Colombia: una opción diferente al dilema
La situación actual del conflicto o la inviabilidad de acabar la guerra con la guerra
Una vez más, como en tantas otras, el gobierno colombiano ha puesto en marcha la guerra como la solución al conflicto que vive el país. El gobierno de Álvaro Uribe puede ser descrito como el que pretende una victoria militar sobre la guerrilla y no vacila en adecuar y subordinar todas las políticas e instrumentos del gobierno y el Estado al logro de ese objetivo. Su plan de desarrollo, su política internacional, su política financiera, su agenda legislativa con sus reformas de la ley y la constitución, su negociación con los paramilitares y hasta un cambio de lenguaje, han sido puestos al servicio de la solución del conflicto por la vía militar.
Un año después, el principal esfuerzo del gobierno se traducido en una enorme ofensiva militar del Estado contra la guerrilla, la cual incluye la elevación del gasto militar y de seguridad como parte del PIB, el incremento de los efectivos armados, la adecuación de la fuerza militar con la creación de nuevos batallones de alta montaña y brigadas móviles y, en otro frente paralelo, una ofensiva diplomática internacional que ha aislado políticamente a la insurgencia. Por lo que respecta a las guerrillas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) han pasado a la defensiva estratégica y a preservar su retaguardia mientras mantienen acciones dispersas en distintas regiones del país, persisten en tratar de entrar a las grandes ciudades y llegan a acuerdos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) para desarrollar conjuntamente una respuesta a la ofensiva gubernamental.
Esta situación ha llevado al gobierno y a los militares a proclamar que están ganando la guerra, que están cerca de derrotar a la guerrilla y de dar solución definitiva al conflicto. Pero, ¡qué inocencia! Para que haya un cambio sustancial en la guerra se requiere algo más que la toma de la iniciativa estratégica militar y diplomática por el Estado y algo más que el aislamiento político y diplomático de la insurgencia: se requiere que esa iniciativa tenga la duración y la contundencia suficientes para propinar golpes estratégicos al adversario, de los cuales éste no pueda recuperarse rápidamente. Y aunque ése es el deseo y la voluntad del gobierno, varios hechos nos muestran que la evolución del conflicto no va en esa dirección:
1) Las FARC no han recibido aún ningún golpe realmente contundente, ni un debilitamiento significativo: su capacidad militar, lograda en los años noventa, no ha sido revertida y ninguno de sus mandos nacionales ha sido muerto o capturado. Si hay algo que sabe hacer bien esa guerrilla es replegarse, ponerse a la defensiva, dispersar sus fuerzas para evitar ser blanco del adversario, esperar a que pase la arremetida y, mientras tanto, buscar su desgaste. En esto llevan ya cuarenta años y se supone que cada vez lo hacen mejor. Las FARC simplemente han cambiado de estrategia de acuerdo con la evolución del conflicto.
2) Ni el Estado ni el país tienen los recursos económicos y financieros suficientes para sostener el esfuerzo bélico que implica esa estrategia que busca la derrota definitiva de la guerrilla por la fuerza. Aunque se apruebe otra nueva reforma tributaria, la crisis económica y social de las clases medias y populares no resiste un esfuerzo sostenido de grandes proporciones. La ineficiencia de la administración pública y la corrupción tampoco favorecen esa tarea. El apoyo estadounidense no es incondicional ni ilimitado. Y la superación de la crisis económica no es tan probable. Aún en el hipotético caso de que todos los recursos se dedicaran exclusivamente a pagar la deuda, los salarios del aparato administrativo nacional y la guerra, ya está demostrado que no alcanzan ni para esas tres cosas.
