Cinco años de “éxitos” en Irak

(Para Radio Nederland)
El más reciente de los misterios a resolver en el ámbito internacional es determinar qué extraños indicadores o criterios han llevado al vicepresidente estadounidense Dick Cheney a calificar al Iraq de hoy como “una empresa exitosa”. Se cumplen hoy cinco años desde que él mismo, conjurado con Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y algunos otros, comandados todos ellos por George W. Bush, decidieran lanzar una invasión ilegal contra Iraq usando para ello argumentos tan falsos como los de la posesión de armas de destrucción masiva por parte de Sadam Husein o las conexiones entre el odiado dictador y Al Qaeda. Su confianza en el éxito de esa operación era tan ciega que el propio presidente Bush no dudó, ya el 1 de mayo de 2003, en disfrazarse de piloto de caza para declarar a bordo del portaviones USS Lincoln: “misión cumplida”. ¿Qué es, entonces, lo que ha venido después?
En estos cinco años, y contra todas las evidencias, el equipo de fundamentalistas que lidera Bush sigue empeñado en hacer una lectura fantasiosa de una desventura en la que se mezclan errores con dinámicas negativas que alejan hasta el infinito la posibilidad de cantar victoria algún día. Entre los primeros sobresalen la creencia de que serían recibidos como salvadores de un pueblo oprimido, el desinterés por controlar el pillaje y la destrucción que siguió inmediatamente a la invasión, el desmantelamiento del ejército iraquí y de sus fuerzas policiales y de seguridad y el despilfarro de ingentes cantidades de dinero que pretendieron acallar críticas y ganar aliados circunstanciales entre las diferentes facciones iraquíes enfrentadas entre sí y contra el invasor.
De las segundas destacan las dinámicas de fragmentación que han agudizado las tensiones entre kurdos, suníes y chiíes hasta plantear un panorama en el que la división de Iraq no debe descartarse. El proceso vivido en ese país desde la invasión no puede entenderse como exitoso desde ningún punto de vista, de tal modo que Iraq no ha logrado recuperar ni en el ámbito del desarrollo ni en el de la seguridad los niveles que disfrutaba hasta principios de la década de los noventa.
No lo es para los iraquíes, salvo en lo que respecta al hecho de verse libres de un sátrapa y un régimen discriminatorio escasamente sensible a las necesidades y demandas del conjunto de la población. Hoy muchas zonas del país, incluyendo su capital, siguen sin tener garantizado el suministro eléctrico más allá de algunas horas al día. Su alto nivel de inseguridad, apenas recortado momentáneamente en estos últimos meses (no tanto por un posible éxito estadounidense como por una opción táctica de los insurgentes de rechazar el combate directo), ha derivado en unos cuatro millones de desplazados y unos dos millones de refugiados, sin olvidar las decenas de miles de víctimas mortales ocasionadas por una violencia diaria que no cesa. Iraq es hoy el escenario simultáneo de un conflicto interno- con Estados Unidos atado a un gobierno incapaz liderado por el chií Nuri al Maliki, enfrentados ambos a milicias que no aceptan su marginación- y una insurgencia- en la que confluyen diferentes facciones, milicias, bandas criminales y terroristas-, que dibujan un panorama en el que nadie logra imponer su agenda a los demás.
Tampoco se atreve ya a calificarlo de éxito la mayoría de los ciudadanos estadounidenses. Los muertos en combate ya alcanzan la cifra de 3.990, mientras que los heridos y afectados por diferentes dolencias asociadas al conflicto van creando una hipoteca presupuestaria que pesará durante décadas sobre las espaldas de los contribuyentes. Tampoco se ha cumplido la previsión inicial de los promotores de este desaguisado, en tanto que no se ha logrado ni siquiera recuperar el ritmo de producción y exportación petrolífera de Iraq, como para pagar la factura de los gastos acumulados en esta guerra crecientemente impopular. El pozo sin fondo que hoy representa Iraq- estimado por Joseph Stiglitz en unos 3 billones de dólares de presupuesto ya comprometido en diferentes partidas- no ha permitido a los 160.000 soldados estadounidenses desplegados en el país ni estabilizarlo, ni reconstruirlo, ni democratizarlo, ni desarrollarlo …
No parece, asimismo, que la opinión pública mundial esté de acuerdo con Cheney. Estados Unidos ha dilapidado en este corto plazo de tiempo el inmenso caudal de simpatía cosechado tras el trágico golpe del 11-S, hasta el punto de aparecer hoy como una de las principales amenazas a la paz internacional y como un líder mundial indeseado. Su vocación unilateralista y militarista ha creado más rechazo que aprobación no sólo en la región sino también a nivel global, lo que, en definitiva, supone una pérdida neta de prestigio y de opciones para influir en los asuntos mundiales.
Los únicos que, a pesar de todos los problemas que están atravesando, pueden considerar un éxito lo ocurrido hasta aquí son tanto los chiíes iraquíes como Irán. Para los primeros, la desaparición de Sadam Husein, opresor acérrimo de sus demandas, fue una magnífica noticia, seguida de un proceso político que les permitió traducir en poder político su notable peso demográfico. Washington no sólo los liberó de un dictador genocida, sino que hizo desaparecer de la escena a sus rivales suníes (a través de la “desbaazificación”) y les brindó- aún sin desearlo- el gobierno nacional que habían ansiado desde décadas antes. Por lo que respecta a Irán, la intervención estadounidense les ha permitido librarse de un eterno rival por la hegemonía regional y, como consecuencia directa de ello, aumentar sus opciones para convertirse en el líder de una región tan importante desde la perspectiva geoeconómica. En cierta medida Washington está haciendo el trabajo sucio que otros (Irán y los chiíes de Iraq) no podían llevar a cabo con garantías de éxito. Ahora, con Estados Unidos empantanado en el escenario afgano e iraquí, Teherán cuenta con un mayor margen de maniobra para garantizar su propia seguridad de hipotéticos ataques de la superpotencia mundial y para mejorar sus posiciones de liderazgo regional.
Es difícil imaginar que fueran precisamente estos últimos argumentos los que llevaron a Cheney a hablar de éxito. ¿No será entonces que la clave está escondida en la otra palabra empleada (“empresa”)? Quizás Cheney no estaba hablando tanto en su calidad de vicepresidente como de empresario, al que firmas como Halliburton o Blackwater tanto deben de sus ventajosos negocios como contratistas privados de seguridad empeñados desde hace años en Iraq. Sólo él sabe la respuesta.