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Democracia en el Norte de África: una ensoñación europea

UENunez

¿Será la UE capaz de poner sobre la mesa una oferta atractiva más que un parcheo puntual?

 Ya desde 1972, cuando se puso en marcha de la Política Global Mediterránea, la Unión Europea viene invariablemente repitiendo -con tanta frecuencia como creciente falta de convicción- que su objetivo en relación con sus vecinos del sur y este del Mare Nostrum es la seguridad y el desarrollo. Desde entonces hasta hoy -cambiando mínimamente las palabras elegidas hasta acuñar desde 1995 la idea de que se trata de consolidar «un espacio euro-mediterráneo de paz y prosperidad compartida»- se han aprobado la Política Mediterránea Renovada (1992), la Asociación Euro-Mediterránea (Proceso de Barcelona, 1995), la Política Europea de Vecindad (2003), la Unión por el Mediterráneo (2008) y la Asociación para la Democracia y la Prosperidad Compartida (2011).

Han sido, por tanto, al menos seis las oportunidades que se ha dado a sí misma la Unión para acercarse a ese ambicioso objetivo -que incluye obviamente la promoción de valores y sistemas plenamente democráticos y el respeto de los derechos humanos-. Y han sido, en consecuencia, cinco ya los fracasos cosechados en la parte que le corresponde, por cuanto nadie se atreverá a calificar hoy al conjunto de la región como una zona estable, próspera y democrática.

Con ese bagaje en mente, cualquier análisis prospectivo sobre lo que los Veintisiete pueden hacer a partir del proceso de cambio iniciado en Túnez debe estar presidido por la cautela. Quienes habitan esos países, hoy como ayer, aspiran a la dignidad, el trabajo, la libertad y la justicia. Un empeño que ha sido sistemáticamente negado por sus propios gobiernos, con la complicidad activa de los países europeos durante las últimas décadas. Suponer que ahora existe la suficiente voluntad política en la Unión para modificar el equivocado rumbo mantenido hasta aquí, es, cuando menos, un ejercicio de ensoñación a la espera de ser confirmado por los hechos.

Salvase quien pueda o todos juntos

Ahora, ante la actual oleada de movilizaciones sociales en el mundo árabe, a la UE se le presenta una nueva oportunidad. Y aunque el éxito o fracaso del experimento está fundamentalmente en manos de quienes pueblan esos países, nos corresponde una parte muy significativa en el esfuerzo necesario para llegar a buen puerto. El primer problema que esto plantea es que el arranque de esas movilizaciones que, con diferente grado de intensidad se hacen visibles en la región, coge a los Veintisiete en uno de los peores momentos de su historia común. Atrapados en una crisis económica que provoca espasmos de renacionalización suicida (sálvese quien pueda) y obsesionados con visión cortoplacista en la suerte del euro, la Unión no solo emite señales cada vez más claras de su propia irrelevancia internacional, sino que pone en peligro su propia existencia. Añádase a eso la inquietud que genera en Europa la emergencia del islamismo político como posible interlocutor desde el poder y si tendrá una cabal idea de las razones por la que la UE se muestra tan ambigua con lo sucedido desde la caída del dictador tunecino hasta los recientes acontecimientos en Egipto.

En estas condiciones la definición de la Unión como «un actor de envergadura mundial»- tal como reza la vigente Estrategia Europea de Seguridad (2003)- pierde aceleradamente su sentido. Si ni siquiera cuando la Unión nadaba a favor de la corriente supo responder al desafío de modificar la apuesta radical por la estabilidad a toda costa en nuestras relaciones euro-mediterráneas, mucho más complicado lo tiene hoy, sumida en una crisis sin salida a la vista. Además, ese hipotético ejercicio de acompañamiento choca contra una imagen de los Veintisiete seriamente dañada a ojos de unas sociedades civiles que se han visto maltratadas por Bruselas.

Aún así, si la Unión consigue recuperar cierta visión estratégica entenderá que su propia consolidación en el escenario internacional depende en gran medida del desarrollo de sus periferias más inmediatas (Este europeo y Sur mediterráneo) y que será valorada en función de su capacidad para cooperar en esa tarea. A pesar de sus carencias, sigue siendo identificada como un imán atractivo para nuestros vecinos de la periferia sur y como el actor mejor equipado para atender a los problemas socioeconómicos, políticos y de seguridad que presenta la región. Por puro egoísmo inteligente los Veintisiete deben entender que colaborar decididamente en ese proceso redunda en su propio beneficio.

Para ser creíble y para obtener resultados tangibles la UE debe, al menos, modificar sus presupuestos de partida en dos sentidos. Por un lado, necesita poner sobre la mesa una oferta lo suficientemente atractiva para vencer las resistencias de quienes prefieren mantener el statu quo vigente, aferrados a un poder que les permite preservar sus privilegios al margen de la calidad democrática de sus regímenes (recordemos que en 18 de los 22 países árabes esos regímenes siguen siendo básicamente los mismos que antes de diciembre de 2010). Y en ese sentido, hay que ir mucho más allá de una cooperación al desarrollo que solo puede ser, por definición, un parcheo puntual incapaz de resolver problemas estructurales. La oferta solo puede ser la incorporación de esos países a la dinámica comunitaria, abriéndoles el paso a programas y a fondos regionales y llevando a la práctica la eternamente retrasada implantación de una zona de libre comercio (sin restricciones que solo se explican en clave de defensa corporativa de intereses).

Pero para que eso no descarrile es preciso igualmente apostar por una condicionalidad sin trampas. Eso supone establecer y dar a conocer abiertamente unos criterios básicos de actuación, que no impliquen dobles varas de medida a la hora de juzgar los comportamientos de unos y otros, presididos por las consideraciones básicas del Estado de derecho, del respeto de los derechos humanos y la seguridad humana.

Si necesitamos algún ejemplo concreto para calibrar la distancia que separa a la UE de ese necesario cambio de rumbo, basta con citar el desprecio con el que trata la candidatura de Turquía a la UE o, más recientemente, el silencio cómplice con el golpe de Estado que acaba de producirse en Egipto. ¿Es eso un canto a la democracia?

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