3) Hay un problema que no se resuelve ni con plata ni con plomo: la pretensión del plan de desarrollo de la seguridad democrática de asumir una presencia activa o un “control del Estado en todo el territorio nacional”. Éste es un problema estructural de viene explicado por el proceso histórico de conformación del Estado y la nación colombianos: excluyendo unas vastas regiones del país. Una exclusión que no ha sido sólo territorial, sino también económica, social y política. Ésas son las zonas de colonización, los territorios de la coca, la amapola, la marginalidad y, en muchos casos, del hambre y la miseria, donde otra legalidad le ha ido dando vida a los “paraestados” de la guerrilla, los paramilitares o el narcotráfico. La solución de este problema no puede ser, como con excesiva simpleza se plantea, sólo inyectarle dinero a esas regiones; ni hay suficientes fondos disponibles ni es posible asegurar el éxito por esa vía. Tampoco lo es “recuperar” esos territorios a través de la fuerza. Ése es un problema de construcción político-social de nación, de ciudadanía y de país, del Estado que no tenemos. Y el que esto no se comience a solucionar en serio, con políticas públicas de largo plazo, va a seguir alimentando el conflicto día a día.
4) La ofensiva militar que se está realizando no sólo pasa por encima de las libertades y derechos de los ciudadanos, sino que también contraviene las recomendaciones de los organismos internacionales de derechos humanos, al tiempo que viola el Estado social de derecho. La crisis humanitaria crece todos los días. Y esto lleva, a su vez, a que se generen más inconformidades y resistencias y a que la comunidad internacional muestre su alarma por lo que está ocurriendo en Colombia, tal como ya se ha visto en los casos recientes de la impunidad en la negociación con los paramilitares y el discurso de Uribe sobre los defensores de los derechos humanos
En síntesis, esta política no nos lleva a la solución del conflicto sino a agudizarlo, agravarlo, prolongarlo y degradarlo aún más. A la exacerbación de la guerra, al desangre y a la destrucción del país; al círculo vicioso de que la guerra no permite ninguna reforma y a que la ausencia de reformas vuelve y retroalimenta la guerra. El ejemplo más contundente de todo ello está en las llamadas “zonas de rehabilitación y consolidación”, creadas por la legislación de emergencia como zonas piloto para rebajar los niveles de violencia, con el resultado de un preocupante aumento de estos niveles.
Pero más aún: lo que está haciendo Uribe no es nada nuevo, es más de lo mismo que se ha hecho desde hace cincuenta años. En 1955 Rojas Pinilla desarrolló la llamada “guerra de Villarrica”, cuando la región de Villarrica y Sumapaz fue atacada por grandes destacamentos de soldados y bombardeos aéreos, con el resultado del surgimiento de las famosas “repúblicas independientes”. En 1964, durante el gobierno de Valencia el ejército lanzó el Plan Lazo: “16.000 soldados rodearon el estrecho valle de Marquetalia, mientras la fuerza aérea bombardeaba la zona” . Su resultado fue la formación de las guerrillas móviles que dos años después se convertirían en las FARC. Y así sucesivamente hasta la “guerra integral” de Gaviria y la guerra de ahora. Y, ¡qué coincidencia!, siempre, desde la guerra contra Corea, bajo la tutela de los consejeros militares estadounidenses.
En definitiva, si algo muestra esta política del gobierno Uribe, es que la solución de la guerra a través de la guerra es inviable; que cada día es más difícil acabar la guerra con la guerra.
Superar el pensamiento simplista y reduccionista
Entre la teoría de solucionar la guerra con la guerra y las ideas del actual gobierno sobre los orígenes, las causas, los actores y la caracterización del conflicto, existe una coherencia o línea de continuidad: todas esas ideas se corresponden con el modo de pensar simplista y reduccionista.
Afirmar que la causa del conflicto es “el terrorismo”, es recortar o reducir todas las madejas de las dinámicas sociales, económicas y políticas, de la formación del Estado y la nación y de la evolución del país a una sola palabra. Pero, ¡qué coincidencia!, es lo mismo que se dice en el centro del imperio (EE UU) y es igual a la causa que se afirmaba en los años sesenta: “el comunismo internacional”. Negarle el carácter de actores políticos a las guerrillas y señalarlas sólo como “bandidos y narcotraficantes” es reducir la complejidad del fenómeno guerrillero, a pesar de su evidente degradación, a una sola de sus múltiples facetas. Sostener que en Colombia no hay una guerra, ni combatientes, sino “la agresión de unos terroristas contra toda la sociedad”, es unilateralizar la realidad hasta el delirio. Y tratar de dividir a la población colombiana entre los partidarios del presidente Uribe y los “terroristas”, no es más que el mismo simplismo de todos los fundamentalismos como el que promueve George W. Bush a nivel mundial.
