puedan ser decomisadas en un tortuoso traslado. Junto al secuestro florece la extorsión a pequeños empresarios y profesionales (principales, pero no únicas víctimas) para que paguen por su «seguridad» bajo amenaza de muerte o destrucción del negocio, al más puro estilo siciliano.
Ante tal situación de inseguridad, buena parte de la ciudadanía considera que su gobierno es incapaz de garantizarle la protección de sus vidas y bienes. Percibe, con razón, que las autoridades carecen de medios y voluntad suficientes para combatir a los delincuentes o que son fácilmente corrompidas por ellos. En la práctica, son muchas las víctimas que ni siquiera se plantean pedir auxilio a las fuerzas judiciales, tradicionalmente casi tan temidas como a los delincuentes y, peor aún, consideran que están sometidas al propio narcotráfico, dados los múltiples casos de cooperación e infiltración que se han descubierto en ellas. Como consecuencia de todo ello, surgen los desplazados como un nuevo factor del conflicto, aún en ciernes, pero que probablemente se incremente de forma significativa en el corto plazo.
La guerra contra el narcotráfico ha generado el llamado efecto cucaracha. Cuando el ejército entra en alguna ciudad o establece retenes en algún camino, los delincuentes lo enfrentan violentamente o huyen a zonas relativamente cercanas, sólo para volver en cuanto los militares se retiran. La consecuencia indeseada de esto último es que, mientras se gana temporalmente cierta tranquilidad en capitales de provincia como Cuernavaca o Morelia (coto del cártel de la familia michoacana), se incrementan los ajustes de cuentas y los secuestros en las zonas rurales cercanas, donde los criminales tienen mayor margen de maniobra para operar y, dado el caso, para huir u ocultarse. Muchos ciudadanos amenazados o víctimas de estas mafias deciden entonces trasladar su vivienda habitual a dichas ciudades «pacificadas» o a donde se consideren más seguros.
No obstante, no es el único caso de desplazados. Otra ruta de escape de la violencia es el sureste mexicano, que hasta ahora se ha mantenido relativamente al margen de tanta sangre. Allí existe también la corrupción, los narcotraficantes y los grupos violentos (como los maras), pero aun así la vida es más tranquila respecto al centro y norte del país. Chiapas o la Península de Yucatán se están convirtiendo progresivamente en el destino de quienes han sufrido secuestro o extorsión en sus lugares de origen y que deciden comenzar una nueva vida, más o menos, a buen recaudo. El auge económico y una aceptable seguridad son probablemente los principales atractivos de sitios como Cancún o Playa del Carmen, dos de los municipios que más crecen hoy en el país.
México transita a marchas forzadas hacia la colombianización de su conflicto con el crimen organizado. Enfrentamientos armados en lugares públicos, extorsiones, secuestros, torturas y tramos carreteros virtualmente tomados por la delincuencia están generando centenares, tal vez miles de desplazados, aún sin contabilizar. Si la principal obligación de cualquier Estado es defender su propio territorio y la vida y bienes de sus ciudadanos, se entiende porqué algunos medios internacionales hablan ya de México (un país miembro de la OCDE) como un Estado fallido. Si el narco se hizo fuerte por la pobreza de la población y la corrupción de todo el aparato estatal, entonces difícilmente sólo con las armas se podrá derrotar a un enemigo que se nutre de los fallos estructurales del sistema. La militar será una solución parcial e inacabada hasta que, por un lado, no se regenere la organización política y estatal del país, combatiendo efectivamente la corrupción y eliminando la impunidad- es decir, hasta que se establezca un verdadero Estado de Derecho. Por otro, mientras más de 50 millones de pobres (de una población total que supera los 110 millones) no tengan perspectivas de movilidad social debido a la terrible inequidad en el reparto de la riqueza y el ínfimo nivel educativo ofrecido por el Estado, miles de ellos estarán dispuestos a arriesgarse en el narcotráfico para mejorar sus niveles de vida. Pero no parece que de momento ni la clase política ni los grandes intereses económicos- ambos principales beneficiarios por décadas de este sistema- tengan intención de cambiarlo. Todo parece indicar que el PRI volverá a ocupar la presidencia el próximo diciembre, pese al aluvión de irregularidades y compra de votos que se vivió en las pasadas elecciones. Hasta ahora su candidato, Enrique Peña, no ha presentado claramente su estrategia para enfrentar al crimen organizado y pacificar al país. Apenas ha hecho algún comentario sobre mantener al ejército en las calles. Dados los antecedentes de este partido, son pocos los analistas que se muestran optimistas sobre el futuro en materia de seguridad, por lo que el número de muertos, secuestrados y desplazados con seguridad se incrementará. El precio que los mexicanos están pagando por esta guerra es demasiado alto, y ni siquiera se vislumbra una victoria pírrica.