Cielo revuelto con Washington de protagonista
(Para Radio Nederland)
Ya en su tiempo Friedrich Nietzsche insistía en nuestra condena a vivir en un permanente eterno retorno. Desde el trágico 11-S, y en lo que afecta al menos al ámbito de la seguridad internacional, esa es una percepción que se refuerza cada día, en un proceso imparable que recupera enfoques, estrategias y discursos que nos parecían ya enterrados con la Guerra Fría y que, además, nos devuelven a situaciones de creciente preocupación y temor. Esa sensación de déjà vu nos ha vuelto a inquietar en la madrugada del pasado día 21 cuando, tras 23 años de paréntesis, Estados Unidos ha llevado a cabo la destrucción de un satélite espía propio.
Para “vender” esta acción militar- que, en definitiva, significa la utilización de un misil SM-3 (diseñado específicamente para la defensa contra misiles balísticos) para pulverizar en el cielo (a unos 247 kilómetros de la superficie) un artilugio (el US-193) que se dedica al espionaje y que encierra en sí mismo un peligro indiscriminado (derivado de la toxicidad de sus 450kg de hidracina)- se ha optado por presentarla como una “medida preventiva”. Estaríamos así ante una decisión tomada en función de la hipotética amenaza que su caída en zonas pobladas podría representar para algunas personas. Es cierto que el satélite, lanzado el 14 de diciembre de 2006, nunca llegó a alcanzar la órbita prevista y que su paulatina pérdida de altura llevaba preocupando desde hace meses a sus propietarios. También lo es que resulta más aconsejable destruirlo cuando ya está a la altura elegida en este caso, calculando que las partículas resultantes de la explosión acabarán cayendo a tierra en lugar que quedar convertidas en basura espacial, que pondría en peligro a los alrededor de 400 satélites de todo tipo que ocupan órbitas bajas y a los astronautas que pudieran moverse en esas latitudes.
Pero no parece que ésas hayan sido las principales motivaciones para terminar de este modo con su existencia. Por una parte, Rusia y, sobre todo, China se han apresurado a denunciar lo que consideran un paso decisivo en la militarización del espacio. Aunque haya temores de que así sea, no deja de ser chocante la facilidad para el olvido que tiene el gobierno chino, como si en enero de 2007 no hubiera hecho exactamente lo mismo que ahora critica a Washington (añadiendo que, en aquella ocasión, la destrucción se produjo a unos 800 kilómetros de altura, con el consiguiente efecto de creación de innumerables trozos de basura espacial). No deja de resultar un tanto hipócrita, visto su comportamiento pasado, que tanto rusos como chinos se animen precisamente ahora a proponer a sus contrapartes estadounidenses un acuerdo de desmilitarización del espacio exterior (que ha sido inmediata y frontalmente rechazado por una administración Bush que no desea ningún tipo de limitación a su innegable impulso militarista).
La militarización del espacio es ya un hecho que, tras el paréntesis de la pasada década, acelera con fuerza imparable en nuestros días. En la medida de sus posibilidades, todos los actores relevantes de nuestro mundo van apuntándose a esta carrera, con Estados Unidos destacado en cabeza. Quienes así actúan responden simultáneamente a un impulso que les hace creer que es posible la victoria en una hipotética batalla con armas nucleares (lo que contraviene uno de los fundamentos principales de la estrategia nuclear de estas últimas décadas, que contempla a estas armas como elemento principal de disuasión pero no de combate) y, por otra parte, a una fe radical en la tecnología de defensa antimisiles balísticos.
Además, por lo que respecta a Washington, cabe recordar que fue la actual administración Bush la que decidió denunciar el Tratado Antimisiles Balísticos (firmado en 1972 entre EE. UU. y la URSS, en un rasgo de racionalidad que aún hoy nos sorprende), convencida de que es posible defender su territorio de ataques nucleares hasta el punto de hacerlo invulnerable. A partir de ahí se ha ido desarrollando de manera sostenida un sistema de defensa estratégica contra misiles, popularmente conocido como escudo antimisiles, que ya está en parte operativo y que ya ha ampliado su radio de despliegue hasta suelo europeo (Gran Bretaña, desde hace tiempo, y Polonia y República Checa, en breve) para disgusto obvio de Moscú y otras capitales.
Con la destrucción de este satélite espía, Washington no sólo ha querido salvaguardar vidas humanas sino, sobre todo, probarse a sí mismo y demostrar a otros que va por el “buen” camino. Se repite lo que ya hizo en 1985 Ronald Reagan, cuando se empeño en una Iniciativa de Defensa Estratégica (conocida entonces como “la guerra de las galaxias”) que logró que finalmente Mijail Gorbachov arrojara la toalla. Sabe que el dominio militar del espacio es una clave fundamental en el intento por consolidar su liderazgo mundial y no está dispuesto a que otros (con China y Rusia en primer lugar) le disputen la primacía de la que actualmente goza. Al mismo tiempo, una prueba de fuerza como esta sirve para experimentar los sistemas de defensa que se están ensayando constantemente y, tal como deben soñar/delirar sus impulsores, para facilitar la aprobación de nuevos fondos presupuestarios.
Mientras tanto, y sólo unas horas antes de esta acción destructiva, dos cazas estadounidenses F-15C chocaron en pleno vuelo, en la zona del Golfo de México, cuando llevaban a cabo una acción de entrenamiento. Uno de los pilotos ha fallecido y el otro se encuentra grave. Qué revuelto está el cielo.