El primer peligro de tratar el conflicto con esa óptica simplificadora es que mutila el conocimiento de la realidad, cercenándola a sólo lo que a esa visión le interesa ver. Lo cual lleva al maniqueísmo. Y el segundo es que siempre lleva a más de lo mismo, así sea bajo otros nombres: antes “comunismo internacional”, hoy “terrorismo”; antes “doctrina de la seguridad nacional”, hoy “seguridad democrática”; antes “estatuto de seguridad”, hoy “estatuto antiterrorista”; antes “estado de sitio”, hoy “conmoción interior”. Y, en última instancia, esa forma de pensar le sirve a unos intereses que son los mismos que pretenden el reinado absoluto del mercado a costa de los derechos de la ciudadanía, la deshumanización de la especie y el arrasamiento de los ecosistemas.
Por ello, si queremos salirnos del dilema “o negociación o guerra total” debemos superar este enfoque o visión del conflicto simplificador, mecánico y unidimensional y avanzar hacia otra manera de verlo que sea más comprehensiva de sus distintos aspectos, más rica en sus análisis, multidimensional, o compleja. Pasar de una mirada encubridora de unos intereses específicos a otra más incluyente en lo colectivo y en los distintos aportes para su solución.
Una opción diferente al dilema “o guerra total o negociación”
Los triunfos de Lucho Garzón a la alcaldía de Bogotá, Angelino Garzón a la gobernación del Valle y los demás candidatos demócratas o independientes, la derrota del referendo y la presentación del Informe de Desarrollo Humano 2003, son la visibilización de algo que estaba oculto y venía creciendo subterráneamente dentro de la resistencia y el inconsciente colectivo: la necesidad de que en Colombia-después de más de medio siglo bajo el estado de sitio y la “perturbación del orden público”- algo hay que cambiar; la percepción de que algunos problemas se deben resolver. Lo que emerge con estos acontecimientos es la demanda que tiene Colombia de una reforma básica de la sociedad y del Estado; de la reforma que se requiere para superar el narcotráfico, las guerrillas, la dualidad de “las dos Colombias”, avanzar hacia los derechos sociales y la democracia y ocupar un lugar digno en las relaciones entre las naciones y la globalización.
Esa reforma urgente es la que posibilitará un nuevo pacto social que materialice la inclusión de las regiones hasta ahora marginadas y de los sectores sociales y económicos excluidos de nuestra historia, con un esfuerzo simultáneo centrado en poner fin a la guerra y a la violencia. La unidad del país y la población en torno a esas metas comunes, permitirá construir un proyecto colectivo de nación y vencer a las fuerzas que persistan en la violencia.
Esa reforma básica se puede iniciar con una negociación política con las guerrillas, o sin negociación. Dadas las dificultades, distorsiones y demoras que la negociación política del conflicto ha tenido en el país, esas reformas hay que iniciarlas ya, aunque no se vea una posibilidad de negociación en el horizonte inmediato. Y esto es así porque los problemas de fondo de la sociedad colombiana trascienden el conflicto armado aunque éste sea una de las expresiones más agudas de su crisis.
En cualquier caso, una negociación del conflicto sin reformas no es deseable. Si esto ocurriera estaríamos en un acuerdo adoptado desde arriba; con un nuevo reparto de poderes que dejaría sin resolver los problemas de fondo. Y en estas condiciones, la injusticia y la violencia podrían retornar después de la negociación al detectarse que esos viejos problemas seguirían estando en el centro de la escena, como ha sucedido en El Salvador y Guatemala. Y, por otra parte, una negociación con reformas, requiere integrar a vastos sectores que no están incluidos ni entre las actuales élites dirigentes, ni entre la contraélite de la guerrilla. Por estas razones, entre la negociación y la reforma, lo principal hoy es la reforma.
