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Chirac terrorista, Bush ayúdanos

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Los acuerdos de paz firmados en febrero en París no han supuesto el fin de la revuelta militar surgida el pasado 19 de septiembre en Costa de Marfil, hasta entonces el país más estable de África Occidental. El presidente democrático marfileño, Laurent Gbagbo, se siente una víctima más de las empresas y la diplomacia francesas en lo que supondría un nuevo capítulo de la trama de intereses ya conocida como «françafrique».

Hay un lugar en el mundo en el que los manifestantes no pintan a Bush como el Diablo y en el que los Estados Unidos son vistos como libertadores. Ese lugar no es Iraq, es Costa de Marfil y allí, cuarenta años después de la descolonización, París sigue siendo la metrópoli a la que una parte de los marfileños miran con temor. Al menos los que apoyan al presidente Laurent Gbagbo, vencedor en las elecciones de 2000 y que pretende liberalizar servicios públicos que hasta ahora corrían a cargo de monopolios franceses. Las principales interesadas en este nuevo mercado parecen ser las empresas estadounidenses y a la Casa Blanca piden ayuda los manifestantes progubernamentales cuando acusan a Francia de intromisión en los asuntos nacionales. Las manifestaciones, de hecho, reprochan incluso al presidente Gbagbo el haber cedido demasiado a las presiones francesas y de los grupos armados supuestamente vinculados con sus intereses.

Además de las empresas francesas, de las reformas planteadas inicialmente por Gbagbo, que incluyen una nueva política agraria y el control de la población, saldrían también perjudicados los inmigrantes. La mayoría de ellos son de Burkina-Fasso y suponen entre el 30 y el 40% de la población en un país con 17 millones de habitantes y que hasta ahora era visto como el más próspero de la zona. A Costa de Marfil, con una renta per capita de 1.000 dólares, acuden a trabajar los ciudadanos de sus países vecinos, donde el PIB per capita se mueve entre los 200 y los 500 dólares (como comparación, en la Unión Europa hace años que se han superado los 20.000 dólares). El principal destino de estos inmigrantes son las plantaciones de cacao, que sitúan a Costa de Marfil como el primer productor mundial con el 40% del mismo y que le reporta a la economía nacional el 30% de sus ingresos.

El levantamiento

El 19 de septiembre del pasado año unos 750 militares, encabezados por varios suboficiales, se rebelaban contra el Gobierno del Frente Popular Marfileño (FPI) por su intención de desmovilizarlos y reintegrarlos en la vida civil. En menos de un mes se hicieron con el control de algunas de las principales ciudades del país, incluidas Abidján, la principal ciudad y puerto del país, en el sur, y Bouaké, en el centro. Según los sectores próximos al presidente, estos grupos contarían con el apoyo de Burkina-Fasso.

La comunidad internacional- y en esta parte de África eso no es más que Francia y los países fronterizos- presionaron al Gobierno y a los rebeldes para alcanzar un débil alto el fuego el 17 de octubre. Sin embargo, entre ese alto el fuego y el definitivo acuerdo político (firmado el 24 de enero pasado en Marcoussis, cerca de París) los sublevados fueron dejando de lado sus problemas corporativos y comenzaron a plantear reivindicaciones políticas. Al mismo tiempo, varios partidos de la oposición se unieron a las reclamaciones de los militares y otros grupos paramilitares surgieron en la frontera con Liberia. Ante tal presión, el presidente Gbagbo accedió a la constitución de un Gobierno de unidad nacional con 30 ministros, de los que siete pertenecerían a los sublevados o a los partidos que los apoyan, y encabezado por un primer ministro, Seydou Diarra, empresario y diplomático del norte musulmán del país.

¿Conflicto étnico-religioso o económico?

Las referencias al origen de los sublevados o de la oposición no son inofensivas. Se asume la condición norteña o musulmana de la mayoría de los implicados como elemento determinante, contribuyendo con ello a asimilar el conflicto a problemas étnico-religiosos. Semejante visión de África (o de los Balcanes, sin ir más lejos) resulta muy común en Europa, donde se presentan las guerras recurriendo a miedos atávicos al que es distinto sin que apenas se expliquen los condicionantes económicos. Esa visión, en el caso de Costa de Marfil, la han querido descartar de plano los dirigentes religiosos, distanciándose claramente de los políticos.

A principios de año, los responsables de las comunidades religiosas presentes en el país (musulmanes, 35-40% de la población; cristianos, 20-30%; y religiones indígenas, 25-40%) hicieron público un manifiesto conjunto en el que denuncian la utilización de la religión con fines políticos. Señalan en el mismo que los miembros de los distintos cultos han mantenido durante años una buena convivencia sin ningún tipo de incidente y que las claves del conflicto hay que buscarlas en los motivos políticos y económicos derivados de la corrupción, el tribalismo y el culto al dinero que ha imperado en el país. Tal afirmación parece confirmarse si se tiene en cuenta que las manifestaciones populares que han derivado en disturbios se han dirigido contra intereses económicos o embajadas y no contra iglesias o mezquitas.

