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De la geoestrategia a la geoeconomía, un cambio estructural necesario

(Para Radio Nederland)

Cuando se mira a los actores estatales que han sido los más relevantes en cada periodo histórico se constata, de manera abrumadora, que esas posiciones han estado ocupadas por aquellos que ostentan en cada momento la superioridad militar sobre todos los demás.

Parecería, por tanto, que no hay debate posible en este terreno y que deberíamos asumir como axioma que poder y poder militar es la misma cosa. Siguiendo esa idea, cualquiera que quiera aspirar a una posición de relevancia -sea en el escenario mundial (para las superpotencias) o regional (para las potencias medias)- debe asumir que solo el poderío militar le permitirá alcanzar ese estatus.

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Y, sin embargo, ya el siglo XX nos dejó una buena muestra de que cabía otro camino para convertirse en uno de los grandes. Basta recordar cómo, al final de la Guerra Fría, Japón y Alemania -prácticamente arrasados en el II Guerra Mundial- ocupaban posiciones de cabeza a nivel mundial sin haber apostado por el rearme como instrumento preferente para ello. En buena medida ambos países -castigados por los vencedores, que les impidieron explícitamente rearmarse- pueden considerarse como los vencedores más claros de la confrontación bipolar, en un proceso de reconstrucción impulsado sobre bases no militares.

Esta vía alternativa -que podríamos entender como una transición desde la geoestrategia, asociada a cálculos y medios preferentemente militares, hasta la geoeconomía, que opta por medios económicos con el mismo objetivo para el que antes se empleaban los cañones- ha adquirido mayor protagonismo en estos últimos años. Pero no todos los países parecen haber captado el mensaje, lo que ha derivado en que algunos hayan salido mejor parados que otros. Así, Estados Unidos asoma a esta segunda década del siglo con visibles señales de deterioro en su hegemonía mundial. Quien al final de la Guerra Fría aparecía en condiciones de explotar la circunstancia de ser la única superpotencia digna de tal nombre -hasta el punto de que George W. Bush proclamaba abiertamente su intención de «hacer del siglo XXI el siglo de EE.UU.»-, se encuentra hoy cuestionado como hegemón. Enfrentado a unas dinámicas que apuntan a su inexorable relevo por otras potencias, Washington comprueba hoy los efectos negativos de una apuesta errónea, enmarcada por una mal llamada «guerra contra el terror» que ni ha eliminado la amenaza terrorista ni le ha permitido consolidar su supremacía. Por el contrario, inmerso en una profunda crisis económica, y empantanado en escenarios de difícil salida (Iraq y Afganistán), se encuentra al límite de su capacidad militar y con una deuda descontrolada. Tras haber incrementado su presupuesto militar hasta el punto de que hoy supone la mitad de todo el gasto mundial en defensa -lo que le garantiza la seguridad contra cualquier amenaza militar clásica- descubre con innegable inquietud que, como acaba de señalar con acierto el propio jefe del Estado Mayor de la Defensa estadounidense, el almirante Mike Mullen, la principal amenaza a la seguridad nacional es el volumen de deuda acumulado en estos últimos años.

De sus palabras se deriva que Estados Unidos ha equivocado el camino y que su innegable superioridad militar de poco le sirve para responder a amenazas de naturaleza no militar (sea la derivada de las enormes brechas de desigualdad en muchos países del planeta, del cambio climático, de las pandemias o del terrorismo internacional). El presidente Obama acaba de dar a entender -como resultado del acuerdo logrado para elevar el techo de deuda a cambio de recortes sustanciales del gasto público- que se va a producir un fuerte recorte en el gasto de defensa en los próximos años. Queda por ver si esto responde a la creencia de que la superioridad militar actual otorga a EE.UU. una ventaja que le permite aflojar el esfuerzo por un tiempo, o a un cambio de mentalidad que lleve a una apuesta no militar para atender a las causas profundas que alimentan las amenazas que afectan a la seguridad estadounidense.

Mientras tanto, otros, como China, parecen haber interpretado mejor los nuevos vientos de la historia. No quiere esto decir que Pekín no esté también incrementando su apuesta militar, sino que está poniendo mayor énfasis en otros instrumentos para garantizar su propia seguridad y ganar influencia en el exterior (sea en África o en América Latina). A pesar de sus debilidades internas, ya son pocos quienes cuestionan que el «imperio del centro» está llamado a ocupar el papel de protagonista mundial en muy pocas décadas (seguramente compartiendo el escenario principal con Estados Unidos y algunos actores emergentes como India o Brasil). En esa misma línea cabe identificar a la Unión Europea que, a pesar de su bloqueo actual, sigue siendo el actor multilateral que de manera más clara aspira a convertirse en un actor de envergadura mundial sin, para ello, tener que transformarse en un gigante militar. De hecho, es la UE quien está mejor equipada que nadie para tratar las complejas amenazas de este siglo -gracias, sobre todo, a su experiencia en la resolución pacífica de los conflictos y a su potencial económico.

Visto así, y aplicado al caso latinoamericano, parecería que el camino que están siguiendo algunos gobiernos -en lo que ya se califica como un proceso de rearme regional- es radicalmente desacertado. La región sigue siendo considerada hoy como la que registra mayores niveles de desigualdad del planeta. Y es bien sabido que son precisamente la inequidades las que constituyen el factor belígeno más relevante de todos los que alimentan la violencia. Por otra parte, resulta contraproducente pensar que cualquiera de las controversias abiertas entre vecinos puede resolverse por vía militar. En consecuencia, no hay ningún argumento válido -más allá del afán de liderazgo para imponer una visión mesiánica a los vecinos y del peso de la mentalidad militarista en muchos gobiernos- para justificar el citado rearme. Son muchas las necesidades por cubrir en la región y atenderlas -para lo cual es necesario reasignar fondos presupuestarios de otros capítulos como el militar- es el mejor camino para superar la inestabilidad y la inseguridad que hoy caracterizan a muchos países latinoamericanos. Ojalá los responsables políticos prefieran mirar al futuro aprendiendo del pasado, sin dejarse arrastrar por opciones condenadas al fracaso.

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