Frente a la propuesta de la reforma, algunos responden de inmediato: “no hay condiciones para ella, no está dentro del realismo político, es muy difícil”. Frente a este tipo de juicios, conviene recordar que es precisamente en contextos de crisis como la colombiana cuando se hace necesario ir más allá de los cambios puramente cosméticos, para abordar las reformas y las transformaciones estructurales ante la constatación del fracaso de fórmulas que no cuestionan las bases de un modelo excluyente. Porque lo nuevo no surge del orden, la estabilidad, lo predeterminado, sino del desorden, la desintegración, la inestabilidad. Y nunca antes como en esta sobreacumulación de crisis que vive Colombia puede ser más necesaria, realizable y entendible la reforma. Una alianza entre los sectores de las élites dirigentes que están a favor de la paz y la democratización del país y las nuevas fuerzas democráticas que se expresaron en las elecciones del 26 de octubre, decididas a sacar a Colombia de la guerra y la injusticia, podría perfectamente planear y comenzar a convocar y concertar estas reformas. Y no se trata de un programa máximo, sino de conectar las angustias y requerimientos diarios de la mayoría de la población, su agobiante crisis humanitaria, económica y social, con el desencadenamiento de procesos de concertación para comenzar a resolver esos que son sus problemas más graves y sentidos. Si algo puede ser entendible por la mayoría de la población y movilizarla positivamente; si algo puede ser apoyado por la comunidad latinoamericana y la mayoría de los países del mundo; si algo puede darle una luz de esperanza y dignidad a Colombia es el inicio de una reforma política, económica y social. La reforma está a flor de piel. Y en cuanto a lo difícil: cuando después de más de medio siglo se ha comprobado que el famoso dilema guerra-negociación no lleva a ninguna solución ¿no es aún más difícil seguir insistiendo en él?
Conclusión 1: las relaciones entre negociación, guerra total y reforma
1.1. Una negociación sin reforma no lleva a una paz justa y duradera.
1.2. La reforma requerirá de un nuevo pacto social que una a la gran mayoría de los colombianos y para ello no hay que esperar a que haya negociación. Ella trasciende, es más incluyente y está por encima de la negociación.
1.3. La guerra total, en la situación actual de Colombia, no puede unir por largo tiempo a todo el país, ni conducir a un nuevo país. De la insistencia en la confrontación no saldrá ninguna reforma progresista; ella mantiene la exclusión y la antidemocracia.
1.4. Por ello, entre la negociación y la reforma, lo prioritario es la reforma. Y entre la reforma y la guerra total, la relación es como entre la vida y la muerte.
1.5. En las condiciones del mundo de hoy, la guerra no puede ser la generadora de un nuevo orden fundante; inexorablemente ella sólo puede llevar a mayor desorden y violencia. La negociación por sí misma tampoco tiene esa capacidad. Lo que sí tiene la capacidad de superar el desorden, derrotar la violencia y fundar un nuevo orden es la reforma básica de la sociedad y el Estado.
Conclusión 2: la superación del dilema; la búsqueda de la paz a través de la reforma
La búsqueda de la paz a través de uno de los dos componentes del dilema negociación o guerra total (acuerdo o derrota), ha llevado a Colombia durante décadas a un callejón sin salida. Persistir en él, es hacerle el juego a quienes están interesados en los negocios de la guerra, el narcotráfico, o el mantenimiento del statu quo. Frente a ese dilema, debemos levantar la bandera de la paz a través de la reforma. Sólo a través de un pacto social, tan amplio y generoso que dentro de él quepamos la gran mayoría de los colombianos, es como se puede lograr una unión duradera de todos. Y esta unión es la única garantía para desarmar no sólo política y socialmente, sino también físicamente, a todos aquellos que no se acojan a dicho pacto y pretendan persistir en la violencia, llámense guerrilleros, paramilitares o guerreristas.
Ya está probado que los caminos de la guerra y del dilema mantienen el actual desorden público de más de cincuenta años de existencia. Lo que nos puede conducir a un nuevo orden fundante y a una paz duradera es la reforma básica de la sociedad y del Estado. Si no hay un inicio de reformas, todo seguirá siendo más de lo mismo. Y ahora que hay cambios en la gobernabilidad local, es la oportunidad para comenzar a demostrarlo.