La guerra informativa es otro de los frentes de este conflicto, con acusaciones mutuas entre diplomáticos e incluso entre los medios de comunicación franceses y marfileños. Uno de sus escenarios fue la XXII Cumbre Francia-África celebrada en París los pasados 20 y 21 de febrero. A ella asistió el primer ministro Seydou Diarra, que invitó como señal de buena voluntad a Soro Guillaume, dirigente del Movimiento Patriótico de Costa de Marfil (MPCI), brazo político de los rebeldes.

En el marco de esa tensa cumbre, por ejemplo, el economista y politólogo marfileño Nicholas Agbohou, residente en París pero analista en los medios progubernamentales de su país, señalaba que la crisis «está relacionada con las multinacionales francesas que intentan retener el monopolio de los principales sectores de la economía y que buscan el derrocamiento de Gbagbo». Según la administración y los medios de comunicación franceses, semejantes afirmaciones son «visiones extremistas» o «xenofobia nacionalista». Sin embargo, incluso los medios franceses más serios, como Le Monde, se han visto implicados en el intercambio de acusaciones. El que era su corresponsal en Costa de Marfil, el camerunés Théophile Koumou, denunció entonces que sus crónicas habían sido manipuladas en el periódico y que no recogían lo que él había querido transmitir acerca de la realidad del país.

Se haga caso a unos o a otros, lo que parece claro es que un ejecutivo de unidad nacional, con la composición que se recoge en el acuerdo de Marcoussis, muy difícilmente se atreverá a revisar las concesiones francesas. Hoy en Costa de Marfil operan empresas como la tabacalera SITAB, la constructora SAUR, del conglomerado francés Buyges, y concesiones de transporte marítimo (SCAC y SDV) o agua y electricidad (SODECI-CIE). Desde otros sectores, sin embargo, se señala que las prácticas de corrupción y sobornos supuestamente empleadas por las multinacionales francesas no diferirían mucho de las que emplearían las estadounidenses con el actual presidente para entrar en el país. Ante tal situación, la resolución definitiva del conflicto, así como de las concesiones, quedaría postergada a una futura convocatoria electoral, que se presupone conflictiva ya que todos los partidos del país parecen tener claros sus apoyos y proclaman su posible victoria de producirse esa llamada a las urnas. Y si antes se analizaba con reticencias la posibilidad de un conflicto étnico por el mero hecho de hablar de África, en este caso habrá que mantener las mismas reticencias en cualquier sentido al igualar el funcionamiento de las democracias africanas al de las europeas.

Los «tapados»

Mientras todo esto sucede, el histórico Partido Democrático de Costa de Marfil (PDCI, en sus siglas en francés), mantiene un sospechoso silencio. Su líder histórico, Felix Houphouët-Boigny, presidió el país desde la independencia en 1960 hasta su muerte en 1993. A su régimen personalista y autoritario se debe la famosa «estabilidad» atribuida a Costa de Marfil. Houphouët-Boigny se convirtió en uno de los principales aliados de Francia en el continente y se le consideró durante décadas uno de los equivalentes de lo que suponía el panameño Noriega para Estados Unidos. De carácter megalómano, en 1983 trasladó la capital de Abidján a su ciudad natal, Yamoussoukro, donde construyó la catedral de Nuestra Señora de la Paz, una de las más grandes del mundo e inspirada en la basílica de San Pedro en el Vaticano. Su sucesor, Henri Konan-Bédié, creador de la «marfilinidad» («ivoirité»), que propugna la exclusión de los musulmanes del Norte, fue derrocado en 1999 por un golpe de Estado.

Las actividades del PDCI han sido denunciadas entre otros por François-Xavier Verschave en 1998, en un conocido libro bajo el título de «La françafrique: el más grande escándalo de la República». En esta obra se recogen extensamente las numerosas intervenciones francesas (militares, económicas, políticas, empresariales, etc.) en el continente para preservar sus intereses alentando la corrupción de los dirigentes locales.

El PDCI no se presentó a las elecciones presidenciales de 2000 pero todavía dispone de una importante mayoría en la Asamblea Nacional y controla más ayuntamientos que el partido gubernamental. Ante el perfil bajo que está adoptando en el conflicto y el recuerdo constante de la estabilidad que vivía el país durante su gobierno, este partido podría resultar el principal beneficiado de la actual crisis en unas futuras elecciones. Sin duda, con ellos en el poder, Francia volvería a estar tranquila en su Áfrique.

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